Lo conocí en una tempestad, y aunque la capeamos en la misma goleta, sólo lo vi cuando ésta se hizo pedazos bajo nuestros pies. No cabe duda de que lo había visto con el resto de la tripulación kanaka a bordo, pero no tuve conocimiento consciente de su existencia, pues la Petite Jeanne se encontraba más bien atestada. Además de sus ocho o diez marineros kanakas, su capitán blanco, el primer oficial y el sobrecargo, y sus seis pasajeros de camarote, zarpó de Rangiroa con algo así como ochenta y cinco pasajeros de cubierta, gente de las Paumoto y tahitianos, hombres, mujeres y niños, cada uno con una caja de mercancías, para no hablar de las esteras para dormir, las mantas y los atados de ropas.
La temporada de pesca de perlas en las Paumoto había terminado y todos los pescadores regresaban a Tahití. Los seis pasajeros de camarote éramos compradores de perlas. Dos eran norteamericanos, uno era Ah Choon (el chino más blanco que jamás conocí), uno alemán, uno judío polaco y yo completaba la media docena.
Había sido una temporada próspera. Ninguno de nosotros tenía motivos para quejarse, y tampoco ninguno de los ochenta y cinco pasajeros de cubierta. A todos les había ido bien y todos anhelaban un descanso y pasarla bien en Papeete.
Es claro que la Petite Jeanne estaba sobrecargada. Sólo tenía setenta toneladas y no podía llevar un diezmo de la multitud que trasportaba a bordo. Debajo de las escotillas se hallaba repleta de madreperla y copra. Era un milagro que los marineros pudieran manejarla. Imposible moverse por los puentes. Se trepaban a las barandas y circulaban por ellas de un lado a otro.
Por la noche caminaban sobre los durmientes, quienes alfombraban la cubierta, lo juro, en una doble capa. Ah, y además había en cubierta cerdos y gallinas, y sacos de ñame, en tanto que todos los lugares concebibles se hallaban festoneados de hileras de cocos y de racimos de plátanos. A ambos lados, entre los obenques de proa y mayor, se habían tendido cuerdas, lo bastante bajas para que la botavara de proa se balancease con libertad, y de cada una de las cuerdas colgaban por lo menos cincuenta racimos de plátanos.
Prometía ser una travesía engorrosa, aunque la hiciéramos en los dos o tres días que harían falta si hubieran soplado los alisios del sudeste. Pero no soplaban con fuerza. Después de las cinco primeras horas, se redujeron a lo que podría conseguirse con un par de docenas de abanicos. La calma continuó toda la noche y al día siguiente; una de esas calmas inmóviles, vítreas, en que el solo pensamiento de abrir los ojos para observarla basta para darle a uno dolor de cabeza.
El segundo día murió un hombre de las islas de Pascua, uno de los mejores buceadores de esa temporada en la laguna. Viruela... Eso fue, aunque no entiendo cómo pudo llegar la viruela a bordo, si no existían en tierra casos conocidos cuando salimos de Rangiroa. Pero ahí estaba: viruela, un hombre muerto y otros tres yacentes.
Nada se podía hacer. No podíamos segregar a los enfermos ni atenderlos. Estábamos apiñados como sardinas. No quedaba más que pudrirnos y morir; es decir, no hubo ya nada qué hacer después de la noche que siguió a la primera muerte. Esa noche, el primer oficial, el sobrecargo, el judío polaco y cuatro buceadores nativos se escurrieron en la ballenera. Nunca volvimos a oír hablar de ellos. Por la mañana, el capitán desfondó los botes restantes, y ahí estábamos.
Ese día hubo dos muertes; al siguiente, tres, y después saltaron a ocho. Era curioso ver cómo lo tomábamos. Los nativos, por ejemplo, cayeron en un estado de mudo e imperturbable temor. El capitán —se llamaba Oudouse, era francés— se volvió muy nervioso y voluble. En verdad tenía crispaciones. Era un hombrón carnoso, que pesaba por lo menos noventa kilos, y pronto se convirtió en fiel representación de una temblorosa montaña de jalea y grasa.
El alemán, los dos norteamericanos y yo compramos todo el whisky escocés y nos dedicamos a mantenernos borrachos. La teoría era hermosa: a saber, si nos conservábamos empapados en alcohol, cualquier germen de viruela que entrase en contacto con nosotros quedaría inmediatamente convertido en cenizas. Y la teoría funcionó, aunque debo confesar que ni el capitán Oudouse ni Ah Choon fueron atacados por la enfermedad. El francés no bebía, en tanto que Ah Choon se limitaba a un solo trago diario.
El tiempo era una hermosura. El sol, que se movía hacia su declinación septentrional, se encontraba encima de nosotros. No había viento, aparte de las frecuentes borrascas, que soplaban con ferocidad, entre cinco minutos y media hora, y terminaban empapándonos de lluvia. Después de cada borrasca, salía el espant...