Feria
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Feria

  1. 240 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Feria es una oda salvaje a una España que ya no existe, que ya no es. La que cabía en la foto que llevaba su abuelo en la cartera con un gitano a un lado y al otro un Guardia Civil.Un relato deslenguado y directo de un tiempo no tan lejano en el que importaba más que los niños disfrutaran tirando petardos que el susto que se llevasen los perros. También es una advertencia de que la infancia rural, además de respirar aire puro, es conocer la ubicación del puticlub y reírse con el tonto del pueblo.Un repaso a las grietas de la modernidad en los ojos de quien no se traga el cuento de la lumpen-burguesía adorando a Camela y el reguetón, yponiéndose uñas encima de uñas. Pero, sobre todo, Feriaes una invitación a volver a mirar lo sagrado del mundo: la tradición, la estirpe, el habla, el territorio. Y a no olvidar que lo único que nos sostiene es, al fin, la memoria.Eva Serrano- Editora

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Información

Año
2020
ISBN
9788412226737
Edición
1
Categoría
Literatura

A Mari Cruz, a María Solo y a todo lo que engendraron

Mientras quede un olivo en el olivar. Y una vela latina en el mar.

El último de la fila, «Mar Antiguo»
Y hay un niño que pierden / todos los poetas / Y una caja de música / sobre la brisa. Federico García Lorca, «Poema de la feria»

¡Feriante tenía que ser!

Conocí a Ana Iris gracias al Wifi Divino, aka Divina Providencia, que a su vez me puso en contacto con varios de sus amigos y con su vida, obra y milagros. El Wifi Divino (en adelante WD) suele llevarte a descampados, a cuartas plantas de hospitales, a la antigua casa de tus abuelos, a tu novia, a tu niñez. O a un puesto de feriantes en algún lugar de La Mancha. He aquí la cuestión. Esos hilitos invisibles que tejen las relaciones afectivas son lo más guapo que parió madre, te acercan a unas personas, te alejan de otras y, en mágicas ocasiones, te alejan y te acercan al mismo tiempo, como un tiovivo furibundo. No sé a ustedes, pero a mí eso me chifla.
Este libro que tienen entre sus manos habla de estas cuestiones y lo hace con la claridad y firmeza de un infante o de una entidad natural: «familia, municipio y sindicato». Siguiendo los hilitos de oro del WD (dije que lo iba a hacer), Ana Iris nos pone delante de nuestras na­­rices a los padres, las madres, las muertes y los nacimientos, grandezas de la existencia que muchas veces perdemos de vista, seducidos por la brujería de turno, un lamparón en nuestra camisa o por la interesantísima programación de interné.
Pues qué guapo todo, dirán ustedes. Pues sí, les digo yo. Y no por ello ramplón, no se equivoquen. Acercarse de manera desprejuiciada a las personas, asumiendo la grandeza de un camionero, de su casete de Los Chichos y de los melones que lleva en su carga, permite acceder a la síntesis dialéctica, a la alquimia espiritual y al asombroso matrimonio del cielo y el infierno. Y el que no se lo crea, él sabrá. Yo ahí no me meto.
Ana Iris nos muestra cuáles son las cosas importantes, y cómo por medio de su contemplación uno puede aprender latín, química inorgánica, religiones del mundo y admitir que los hijos de los ateos quieren hacer la comunión y los nietos de los rojos duermen abajo y arriba España. Y que no confunda esto, que ya estamos «mayorinos».
En este libro hay un respeto devocional por los cu­­rrantes, la justicia y la nobleza manchega equiparable a la baturra, aunque más underground. Lo que no hay es paciencia para con las monsergas y los fariseísmos, más que nada por su inútil empeño en dar la tabarra a las nuevas generaciones para que se comporten. Gracias a Dios, no lo harán. Se quedarán con lo bueno, así reza este libro. Y así rezo yo con él. Se quedarán con el amor. El amor a un hermano, a una amiga, al PCE, a un feto me­­tido en un bote, a un oficio, a un país y a todo lo que se ponga por delante.
La delicada mirada desde la que se narran los distintos acontecimientos de este libro demuestra que la autora ha adquirido uno de los grandes premios más deseables para cualquier persona, y cuasi exigible para un desbrozador de mitos: la capacidad de bendecir.
¡Qué alegría, qué alboroto; feriante tenía que ser!
Pablo Und Destruktion
Septiembre de 2020

El fin de la excepcionalidad

Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad

Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. Cuando lo digo en alto siempre hay quien pone cara de extrañeza y me responde cosas como que a mi edad mis padres habían viajado la mitad que yo o que a ellos envidia ninguna, que tienen que hacer muchas cosas «antes de asentarse». Que ahora somos más libres y que nuestros padres no pudieron estudiar dos carreras y un máster en inglés ni se pegaron un año comiendo Doritos y copulando desordenadamente en Bruselas gracias a eso que llaman Erasmus y que no es sino una estrategia de unión dinástica del siglo XXI, una subvención para que las clases medias europeas se crucen entre ellas y pillen ETS europeas y celebren que eso era Europa y eso era la europeidad y que para eso hemos quedado los nietos de Homero y Platón.
El caso es que con mi edad mis padres tenían una cría de siete años y un adosado en Ontígola, provincia de Toledo. La Ana Mari acababa de dejar de fumar y con el dinero que se ahorró en tabaco se compró la Thermomix y eso a mí me da envidia, y cuando lo digo la gente piensa con frecuencia que soy gilipollas y en respuesta lo que pienso yo es «tienes treinta y dos, cobras mil euros al mes, compartes piso y las muchas cosas que tienes que hacer “antes de asentarte” son ahorrar durante un año para irte a Tailandia diez días aunque en la vida te hayas interesado por qué pasa o qué hay en Tailandia, comerte una pastilla y hacerle arrumacos a tus colegas en festivales en los que no conoces ni a medio cartel pero tienes que fingir que sí y creer que las series que eliges ver y los libros de Blackie que eliges leer forman parte de tu identidad como individuo». Esto no lo digo, claro, esto me lo callo.
Lo que sí digo es que nuestros padres parecían mayores de lo que eran en las fotos y mayores que nosotros a su edad. Hay mucho treintañero convencido de que es lícito llevar gorra en interior, de que es lícito, incluso, llevar gorra con treinta, poniéndome ya rigorista. También digo que seguramente nuestros padres se casaron y tuvieron hijos y se metieron en hipotecas por eso que se ha convenido en llamar «imperativo social», porque «era lo que había que hacer», pero que creer que sobre nuestras cabezas no sobrevuelan otros imperativos igual es la mayor prueba de que lo hacen y de que quizá nos hemos creído lo de la libre elección y lo del progreso y lo de la democracia liberal como única arcadia posible. Y menuda arcadia.
Nos lo llevan diciendo diez años y nos negamos a creerlo. Somos la primera generación que vive peor que sus padres, somos los que se comieron 2008 saliendo de o entrando a la universidad o al grado o al instituto y lo del coronavirus cuando empezábamos a plantearnos que igual en unos años podríamos incluso alquilar un piso para nosotros solos.
Nuestros imperativos existen y son materiales y a menudo hablo con mi amiga Cynthia de que para mí o para ella o para nuestra amiga Tamara era sencillo lo del ascensor social, era fácil superar el estilo de vida de nuestros padres carteros y camareros y limpiadoras y barrenderos y de nuestros abuelos obreros industriales o campesinos o feriantes, pero no es así para el resto de nuestros amigos, para los de clase media, para los hijos de profesores y médicos y abogados y empresarios. Y, aun así, aunque nuestros padres tenían menos papeles académicos que un galgo, sí que tenían, con nuestra edad, hijos e hipotecas y pisos en propiedad. Porque era lo que había que hacer, seguramente. Pero también porque podían hacerlo.
Nosotros, sin embargo, ni tenemos hijos ni casa ni coche. En propiedad no tenemos nada más que un iPhone y una estantería del Ikea de treinta euros porque no podemos tener más y ese es nuestro imperativo y es ma­­terial. Pero nos autoconvencemos pensando que la li­­ber­­tad era prescindir de críos y casa y coche porque «quién sabe dónde estaré mañana». Nos han hecho creer que saber dónde estaremos mañana es una imposición con la que menos mal que hemos roto, que la emigración y la inmigración son oportunidades para aprender nuevas culturas y para convertir el mundo en un crisol de lenguas y colores en lugar de una putada, y que compartir piso es una experiencia de vida en lugar de, llegada una edad, un detalle denigrante que da vergüenza confesar.
Una noche estábamos en casa, en nuestro piso com­­partido en el centro de Madrid, y Jaime, que es mi amigo desde los trece y que vivió conmigo unos meses antes de conocer a su novia Patricia e irse a vivir con ella, me lo rebatió y me dijo que no, que nuestro imperativo no es material, o no del todo. Me decía, mientras enchufaba la Play para echarse unos Fortnites, que sus padres a nuestra edad ya los tenían a él y a su hermano Guillermo, sí, pero que tenían también menos dinero y aun así se la jugaron y lo que decía Jaime era verdad. Es uno de los amigos con los que más me gusta hablar porque lo hace desde la experiencia, no le hacen falta conocimientos librescos ni grandes teorías ni autores a los que referenciar y suele tener, la mayoría de las veces, más razón que quien echa mano de ellos, porque solo habla de lo que ve y lo que vive.
Y aquella noche, la noche en que me dijo que no, que nuestro imperativo no era solo material, que no teníamos hijos porque no queríamos, tenía razón. Jaime gana más de lo que ganaban sus padres a su edad. Yo tengo más di­­nero del que tenían mis padres con mi edad y más del que tienen mis padres ahora. Y, sin embargo, ahí estaba, a mis veintiocho y con una camiseta de propaganda de Camel que le robé a mi padre y mi pantalón de pijama que en realidad es el chándal de educación física de primero de bachillerato, sin casa y sin hijos, bebiendo agua en un bote de rosca en vez de en un vaso en un piso compartido del centro de Madrid. Ahí estaba, criticando ese vil ju­­venilismo que no podía encarnar ni más ni mejor.
Pocos días después le pregunté a mi padre por Whats­­App si consideraba que yo vivía peor que ellos a mi edad y me respondió que no dijera gilipolleces. Después de leerlo le llamé y hablamos de la inseguridad laboral y de la creencia en el progreso y del capitalismo tardío y de que al final las cosas importantes son muy pocas hasta que me dijo que le dolía la oreja, que se la estaba poniendo a la plancha y colgamos.
Cada vez que abrimos el melón de si se vivía mejor antes o se vive mejor ahora, que no son pocas, se pone nervioso y me cuenta que él con diez años ya estaba vendimiando y me pasa como cuando me dice que cómo va­­mos a re­­significar la bandera si a él le hacía cantar el Cara al Sol don Leonidio en el cole en nombre de ese trapo y le decía que su abuelo había elegido irse con los malos españoles: que eso no hay quien lo rebata. Pero tampoco puede él reba­­tirme cuando le digo que en el horizonte su gene­­ración atisbó que los críos no tuvieran que trabajar desde los diez años y la mía tiene lo de no ir a firmar en la vida un contrato indefinido y que por eso no tenemos críos, así que no po­­demos ponerlos siquiera a vendimiar.
Lo que no le digo es que hay quien sí tiene niños, hay quien sigue teniendo niños, y que lo sé porque no lo veo en mi barrio ni en mi entorno pero sí en Facebook. Hace poco vi que Armando, uno de mis compañeros del colegio, iba a tener su primer crío. Lo había anunciado con la foto de un casco muy pequeñito de Valentino Rossi porque le gustan mucho las motos desde niño y me puse muy contenta porque será un buen padre. No conozco a su...

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  1. Guarda primera
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