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La preexistencia
Un Hijo eternamente vivo
La estimada trilogía de ciencia ficción Volver al futuro explora lo que sería para alguien viajar en el tiempo e influir en sucesos pasados de tal manera que, con el tiempo, estos cambiaran su propio futuro cuando la persona ya hubiera nacido. Aunque se presentó principalmente como una comedia, el filme plantea preguntas intrigantes respecto a lo que significa «existir» —y darle forma a la realidad (como cuando Marty McFly rescata a su padre adolescente de un accidente automovilístico)— antes de existir. Aunque las películas se quedan penosamente cortas como analogías de la existencia eterna del Hijo de Dios, sí nos llevan a pensar en la dirección correcta.
Uno de los prerrequisitos para una doctrina completa de la divinidad de Jesucristo es que Él existe eternamente en el pasado. Por definición, Dios no es un ser creado. No puede empezar a existir; Él existe, desde la eternidad pasada hacia la eternidad futura. Sin embargo, como vimos en la introducción, Jesucristo nació como un hombre. Para que sea divino, de alguna manera debe haber tenido también una existencia real y eterna, anterior a Su nacimiento humano a través de María. Esto es lo que se llama comúnmente preexistencia. Es decir, el Hijo de Dios estaba vivo y activo como un ser espiritual antes de hacerse carne en un momento particular del tiempo. No era apenas un destello en la mente de Dios, sino que era (y es, y siempre será) real.
El objetivo de este capítulo es desentrañar las diversas maneras en las cuales la Escritura afirma la preexistencia real, activa y celestial del Hijo dentro de la Deidad. Aunque esta preexistencia se suele pasar por alto (tal vez debido a nuestra incapacidad de conceptualizarla o al énfasis exclusivo que se hace en algunos círculos en la cruz de Cristo), espero que este estudio la coloque en el radar del público general.
Origen celestial
Empezaré examinando de dónde proviene Jesús. Aunque los relatos de la infancia de Jesús que encontramos en Mateo y Lucas —y las puestas en escena navideñas a partir de entonces— dejan en claro este punto, durante Su ministerio, se cuestionó el lugar de nacimiento de Jesús. Algunas multitudes judías cuestionaban si el Mesías (gr. christos) vendría de Galilea, Belén o algún otro lugar (Juan 7:40-43). Sin embargo, Jesús desafió sus preconcepciones al revelar a varios oponentes (aunque de manera críptica en ese momento): «Yo soy el pan vivo que bajó del cielo» (6:51), y «Ustedes son de aquí abajo […]; yo soy de allá arriba» (8:23).
No hace falta que miremos solo el Evangelio de Juan. Pablo, que escribió años antes de que se publicara el Evangelio de Juan, indica que los seguidores de Jesús aceptaron desde muy temprano Su propia visión de Su lugar de origen. En Romanos 10:6, Pablo pregunta: «“¿Quién subirá al cielo?” (es decir, para hacer bajar a Cristo)». En principio, esto podría referirse al reinado de Cristo en el cielo después de Su ascensión, pero también puede referirse a Su existencia original en el cielo. Encontramos una referencia más clara en un paralelo cercano (Ef. 4:9-10), donde Pablo describe cómo Jesús «descendió» desde alguna parte a la tierra, tan solo para reascender al cielo más tarde.
Pero aun si estos pasajes son debatibles, Pablo afirma claramente en 1 Corintios 15:47 que el Hijo de Dios es «del cielo». No es de por aquí. Existía como una persona real, aunque sin un cuerpo físico, en los lugares celestiales. En Juan 3:31, Juan el Bautista (o tal vez Juan el apóstol, según si la cita termina en 3:30 o en 3:36) afirma esto declarando que Jesús es «el que viene de arriba» y «el que viene del cielo» (comp. 1:15). Aunque es cierto que Jesús nació físicamente en Belén y creció en Nazaret, viene desde antes y desde arriba. En realidad, proviene del cielo.
Si todo esto es cierto, uno esperaría que hubiera indicaciones de Su hogar celestial anterior a Su nacimiento físico. Y esto es precisamente lo que encontramos en el Antiguo Testamento.
Empecemos con la visión más famosa del Antiguo Testamento de la corte celestial de Dios: Isaías 6. El profeta Isaías ve «al Señor excelso y sublime, sentado en un trono», y Su «gloria» llena el templo celestial y la tierra (6:1-3). Después, Dios habla directamente a Isaías en 6:9-10, describiendo el rechazo que enfrentará el profeta en su ministerio. Siglos más tarde, Juan aplica este mismo texto al rechazo que Jesús mismo enfrenta en Su ministerio (Juan 12:40). Posteriormente , Juan explica que «esto lo dijo Isaías», refiriéndose a Isaías 6:9-10, el cual Juan acababa de citar, porque él (Isaías) «vio la gloria de Jesús y habló de él» (Juan 12:41). Entonces, ¿qué estaba diciendo Juan? Asombrosamente, la «gloria» que ve Isaías en la sala celestial del trono —la manifestación radiante e inefable de Dios mismo— es en realidad la «gloria» de Jesús. En otras palabras, Juan revela que Aquel que Isaías vislumbró en la sala del trono celestial era en realidad el Hijo preexistente de Dios en toda Su gloria. Esta es evidencia apostólica decisiva de que la manifestación celestial de Dios a un profeta del Antiguo Testamento fue en realidad la segunda persona del Dios trino.
Si seguimos la pista de Isaías por medio de Juan, podemos examinar una segunda visión celestial importante del Antiguo Testamento: Ezequiel 1. En su vistazo a la sala del trono celestial, Ezequiel, sin aliento, intenta captar de la mejor manera posible lo que no puede captarse realmente con palabras; desde tronos hasta carruajes y seres angelicales. Guarda lo mejor para el final, cuando vuelve la mirada a la expansión sobre los cielos, donde hay «algo semejante a un trono» (1:26). Aquí, en el pináculo del cielo, está Dios mismo. Pero observa cómo describe Ezequiel lo que ve: «sobre lo que parecía un trono había una figura de aspecto humano» (1:26). Luego describe la fogosa apariencia física de esta figura de aspecto humano (1:27) y concluye: «Tal era el aspecto de la gloria del Señor» (1:28). Ezequiel se esfuerza por dejar en claro que no está viendo a Dios el Padre directamente, porque nadie puede ver a Dios y vivir (Ex. 33:20). Pero ¿qué está viendo? La apariencia de la gloria de Dios… ¡de aspecto humano! Es Dios pero en forma humana, reinando en el cielo. De manera enigmática, Juan usa algunos de estos descriptores de Ezequiel 1 para describir a Jesús en Apocalipsis (1:15; 2:18), aunque sin citar en forma directa. Parece probable que esta manifestación de aspecto humano de la gloria de Dios señale, una vez más, al Hijo preexistente.
Encontramos un último ejemplo en Daniel 7. Es bien sabido que Jesús se refiere habitualmente a sí mismo como el «Hijo del hombre» en el Nuevo Testamento (unas 80 veces). Aunque sigue habiendo mucho debate sobre qué quería decir Jesús con esta frase enigmática, la explicación más probable es que estuviera señalando a Daniel 7, como queda en claro en Marcos 13:26 y 14:62. En otra escena casi indescriptible, el profeta Daniel relata una visión del cielo, donde «se colocaron unos tronos, y tomó asiento un venerable Anciano», que apareció con fuego y el cabello blanco como la lana (Dan. 7:9). Este, por supuesto, es el mismo Dios. Pero de repente, aparece en la corte celestial «uno como un Hijo de Hombre», que se acerca al Anciano de Días y recibe «gloria» eterna y un reino sin fin (7:13-14, LBLA).
A medida que se desarrolla la historia, esta imagen adopta diversos estratos de importancia. Jesús usa «Hijo de hombre» para describir Su autoridad (por ej., Mar. 2:25-28) y sufrimiento (por ej., 9:31) en la tierra numerosas veces durante Su ministerio terrenal. «Hijo del hombre» también es una manera de captar la entronización de Jesús a la diestra de Dios inmediatamente después de Su ascensión (Hech. 7:56). Y también es una imagen escatológica del regreso de Cristo (Apoc. 14:3-14). Pero no hay ninguna razón para pensar que la multifacética escena en Daniel 7, más de 500 años antes del nacimiento de Cristo, no era también un vistazo legítimo de la preexistencia celestial del Hijo; en particular, cuando se considera junto a Isaías 6 y Ezequiel 1.
La trama se complica cuando uno considera una traducción judía temprana de Daniel 7:13 al griego, donde este «Hijo del hombre» no viene «ante» la presencia del Anciano de Días (como en el arameo y otras traducciones griegas), sino que viene «como el Anciano de Días», sugiriendo que los dos seres celestiales de alguna manera se identifican como uno. Tal vez esto quedaría ahí si no fuera por cómo Juan, en su propia visión apocalíptica de la sala del trono, toma los atributos del fuego y el cabello blanco como la lana, que Daniel usa para el Anciano de Días, y los aplica directamente a Jesús (Apoc. 1:14), uniendo con destreza Sus identidades de una manera impresionante e impresionista.
Cuando se colocan juntas las piezas de Isaías 6, Ezequiel 1 y Daniel 7 sobre la mesa —con Juan como guía, tanto en su Evangelio como en el Apocalipsis—, empieza a emerger una imagen consistente desde el rompecabezas. Lo que estos tres profetas ven cuando pueden vislumbrar los lugares celestiales mucho antes del nacimiento físico de Jesús se entiende de alguna manera como la gloria del Hijo mismo junto al Padre. En el cielo, el Hijo ya era, en la eternidad pasada, la manifestación radiante de la Deidad. Esa es la preexistencia celestial, el punto celestial de origen, del Jesucristo encarnado. Con razón todos estos profetas colapsaron bajo el peso de semejante visión (Isa. 6:5; Ezeq. 1:28; Dan. 7:15, 28).
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