La mejor parte
H emos llegado al último capítulo, tú y yo. Desde el principio te he hecho la promesa de que este libro sería corto con la enorme esperanza de que, para cuando comiences a sentir el deseo de leer otra cosa, ya nos hayamos despedido. No sé cuántas otras personas habrán llegado hasta aquí, pero tú y yo sí lo hicimos. Y, al fin y al cabo, fue a ti a quien tuve en mente mientras escribía este libro.
Guardé mi parte preferida para el final. Eso explica la gran extensión de este último capítulo; es que nunca me gustaron las despedidas. Antes de generarte demasiadas expectativas y que termines decepcionada, déjame aclarar que no estoy prometiendo que este capítulo vaya a ser la parte más significativa, clara ni clave del concepto del amor audaz para todas las lectoras. Pero aun así, en lo personal, es mi preferido. Es el milagro en toda esta aventura con Jesús que me lleva a las bodas de Caná y convierte mi agua en vino. Aquí es donde la orquesta suena para mí. Aquí es donde mis pies comienzan a moverse y se preparan para bailar.
La conexión con el amor audaz que estamos tratando de revelar en este capítulo final está presente en Juan 14:15-26. Será necesario conocer un poco el contexto para comprender la escena con más claridad, así que acompáñame por los párrafos siguientes. La crucifixión está a punto de suceder. Mucho tiempo antes, Jesús les había advertido a Sus discípulos que sería arrestado, lo matarían y resucitaría. Aquí, a solo horas de la consumación de estos hechos, Sus seguidores estaban más lejos que nunca de poder comprender Sus perturbadoras palabras. No resulta difícil imaginar por qué, ¿no creen? Unos días antes, habían acompañado a Jesús (su Señor, Maestro, obrador de milagros) a Jerusalén para la fiesta de la Pascua mientras Él montaba un burro entre ovaciones triunfales con ramas de palma, jubilosos «Hosanna», y la multitud lo proclamaba rey. Justo antes de esa majestuosa bienvenida, había resucitado de entre los muertos a su buen amigo Lázaro, quien yacía en su tumba desde hacía cuatro días. Pocos pasajes en la Escritura me divierten tanto como el siguiente fragmento de esa escena:
—Quiten la piedra —ordenó Jesús. Marta, la hermana del difunto, objetó: —Señor, ya debe oler mal, pues lleva cuatro días allí (Juan 11:39).
Si esto hubiera ocurrido hoy, alguien habría grabado la expresión de Cristo con su teléfono celular, pero según la época en que sucedieron los hechos, solo podemos imaginar Su rostro. ¿No somos como Marta a veces, por pensar que una cosa es resucitar a un muerto y otra muy distinta es soportar su olor? Es un milagro que Marta no le haya pedido que aguarde mientras corría a la casa para buscar un desinfectante en aerosol. ¿No piensas a veces que Jesús, en alguna ocasión, probablemente quiso levantar Su mirada al cielo y exclamar: Padre nuestro que estás en el Cielo, ¿estás seguro de que no podíamos habernos esforzado un poco más para crear a estas personas? Sin embargo, en lugar de eso, le respondió a María con paciencia y serenidad:
—¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios? (Juan 11:40).
He aquí mi interpretación de Su respuesta en la que, según mi imaginación, se toma un buen tiempo para pronunciar cada palabra con un perfecto tono de absurdidad: Marta, ¿no te he dicho explícitamente que si creías, verías la gloria de Dios? Y déjame asegurarte, Marta de Betania, la gloria de Dios no huele mal. Como era de esperar, Lázaro sale caminando con las vendas de su sepultura que le cuelgan del cuerpo, y no hay registros de que alguna persona en la escena se haya tapado la nariz, ventilado el rostro ni emitido una queja en señal de asco.
Ya tuvimos suficiente contexto como para avanzar y poder encontrar la conexión con el amor audaz en Juan 14. Acerca tu oído a esta página y escucharás a Jesús intentando preparar a Sus primeros seguidores para la pérdida que sufrirían, para la ganancia que finalmente recibirían y para un amor recíproco que se identificaría a sí mismo a través de la obediencia:
«Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre, y él les dará otro Consolador para que los acompañe siempre: el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede aceptar porque no lo ve ni lo conoce. Pero ustedes sí lo conocen, porque vive con ustedes y estará en ustedes. No los voy a dejar huérfanos; volveré a ustedes.
Dentro de poco el mundo ya no me verá más, pero ustedes sí me verán. Y porque yo vivo, también ustedes vivirán. En aquel día ustedes se darán cuenta de que yo estoy en mi Padre, y ustedes en mí, y yo en ustedes. ¿Quién es el que me ama? El que hace suyos mis mandamientos y los obedece. Y al que me ama, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré y me manifestaré a él.
Judas (no el Iscariote) le dijo: —¿Por qué, Señor, estás dispuesto a manifestarte a nosotros, y no al mundo?
Le contestó Jesús: —El que me ama, obedecerá mi palabra, y mi Padre lo amará, y haremos nuestra vivienda en él. El que no me ama, no obedece mis palabras. Pero estas palabras que ustedes oyen no son mías sino del Padre, que me envió.
Todo esto lo digo ahora que estoy con ustedes. Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho» (vv. 15-26).
Fija la mirada en el versículo central: ¿Quién es el que me ama? El que hace suyos mis mandamientos y los obedece. Y al que me ama, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré y me manifestaré a él (v. 21).
El amor recíproco que Cristo describió de ninguna manera disminuyó ni contradijo el amor de Dios para toda la humanidad. En ese mismo Evangelio, Juan no solo nos dice que Dios ama a todas las personas no creyentes, sino que lo afirma de una manera asombrosamente bella: tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio d...