CAPÍTULO 1
Una mujer verdadera vive para la gloria de Dios
por Laura González de Chávez
… al único y sabio Dios, por medio de Jesucristo, sea la gloria para siempre. Amén (Rom. 16:27).
¿En qué consiste la gloria de Dios?
¿En qué consiste la gloria de Dios? ¿De qué se trata exactamente? Hace catorce años esta pregunta ni siquiera pasaba por mi mente. Ese concepto estaba muy alejado de mi cotidianidad. Si me hubieran preguntado en aquel tiempo acerca de la «gloria de Dios», no hubiese sabido qué contestar. Creo que habrían venido a mi mente ángeles, catedrales y cosas religiosas… no sé, quizás habría pensado en un crucifijo, o tal vez en una expresión desprovista de sentido cuando algo salía bien: «¡gloria a Dios!». Ciertamente este concepto estaba totalmente apartado de mi realidad.
La gloria de Dios es un concepto difícil de definir o explicar. Es la manifestación de la santidad de Dios, de Su perfección, de Su grandeza y naturaleza divina. En el libro de Levítico, Dios dice: Como santo seré tratado por los que se acercan a mí, y en presencia de todo el pueblo seré honrado (10:3). La Nueva Versión Internacional (NVI) lo expresa de esta manera: Entre los que se acercan a mí manifestaré mi santidad, y ante todo el pueblo manifestaré mi gloria. Cuando vemos la hermosura de Su santidad estamos viendo Su gloria.
Cuando hablamos de «dar gloria a Dios» no queremos decir que Él necesita tener esta gloria añadida, sino que las personas lo vean y lo honren como glorioso, que las personas puedan atesorar esa gloria que es sobre toda gloria terrenal y testificar de ella con sus vidas.
Pero tenemos un problema. Romanos dice acerca de Sus criaturas que, aunque conocían a Dios, no le honraron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se hicieron vanos en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido (1:21). ¿Cómo es que el ser humano, creado por Dios, no lo glorifica? El versículo 23 nos da la respuesta: cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen […] en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles.
Muchas de nosotras no hemos cambiado la gloria de Dios por una «imagen» tallada en piedra o madera, pero sí hemos hecho un dios de nosotras mismas y de otras cosas creadas, y dejamos de dar gloria al merecedor de toda gloria. Así, al cambiar la gloria debida a Dios por otras cosas, Pablo menciona: el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros (Rom. 2:24). Esto quiere decir que, si no estamos glorificando el nombre de Dios, lo estamos blasfemando. Una cosa o la otra; no hay un término medio.
Fuimos creadas a imagen de Dios para reflejar Su gloria, para atesorarlo a Él por encima de todo y para vivir dando honor y gloria a Su nombre. El propósito del hombre y de la mujer es glorificar a Dios y disfrutarlo por la eternidad. En realidad, todo lo creado existe para Su gloria, pero, lamentablemente, la gloria de Dios es cada vez menos visible en Sus criaturas. Esta es la triste condición de todo ser humano. Todos, sin excepción, nos hemos quedado cortos de Su gloria (Rom. 3:23). Cambiamos la gloria de Dios por otras cosas; esa es la raíz y la esencia del pecado. Cometimos un gran pecado en contra de Dios. Es por esto que merecemos Su ira y necesitamos un Salvador.
El pecado dañó esa imagen, pero a través de la redención que tenemos en Cristo, a través de Su vida, muerte y resurrección, esa imagen puede ser restaurada. Su Espíritu nos empodera para creer Su Palabra y ponerla por obra; nos capacita para vivirla en el poder de Su Espíritu y así vivir bíblicamente.
Nuestra vida no nos pertenece. Necesitamos re-orientarla hacia nuestro Dueño, hacia nuestro Creador y rendirnos por completo como sacrificio vivo, viviendo para Su gloria y no para la nuestra. «Una mujer verdadera es aquella cuya vida está siendo moldeada por la Palabra de Dios. Ella es un reflejo de Su gloria».
Dos modelos en mi infancia
Nací en un hogar católico muy religioso. Tengo recuerdos vívidos de mi madre llevándome a la iglesia cada domingo. La Iglesia de las Mercedes aún permanece allí, en la parte antigua de la ciudad de Santo Domingo. Recuerdo la fragancia a incienso que inundaba el lugar y los altares a los diferentes santos que se alineaban en ambas alas de aquella impresionante estructura. Mi madre era devota ferviente de San Judas Tadeo. Cada vez que llegábamos a la iglesia ella encendía un velón a este santo mientras yo observaba.
A eso se limitaba mi conocimiento de Dios. Nunca vi a mi madre leer la Biblia ni vivir de forma diferente de las demás personas que conocía. Mis años de infancia y adolescencia los viví en una cultura de una fe un poco mística pero carente de la Palabra de Dios. Aparte de la lectura de alguno de los Evangelios durante una misa, la Biblia estaba ausente de nuestras vidas y corazones. Tampoco escuché a nadie cercano a mí hablar de «vivir para la gloria de Dios».
Aproximadamente un mes antes de que yo cumpliera nueve años, mi mamá sufrió un infarto que terminó con su vida. Solo tenía 51 años. Ella había permanecido soltera hasta los 41, época en que conoció a mi padre, un hombre viudo. Hacia el final de la década de 1950 ya se comenzaban a sentir los primeros vestigios de la segunda ola del feminismo. Mirando atrás puedo darme cuenta de que mi madre era un producto de su época; era una mujer independiente, trabajadora, capaz y esforzada. Siendo soltera hasta una edad avanzada, trabajaba para sostenerse y no dejó de hacerlo cuando se casó con mi padre y tampoco cuando llegué a su vida a sus 42 años. Era una mamá presente y preocupada por mis cosas y por el desenvolvimiento del hogar, pero su corazón no estaba allí del todo. Aquello ya era parte de la modernidad, una mujer inteligente no se quedaba en el hogar, aunque los ingresos que aportara no fueran necesarios.
Cuando mamá murió, me llevaron a vivir con mi tía, hermana de mi madre. Mi padre me amaba mucho, pero todos entendían que él era un ejecutivo muy ocupado y no podría ocuparse debidamente de una niña de mi edad. Mi tía vivía a dos cuadras de mi casa y sus dos hijos ya eran adultos y ambos estaban casados. Ella amaba a mi madre profundamente y yo vendría a llenar ese espacio que mi madre había dejado. Compartía con mi padre con cierta frecuencia, pero fui criada por mi tía y su esposo, quienes también eran mis padrinos.
Mi tía era una mujer de valores tradicionales cuyo corazón estaba en el hogar. Nunca salió a trabajar afuera. Su esposo tenía buena situación económica y nunca hizo falta que ella lo hiciera. Amaba su hogar. Cultivaba su hogar. El que llegaba de visita sentía que había entrado a un lugar cultivado con amor y entrega. Ella amaba los detalles. No solo era una mujer suave en sus formas, tierna y serena, sino que soportó con dignidad un matrimonio difícil. Temprano en su matrimonio su esposo inició una relación con una amante, con quien tuvo hijos, y mi tía siempre lo supo. Sin embargo, nunca lo mencionó en el hogar. Nunca lo recriminó. Siempre lo respetaba y honraba. Siempre lo sirvió. Siempre habló bien de él delante de los demás.
Aunque católica por tradición, mi tía no era tan religiosa como mi madre, pero su «religión» tenía muchos frutos en la cotidianidad. La recuerdo orando cada mañana, sentada en la terraza con unos libritos de oración. Recuerdo que ella hablaba a menudo con Dios. La escuchaba «hablar sola» y sabía que estaba orando. Mi tía tenía una Biblia y leía algunas porciones. Aunque no puedo decir que su fe era reformada ni que era regenerada, pude ver muchos frutos en su vida, y pude ver otra forma de vivir como mujer y esposa.
Dos vidas. Dos retratos. Dos ejemplos. Nunca entendí cómo estos dos modelos me impactarían hasta años después, cuando tuve un encuentro personal con el Señor y vine a Sus pies, y cuando comencé a aprender y entender mi diseño como mujer en la Palabra de Dios.
La revolución feminista y sus efectos: hemos creído una mentira
La caída cegó nuestros ojos a la gloria de Dios e inclinó nuestro corazón a buscar nuestra propia gloria. Inclinó nuestro corazón a perseguir la autoexaltación, la autoindulgencia y a independizarnos de Dios. En el caso de la mujer, su intento por encontrar la felicidad se tradujo en desechar aquello que Dios había dicho que era «bueno». Al igual que Eva en el Edén, la mujer comenzó a poner en duda la voluntad revelada de Dios y comenzó a dudar acerca de su diseño, de su rol en la creación. Satanás sembró la duda en su corazón sobre lo que a ella más le convenía, de que podía ser como Dios, de que Dios no quería lo mejor para ella. La hizo dudar de la voluntad de Dios. En lugar de ser dirigida por la Palabra de Dios, la mujer comenzó a ser dirigida por el engaño de su propio corazón (Jer. 17:9), y decidió perseguir su felicidad en sus propios términos, en rebeldía contra Dios.
Este anhelo equivocado sembrado en su corazón por el enemigo, encontró eco en la filosofía deformada de la feminidad que comenzó a invadir la cultura, a través de las voces engañosas que nos rodean por todos lados. Una ideología que busca definir, establecer y lograr igualdad de beneficios para las mujeres, tanto a nivel económico, como cultural, político, laboral, social y personal, ha impulsado la revolución feminista. Esto incluye el buen deseo de establecer igualdad de oportunidad para la educación y el empleo.
Lo que inició a finales del siglo xviii en Europa como un movimiento que perseguía validar los derechos sociales y políticos de la mujer, al transcurrir el tiempo, se tornó en un arma en las manos de Satanás para engañar a las mujeres y destruir familias y hogares. Hacia mediados del siglo xx, el movimiento se había propagado por varios países de Europa y por Estados Unidos. Fue ganando fuerza a medida que las mujeres comenzaron a anhelar y tener acceso a la educación universitaria y al ejercicio de carreras profesionales.
En Francia, por ejemplo, los propulsores del movimiento intentaron reformar las leyes familiares que daban a los hombres control sobre sus esposas. En algunos casos, en realidad, estas leyes eran muy impositivas. Hasta 1965 las mujeres francesas no podían solicitar empleo sin una autorización firmada por sus maridos.
Allí mismo, en Francia, a finales de la década de 1950, la filósofa Simone de Beauvoir ofreció una visión existencialista del tema y decía que a la mujer se le había adjudicado un rol injusto y discriminatorio. Afirmaba que la mujer necesitaba «trascender» y que dicha necesidad era contenida por los hombres. Esta corriente de pensamiento llegó a Estados Unidos a principios de la década de 1960 por medio de la periodista Betty Friedan, quien transformó los conceptos más teóricos de Simone de Beauvoir haciéndolos más asimilables y entendibles para la mujer norteamericana promedio, llevándola a pensar que sus frustraciones existenciales se debían al rol mismo al que estaba esclavizada y del cual debía ser liberada. Todas estas ideologías abrieron paso a lo que se denominó «la segunda ola del feminismo».
Mirando al pasado, ahora con entendimiento, puedo reconocer que mi madre fue un ejemplo de la insatisfacción que esta mentira sembró en el corazón de la mujer. La ideología comenzó a capturar corazones y mentes. Mi madre mordió este anzuelo en los tiempos cuando la segunda ola del feminismo alcanzó la República Dominicana y comenzaban a senti...