Archipiélago de una vida otra
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Archipiélago de una vida otra

  1. 178 páginas
  2. Spanish
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Archipiélago de una vida otra

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Índice
Citas

Información del libro

La taiga siberiana se convierte en escenario de aventuras y encuentros, donde lo mejor y lo peor del humano han de ponerse a prueba ante las convulsiones de la historia y la presión de los regímenes totalitarios.

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Información

Editorial
LOM Ediciones
Año
2020
ISBN
9789560012616

III

Temprano en la mañana fui convocado al puesto de comando, donde ya esperaban algunos iniciados: Louskass, Ratinsky, Vassine y Boutov, que tomó la palabra. Su voz resonó con una ansiedad inhabitual:
–El jefe del distrito militar nos ha confiado una misión de extrema importancia...
Apagó su cigarro en un cenicero fabricado con un casquillo de proyectil. Dos alternativas tan probables como fantasmagóricas pasaban por mi cabeza: la bomba que los americanos lanzarían en Vladivostok o bien un ejercicio más demente aún que mi inhumación. Las opciones hablaban por sí mismas de la racionalidad de la época en que vivíamos.
–No, no se trata de maniobras –prosiguió Boutov, adivinando nuestros pensamientos–. Un acto de extrema gravedad fue cometido en un campo de prisioneros vecino, a veinticinco kilómetros de acá. Un criminal armado y dispuesto a matar viene de darse a la fuga... –su tono dejaba traslucir una nota de justificación. Se volteó hacia Louskass.
–Huyó mientras era trasladado, hirió a un guardia y le robó su fusil. Y es ahí que el asunto se pone feo para nosotros... Sí, lo sé, capitán Louskass, sí, según informaciones que me han sido recientemente transmitidas (y el estado de la comunicación era desastroso, como si hubiese sido adrede), el prisionero, de apellido Lindholm o Ludenholm, en fin, un apellido extranjero, a menos que haya sido el nombre de su ciudad de origen, como les decía, luego de huir, el criminal no ha encontrado nada mejor que penetrar en el territorio de nuestro campamento. ¡Me pregunto qué hacían entonces nuestros funcionarios! Comprenderán ahora que no solo se trata de echarles una mano a los equipos asignados a la búsqueda, sino de limpiar el honor de nuestro regimiento.
Encendió un nuevo cigarrillo y masculló:
–¡Sus preguntas!
Ni Ratinsky, ni Vassine, ni yo, evidentemente, nos atrevimos a intervenir. Louskass nos barrió con su mirada hielo azul y, en lugar de preguntar, formuló una instrucción, cosa de dejar bien claro que la comandancia, asegurada por Boutov, sería supervisada por él mismo Louskass, representante del contraespionaje militar y garante de la pureza ideológica:
–Prohibición total de comunicar cualquier cosa, a nadie –ordenó–. Partida en veinte minutos...
Para no quedar totalmente opacado, Boutov masculló:
–¡Ejecución!
Partimos, entonces, provistos de la poca información que nos habían dado: un fugitivo de apellido germánico avanzaba por la taiga, a lo largo del río Amgun, luego de haber atravesado nuestro campamento.
La tarea más urgente era impedirle pasar hacia el norte, una tierra aún más salvaje. Su identidad, aparentemente extranjera, le agregaba a nuestra aventura una gravedad suplementaria. ¿Se trataba quizás de un agente occidental, lanzado en paracaídas a fin de ayudar a los americanos a lanzar una operación desde las bases japonesas? ¿O quizás un antiguo soldado nazi, prisionero en Siberia, tratando de llegar a Japón, exaliado de Hitler? Fuera como fuera, la asignación de Louskass a nuestro grupo significaba que la posibilidad del espionaje no estaba fuera de lugar.
La presencia de Boutov no era menos lógica. Él era el comandante a cargo de la operación.
En cuanto a Ratinsky, se sobreentendía: a los ojos del joven en carrera, la misión era una ocasión ideal para dar prueba de sus talentos, tanto más cuanto el Estado Mayor había prometido gratificaciones.
Mark Vassine había sido considerado indispensable por su capacidad para domar a Almaz, el perro que nos había prestado la dirección del campo de prisioneros, una mezcla entre pastor alemán y dogo.
Cada uno jugaba su lugar en nuestro equipo. Salvo yo. En un principio, pensé que la decisión se explicaba por los remordimientos de haberme enterrado en el refugio que podría haber sido mi tumba. Todavía creía en la bondad natural del hombre...
Una noche, habiéndome quedado sólo con Vassine, le hice saber mi desconcierto:
–¿Sabes, Mark? Creo que tu perro, Almaz, debe ser diez veces más útil que yo. ¿Por qué me hicieron venir con el grupo?
Mark llamó al perro, le abrazó la cabeza y lo acarició. Luego me preguntó:
–¿Conoces el quinto ángulo?
Respondí con estupor:
–¿Te refieres al juego de criminales? Claro. De a cuatro se forma un cuadrado, y al medio se pone al quinto, para que no pueda salir...
Vassine agregó suspirando:
–Temo que la idea es echarte del cuadrado si la misión falla. El otro día hablé con Ratinsky y sentí que esa era un poco su idea: tú, un chivo expiatorio, que ya está mal calificado y a quien Louskass podría imputar nuestros errores... Ándate con cuidado, Pavel.
Le creí a medias. La belleza de la taiga nos sumergía en su lenta oscilación verde, lejos de la agresividad, de los pensamientos viles que nos oponían unos a otros. Después de haber pasado por la tumba antiatómica, avanzaba con la ilusión de poder elevarme hacia el cielo, cobijado por las ramas de los árboles, respirando la embriaguez del aire, la inmensidad del horizonte y, sobre todo, del viento que venía del océano y que conectaba la última aguja de cedro a ese infinito de luz frente al que no éramos nada. Al respirar, hinchaba mis pulmones hasta el mareo, experimentando, por momentos, una esperanza sin fundamento: nuestra expedición podía no tener otro objeto que esa luz, ese aire de libertad...
Inmediatamente después, sin embargo, tenía que plegarme bajo la mirada de Louskass, atender las huellas que el fugitivo podría haber dejado, escudriñar el aire para detectar el humo de una fogata, sí, mantenerme fiel al objetivo policial de nuestra misión. Yo me esforzaba, asumiendo mi rol de paria, obligado a correr de derecha a izquierda, explorar las escondites, verificar los desvíos...
Y sin embargo, fue tan sólo en la tarde del segundo día que ya tuve ocasión de desobedecer. El día anterior, Almaz había descubierto la huella de unos pasos que habían quedado marcados en un suelo esponjoso. Louskass nos incitó a acelerar el paso, contando sin duda con capturar al criminal antes del crepúsculo. Después de un desvío inútil ejecutado bajo sus órdenes, yo avanzaba último en nuestra fila india. De pronto, sobre la rama de un árbol, descubrí un pequeño ramo de flores amarillas que estaba ahí amarrado. Pensé en llamar a los otros pero rápidamente cambié de idea. Alguien había marcado de ese modo su camino, y en ese gesto podía adivinar un saber concienzudo: una baliza en el suelo hubiese sido inmediatamente detectada por los perseguidores o pisoteada por las bestias. En cambio, ese pequeño ramo amarillo que colgaba encima de mi cabeza, no era visible sino para alguien que se detenía, levantaba la vista, y dejaba venir hacía sí la claridad del cielo...
Volví a acoplarme al grupo para informar a Louskass:
–No he encontrado nada, camarada capitán.
Secretamente, sentí que ya no hacía la misma ruta que él.
*
Durante la noche, podíamos ver el fuego que el prófugo encendía. Normalmente eran tres...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. I
  6. II
  7. III
  8. IV
  9. V
  10. VI
  11. Colección narrativa
  12. Colofón