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Información del libro
Una selección de textos de viajes en los que el paisaje es pretexto en Miguel de Unamuno para meditaciones éticas o históricas. Se reúnen en este volumen, una antología de textos y crónicas de los viajes y excursiones de Miguel de Unamuno dispersas en otros volúmenes, como homenaje al aniversario de los ciento cincuenta años de su nacimiento. La mirada de Unamuno sobre el paisaje es la que inaugura la generación del 98, pues con ella "el paisaje se hace alma" sentimiento y conciencia, y abre un periodo fecundo en la reflexión de esa idea que se eleva sobre la geografía, el lugar y el territorio, para tomar vuelo en el pensamiento y la creación.
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Información
En Alcalá de Henares
A mi muy querido amigo don Juan José de Lecanda.
Hay, es cierto, en todas partes buenos sitios,
pero el corazón dice: vete al país vasco.
pero el corazón dice: vete al país vasco.
I
Quiero escribir de Alcalá, en que tan buenos ratos pasé con usted, mi buen don Juan José, los dos primeros días de noviembre del año pasado y los tres primeros del mismo mes de este año. Alcalá me ha llevado a comparar el paisaje castellano a nuestro paisaje, y de aquí he pasado a discurrir un poco sobre la falta de arte (sobre todo, pictórico) en las Provincias Vascongadas. Son tres temas ligados, que irán en tres articulillos.
No olvidaré mis visitas a «la ilustre y anciana y desvalida patria de Cervantes», como la llamó Trueba. En ciudad tan gloriosa, y con usted por guía, hay mucho que sentir y que aprender.
Ciudad significa, para mí, poblacho triste y lleno de reliquias, empolvadas acaso; villa, cosa de vida y empuje. Me he acostumbrado a personificarlas en Orduña y Bilbao.
Sobre El Escorial adusto se cierne la sombra adusta del gran Felipe; sobre esta ciudad calmosa, la de Cisneros y los arzobispos de Toledo, de quienes fué feudo. Llena está de huellas de la munificencia de los cardenales Cisneros, Carrillo, Borbón, Tenorio.
Alcalá es la continuadora de la vieja Compluto y la viejísima Iplacea. En las faldas del cerro de la Vera-Cruz, y reflejándose en las aguas del Henares, se alzaba el castillo, que esto significa Alcalá en la lengua de los moros. Daciano le puso en el camino de la gloria sacrificando a los santos niños Justo y Pastor, y mucho más tarde Cisneros fundó en ella el Colegio Mayor, rival, con el tiempo, de la vieja Universidad salmantina. A la sombra de este colegio fundaron las órdenes religiosas hasta otros veinticinco. Salieron de ellos, entre otros ingenios insignes, Arias Montano, Figueroa, el divino Vallés, Solís, el admirable P. Flórez, Lainez y Salmerón, Jovellanos, y entre otros trabajos, el famoso Ordenamiento y la prodigiosa Biblia Políglota. Nosotros, los vascongados, debemos recordar que en Alcalá estudió Iñigo de Loyola. Fué llamada con su título más glorioso la ciudad de los santos y de los sabios.
No voy a hacer historia; quien la quiera de Alcalá, acuda a Palau, a Portilla, a Azaña.
Hoy ha venido a menos la vieja Alcalá de San Justi. La Universidad, vendida con sus anejos por el Estado en 24.000 pesetas, ocupan con su colegio los escolapios; el hermoso palacio de los arzobispos se convirtió en archivo general central del reino, y allí está, en restauración inacabable, con aquel andamio muerto de risa, que esperan a que se acabe de podrir para sustituirlo con otro, que también se podrirá. En la Magistral descansan, en magníficas tumbas, los dos cardenales enemigos: Cisneros y Carrillo.
No hay edificio que no lleve sello de arzobispo toledano; en mil rincones se ve el tablero ajedrezado del fraile cardenal. El cordón franciscano ciñe, tallado en piedra, la fachada carcomida de la gloriosa Universidad Complutense. El recuerdo del pasado hace a todo ello más triste que la realidad presente, y apenas si a los alcalaínos quedan bríos para deplorar la grandeza perdida y salvar sus despojos de la anemia.
En Alcalá es hoy todo tristeza, y si se fuera la guarnición, quedaría desolado el cadáver terroso de la corte de Cisneros. Población hoy seminómada, donde se ve más al vivo que en los grandes centros la vida interior, cuya fisiología ahondó Balzac, población sostenida como puntales por unos pocos labradores ricos y coronada de una masa flotante de vejetación humana, masa que oculta más de un drama, masa compuesta de unos que van con el trajecito bien cepillado a aliviar su ruina, viviendo barato y encerrándose en casita; de otros que, huyendo de los conocidos, van con misterio a ocultar acaso una vergüenza, y con misterio se ausentan, y de muchos más que acuden a comer del presupuesto.
A los frailes y estudiantes han sustituido empleados y militares; los conventos sirven de cuarteles, y algo de vida da al pueblo la vida sin alegría de los presidios. Los pobres soldados vagan por los soportales de la calle Mayor; los oficiales ociosos carambolean en el casino o enamoran para matar el tiempo; los alcalaínos se distraen en coleccionar fierro viejo, muebles viejos, barrotes viejos, cuadros viejos, en leer y componer poesía vieja, en cosas incomprensibles, o poco menos, en nuestro país.
Alcalá recuerda a Cervantes, que, como la inscripción de su casa nativa dice, pertenece por su nombre y por su ingenio al mundo civilizado, y por su cuna, a Alcalá de Henares. En esta inscripción, clásicamente discreta, está pintado un pueblo. Cervantes recuerda a Don Quijote, y Don Quijote a los ardientes, escuetos y dilatados campos de Castilla, tan ardientes, escuetos y dilatados como el espíritu quijotesco. Vamos al campo.
No se ve a Alcalá, como a nuestros pueblos, recogidita en el regazo de montes verdes, bajo un cielo pardo, sino tendida al sol en el campo infinito, dibujando en el azul las siluetas de las torres de sus conventos. Rojiza, tostada por el sol y el aire, pegada al suelo, circuida por paredes bajas de adobe, rodean a su campo, como ancho anfiteatro, los barrancos de la sierra, en que se alzan, pelados, el cerro del Viso, el de la Vera-Cruz, el Malvecino, la meseta del Ecce-Homo. Lame los pies de los cerros, separando la campiña de la Alcarria, el Henares, de frondosas riberas festoneadas de álamos negros y álamos blancos.
A un lado del Henares, la sierra, y la campiña al otro. No las montañas en forma de borona, verdes y frescas, de castaños y nogales, donde salpican al helecho las flores amarillas de la argoma y las rojas del brezo. Colinas recortadas que muestran las capas del terreno, resquebrajadas de sed, cubiertas de verde suave, de pobres yerbas, donde sólo levantan cabeza el cardo rudo y la retama olorosa y desnuda, la pobre ginestra contenta dei deserti, que cantó el pobre Leopardi en su último canto.
Al otra lado, la tierra rojiza; a lo lejos, el festón de árboles de la carretera, amarillos ahora; en el confín, las tierras azuladas que tocan al cielo, las que al recibir al sol, que se recuesta en ellas, se cubren de colores calientes, de un rubor vigoroso.
¡Ancha es Castilla! ¡Y qué hermosa la tristeza enorme de sus soledades, la tristeza llena de sol, de aire, de cielo!
Todo ello parece un mar petrificado, y como un navío lejano en el fondo se pierde la iglesia de Meco, célebre por la bula del conde de la Tendilla.
Por estos campos secos no vienen aldeanos, que aquí no los hay; vienen lugareños de color de tierra, encaramados en la cabalgadura, y carromatos tirados por cinco muías en fila. No se oye el chirrido arrastrado de las ruedas del carro, sino algún cantar ahogado y chillón.
La vista se dilata por el horizonte lejano, y el paisaje infunde melancolía tranquila. ¡Será de contemplarlo en los días ardientes de julio, sentado en las orillas del Henares, a la sombra de un álamo!
Nada más parecido a esto, a juzgar por descripciones, que aquellas estepas asiáticas donde el alma atormentada de Leopardi pone al pastor errante que interroga a la luna.
Vi, hace ya tiempo, un cuadro, cuyo recuerdo me despierta estos campos. Era en el cuadro un campo escueto, seco y caliente, un cielo profundo y claro.
Inmensa muchedumbre de moros llenaba un largo espacio, todos de rodillas, con la espingarda en el suelo, hundidas las cabezas entre las manos y apoyadas éstas en el suelo.
Al frente, un caudillo, tostado, de pie, con los brazos tendidos al azul infinito y la vista perdida en él, parecía exclamar: «¡Sólo Dios es Dios!» Aquellos campos lo mismo podían ser los de Arabia que los de Castilla.
Vi otro cuadro, en el cual se extendía muerto el inmenso páramo castellano a la luz muerta del crepúsculo; en primer término, quebraba la imponente monotonía un cardo, y en el fondo, las siluetas de Don Quijote y su escudero Sancho.
En estos dos cuadros veo yo a Castilla; sus horizontes dilatados me recuerdan el «¡Sólo Dios es Dios!» y los horizontes dilatados del espíritu de Don Quijote, horizontes cálidos, yermos, sin verdura.
El cielo es azul; todo lo demás, terroso.
Un lugareño parece a las veces rey destronado. Si los franceses entendieran por español habitante de la meseta central de España, no les faltaría razón al atribuirnos una gravedad entre estoica y teatral. Este carácter es el complemento del suelo, suelo que ha producido estos cuerpos en los que el espíritu se moldea.
Es corriente entre las gentes, tanto de aquí como de allí (allí es nuestro país), aborrecer este paisaje y admirar el nuestro, hallar esto horrible y aquello atractivo. Con afirmar que este paisaje tiene sus bellezas, como el nuestro las suyas, basta para que le tengan a uno por raro; dudan muchos, ya que no de la sinceridad, de la salud de se...
Índice
- Sobre el autor
- Sobre el libro
- Unamuno y la naturaleza
- Paisajes del alma
- Nieve
- País, paisaje y paisanaje
- Solitarios del lugar
- Emigraciones
- La eterna reconquista
- Al pie de una encina
- La flecha
- Brianzuelo de la Sierra
- Puesta de Sol
- Fantasía crepuscular
- Humilde heroísmo
- En Alcalá de Henares
- Los arribes del Duero
- España sugestiva. Zamora
- La España que permanece
- Entre encinas castellanas
- Por las tierras del Cid
- Cuenca ibérica
- El retiro de remanso serrano
- Dos lugares, dos ciudades
- Castillos y palacios
- Por el Alto Duero
- En San Juan de la Peña
- Soñando el Peñón de Ifac
- Los reinos de Fuerteventura
- Este nuestro clima
- Leche de tabaiba
- La aulaga majorera
- La Atlántida
- El gofio
- Lisboa y Toledo
- Notas de un viaje a Italia. Pompeya
- Junto al Cabo de Roca
- Sobre la colección