La poesía en estado de pregunta
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La poesía en estado de pregunta

10 entrevistas: García Helder, Casas, Wittner, Raimondi, De Nápoli, Arteca, Villa, Franzetti, Gambarotta, Ainbinder

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La poesía en estado de pregunta

10 entrevistas: García Helder, Casas, Wittner, Raimondi, De Nápoli, Arteca, Villa, Franzetti, Gambarotta, Ainbinder

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"El punto de partida de este libro puede ser situado en una conversación que tuve con Daniel Samoilovich en 2005, en la que hablamos sobre los reportajes que venía publicando Diario de Poesía y de la necesidad de actualizar el perfil de la sección. Una nueva generación de poetas, la de los años 90, estaba ya suficientemente consolidada como para ser considerada en la agenda de las entrevistas. El propio Diario de Poesía había sido parte de su promoción, a través de la publicación de autores hasta entonces inéditos o poco conocidos en las secciones de poesía argentina y de la reseña de sus libros. Ahora esos poetas reclamaban un nuevo espacio. Este libro presenta una selección de esas entrevistas. Cada conversación supone el examen de una poética en particular y al mismo tiempo de las circunstancias de la época, en un momento de cambio para la poesía argentina. Las discusiones que atravesaron esa década todavía permanecen abiertas y sus efectos son apreciables en la poesía del presente. Las entrevistas permiten abordar temas centrales en esas discusiones, como la cuestión del objetivismo, la propia ubicación respecto de los contemporáneos y las nuevas búsquedas y exploraciones en el marco de la tradición poética argentina" Osvaldo Aguirre.

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Información

Editorial
Gog & Magog
Año
2021
ISBN
9789509704985




Daniel García Helder
Episodios de una formación.




La producción de Daniel García Helder constituye uno de los centros de gravitación de la poesía que se escribe hoy en la Argentina. Esa posición se ha definido en la convergencia de una serie de operaciones desarrolladas en forma simultánea: la realización de una obra en verso, hasta ahora recogida en tres volúmenes, con el valor de inaugurar una poética; la reflexión sobre el arte, entendida por el autor como articulación del “análisis crítico de obras del pasado con el de obras en curso” y que se despliega en un sólido corpus de ensayos, y la actividad como editor y docente, tomando a su cargo la formación y difusión de poetas más jóvenes.
Nacido en Rosario en diciembre de 1961, García Helder suele ser incluido entre los poetas del 90. Su ubicación en ese campo, sin embargo, es particular: está al mismo tiempo adentro y afuera de la corriente, es uno de sus integrantes pero sobre todo la conciencia y el lenguaje de un nuevo punto de partida, el objetivismo. Quince poemas, libro que escribió en sociedad con Rafael Bielsa (1988), fue leído al momento de aparecer como la primera publicación que postulaba con claridad una poética en esos términos, que en principio aludían a la obsesión por los objetos, las virtudes de la prosa como meta del poema y la concepción del poema como otro objeto. El faro de Guereño (1990) y El guadal (1994) fueron los títulos que formalizaron la ruptura con la generación anterior; al respecto, García Helder había ajustado cuentas previamente en “El neobarroco en Argentina”, una impugnación disfrazada de informe periodístico. Su lugar ya fue visualizado por Edgardo Dobry en “Poesía argentina actual: del neobarroco al objetivismo” (1999): el “mirar que no se eleva por sobre la chatura de la realidad, sino que deliberadamente se pone a la misma altura” y “una lengua que renuncia a registros cultos y procedimientos retóricos para filmar la realidad en el mismo caos y en los mismos chirridos con que se manifiesta”, dos de los presupuestos básicos de la nueva poesía argentina, son sus contribuciones personales.
El desarrollo de García Helder estuvo muy ligado a Diario de Poesía, publicación que integró desde su primer número, en el invierno de 1986, y en la que ocupó la estratégica secretaría de redacción hasta fines de 2001. La columna de opinión como cuaderno de notas y laboratorio de poesía; el rescate y la reinstalación de poetas olvidados o desconsiderados, con la atención focalizada a menudo en autores “bajos”, en un movimiento que evoca el método de conocimiento de la propia escritura; las intervenciones drásticas sobre el mapa de la poesía argentina (reasunción de Juan L. Ortiz, recolocación de Joaquín Giannuzzi, Francisco Urondo señalado como “punto central de la poesía argentina” de la segunda mitad del siglo XX, entre otras proposiciones) y el apoyo a las propuestas de renovación de los poetas de la generación siguiente, a través de concursos y acciones de política cultural, aparecen como las líneas dominantes de ese trabajo.
En 2006 recibió la beca Guggenheim. Tiene inédito Tomas para un documental, anticipado en diversas publicaciones de poesía.

-Me gustaría comenzar desde el punto de partida de tu historia como escritor. No desde el momento en que empezaste a escribir sino del primer texto o de los primeros textos de los que te hacés cargo, los que señalarías como el principio de tu recorrido.

-Mientras el origen permanece incierto, me remito a los ocho poemas made in Rosario que salieron en el número 4 del Diario de Poesía, marzo de 1987. Con algunas modificaciones, que ahora en general desapruebo, esos poemas integraron El faro de Guereño, que publicó José Luis Mangieri en 1990. Comparando las versiones de la revista con las del libro, saltan a la vista algunos cambios en la puntuación y en los cortes de verso, vestigio de las sucesivas pruebas de ajuste del fraseo y la versificación a la que sometía los textos en esa época. Es sintomático, incluso, que en la revista aparezca en prosa un argumento que en el libro vuelve al verso, porque eso de chequear por medio de la prosa la materia semántica del poema es un hábito que todavía mantengo, debido a lo mejor a que me vivo preguntando -en mi escena introspectiva, siempre un poco sobreactuada- si tengo o no derecho a emplear el mismo medio de composición que Rubén Darío. Y justamente el poema al que me refiero, “Sobre la corrupción”, que pasó del verso a la prosa y de la prosa al verso, supone una suerte de diálogo platónico con el autor de Prosas profanas, como si hubiese pretendido colar una voz extemporánea en el “Coloquio de los Centauros”, donde Darío expone en boca de un cuadrúpedo su profesión de fe esotérico-simbolista: “Las cosas tienen un ser vital: las cosas/ tienen raros aspectos, miradas misteriosas;/ toda forma es un gesto, una cifra, un enigma”, etc. Ahí se insertaría imaginariamente mi poema en prosa -luego en verso- bajo la forma de acotación marginal de un sujeto dado:

Puede que cada forma sea un gesto, una cifra, y que en las piedras se oiga perdurabilidad, fugacidad en los insectos y la rosa; incluso cada uno de nosotros podrá pensarse sacerdote de estos y otros símbolos, cada uno capaz de convertir lo concreto en abstracción, lo invisible en cosa, movimientos. Pero de rebatir o dar crédito a tales razones, sé que ahora, al menos, no me conviene interpretar mensajes en nada, ni descifrar lo que en las rachas del aire viene y no perdura (la imagen nítida, pestilente, de los sábalos exangües sobre los mostradores de venta, en la costa).

La nota naturalista, debidamente entre paréntesis, no contradice la teoría simbolista, como tampoco lo hace la descripción de un objeto apestoso en “Una carroña”, el poema de Baudelaire que en los albores de la era industrial, como dijo Rilke, sentó las bases de la poesía moderna en su evolución hacia un lenguaje objetivo. En boca de un sujeto hiperestésico que sabe lo que no le conviene, el mini parlamento de mi poema da cuenta, si da cuenta de algo, no tanto de un cambio en el orden de las ideas como en el de los sentimientos; lo significativo está en esa negativa a la interpretación, en la suspensión -nunca del todo posible- de una lectura simbólica del mundo en favor de una posición más bien crítica, objetiva o, si se quiere, formalista.
Eso en cuanto a la prosa, y a cierta versión realista y naturalista del simbolismo modernista, que implica una serie de analogías y oposiciones entre los “paisajes de cultura” de Darío y el entorno físico inmediato de un poeta rosarino a mediados de los 80. En cuanto a la versificación, el tipo de verso en el que me ejercitaba en esa época, y que determinó el que practico ahora, se podría describir como un verso libre que se apoya en la métrica tradicional, pero que se guía con las nociones de tiempo más que de cantidad, de velocidades más que de ritmo, de fraseo más que de cadencia. En este sentido, el poema del que sale el título del libro se presenta como un prototipo: modula tres oraciones cortadas en unidades de 5, 7, 9 y 11 sílabas, lo que remite a la combinación de medidas impares -típica de la silva desde el Siglo de Oro en adelante-, sólo que el ritmo de mi poema es irregular, o sea que la distancia entre los acentos internos no está pautada por las normas métricas sino por los usos locales del habla media, instancia coloquial que de todos modos no me impidió insertar -al borde del sacrilegio- un endecasílabo de Calderón: “a pie, solos, perdidos y a esta hora”, que en La vida es sueño sigue “en un desierto monte/ cuando se parte el sol a otro horizonte”, pero que yo rematé con este par de heptasílabos: “en la noche nos guía/ el faro de Guereño”.

-¿Cómo se dio el proceso de escritura de El faro de Guereño?

-Se dio en el marco de una experiencia generacional y una búsqueda grupal, como no cuesta mucho comprobar si se leen de corrido los primeros libros de Martín Prieto, Oscar Taborda y míos. Los poemas de El faro de Guereño se amasaron entre 1983 y 1988, y el título hace referencia a una fábrica de jabón [1] en la periferia sur de Rosario, cruzando el Saladillo, un paraje que ubico imaginariamente más o menos donde queda en la realidad, pasando el frigorífico Swift, cerca de un barrio de monoblocks, empalmes de ruta, puentes ferroviarios, un campo de golf que se extiende hasta las barrancas del Paraná, lotes de tierra recién arados o con hortalizas, ranchos de madera, cartón y chapa separados entre sí por muchos metros, y al final un monte de eucaliptos atrás del que no llega a verse pero se sabe que hay un viejo casco de estancia, intrusado. Puede ser que todo eso haya cambiado, porque hace tiempo que no voy, pero en cualquier caso el título alude a un sector -como podría haber sido otro- del ex cordón industrial del Gran Rosario.
A Taborda y a mí nos siguen atrayendo ese tipo de paisajes más bien suburbanos y casi sin gente, las zonas portuarias, los silos y elevadores de grano, ex estaciones del ferrocarril tomadas por familias numerosas, basurales municipales, los grandes desarmaderos y corralones de maquinaria agrícola, la vegetación achaparrada de las islas del Paraná, las ciudades chicas y los campos a los lados de la Ruta 9 -entre Rosario y Buenos Aires- y la Ruta 11 -entre Rosario y Santa Fe-; grosso modo y extendiendo el área se podría decir que el referente geográfico de nuestro imaginario es el frente fluvial-industrial del Paraná y el Río de la Plata, donde se fue concentrando la mayor cantidad de población y de establecimientos industriales del país, y que se extiende desde la ciudad de Santa Fe hasta La Plata, Berisso y Ensenada, abarcando muchas ciudades y puertos, entre las que se destacan obviamente Rosario y Buenos Aires.
Sin entrar en el análisis del contenido simbólico e ideológico ni en el origen psicológico de esta predilección por esa clase de paisajes, al mismo tiempo urbanos, rurales e industriales, me limito a sugerir que gran parte de los motivos referenciales y rasgos formales de la poesía que empezamos a desarrollar en Rosario entre principios y mediados de los 80 deriva de la fisonomía y el acontecer de esa triple zona, con su repertorio de objetos inagotable y monocorde (mil distintos tonos de marrón y verde). Un indicio superficial de esta correspondencia puede verse en el gusto, que se iría desarrollando cada vez más, por aludir o directamente nombrar lugares concretos de la ciudad y sus alrededores. Prieto en Verde y blanco (1988) nombra la Barranca David Peña y alude al puerto y a la zona de chacras. Taborda en La ciencia ficción (1982-1990, inédito) nombra la Estación Fluvial, el Hospital Italiano, el Arroyo Ludueña, el barrio Las Flores, la Costanera, el restaurante La Bella Napoli, la Circunvalación, etc. En El faro de Guereño yo menciono el portón de Hebraica, el Arroyo Ludueña, la Cooperativa de Pescadores que se había formado en el Parque Alem, el edificio de la Aduana, las islas El Paraíso y La Invernada, la Avenida del Huerto, etc.
Esta propensión por localizar los enunciados es indicativa, me parece, de una tendencia más general que se fue acentuando a medida que se desarrollaban nuestras poéticas a lo largo de la década del 80, pero que sin duda nos precedía y se dio también en otros poetas más tarde: de lo indeterminado a lo determinado, de lo abstracto a lo concreto, de lo general a lo particular, del adjetivo al sustantivo, del nombre común al nombre propio, del sujeto al objeto (para volver del objeto al sujeto), del sentido figurado al propio, de lo ficticio a lo acreditado por los referentes, de lo universal a lo municipal, de lo atemporal a la coyuntura, etc.
Volviendo a mis poemas, el primero que aparece en la página de ese número 4 del Diario se llama “Rojo sobre el agua”: el título es un calco consciente -pero velado, que revelo ahora- de “Smoke on the water”, el clásico de Deep Purple inspirado en el incendio de un hotel y que en los 70 todo el mundo sabía tocar en la guitarra, por lo menos los acordes del riff de Richard Blackmore; entre el segundo y el tercer verso se encabalga el título traducido de una novela de Faulkner (Light in August); el sintagma “polvo de ladrillo” del verso final deriva de las canchas de tenis. A semejanza y diferencia de Darío, en cuyos “paisajes de cultura” -el concepto es de Pedro Salinas y lo retoma Angel Rama- se combinan y recombinan como en un bricolage todo tipo de artículos culturales del depósito indoeuropeo y oriental, mis poemas refunden referencias a la cultura alta, media y baja, pero la identidad de esas referencias permanece en secreto, en tanto las cualidades y los elementos del entorno físico real pasan a primer plano, como en este caso los del paisaje periurbano rosarino:

Están esos ladrillos, atrás,
en el atardecer con luz
de agosto, que apilados por un hombre
y una mujer, o por un hombre
y una mujer y sus hijos,
no provocan lo que el alma quisiera.
Y están esos otros
puestos a secar, en hileras,
encima de un tablón.
Si hubiera agua de lluvia en el lugar
de donde fueron excavados,
no muy lejos, en la tarde,
habría sobre el agua
polvo de ladrillo.

El puesto de ladrilleros al que se alude es uno de los tantos que se veían a los costados de las vías del Ferrocarril Mitre cuando el tren salía de Rosario con destino a Retiro. En el libro hay otro poema, “Una alegoría”, que explicita ese punto de vista móvil que en “Rojo sobre el agua” está implícito en el adverbio atrás, que se repite en este: “Aquello, a medida que el tren avanzaba/ describiendo una curva, iba quedando atrás,/ a medio camino entre las dos ciudades”, etc. Hoy todavía se ven, pero en menor número, ladrilleros trabajando a los lados la ruta, por ejemplo hay uno a la derecha de la Ruta 9 viniendo para Buenos Aires un kilómetro antes de llegar al Complejo Industrial Chevrolet, que se inauguró en el 97 con tecnología de punta, más de mil quinientos puestos de trabajo y los más modernos conceptos de producción. El exterior de la fábrica es imponente, un monumento galvanizado con cantidad de conductos de ventilación y una playa de estacionamiento para miles de unidades nuevas alineadas bajo el sol. El contraste con la fabricación artesanal de ladrillos no podría ser mayor: horno a leña, al que le echan además ruedas de auto y toda clase de residuos; una pirámide de ladrillo crudo; herramientas manuales: palas, moldes, baldes, carretillas, etc. y el hábitat familiar a metros de ahí: el rancho de chapa y madera, una línea de árboles, una huertita improvisada, gallinas sueltas, perros, con suerte un caballo, a menos de un kilómetro pero a siglos de la moderna planta industrial que levantó la General Motors en el departamento Rosario.
Yendo al plano de la expresión: el uso del condicional es irónico. La primera oración -los seis primeros versos- es asertiva y se rige por un verbo tan básico y poco expresivo como “estar”, teniendo de sujeto gramatical “esos ladrillos”; el contenido proposicional es bastante simple: esos ladrillos están ahí, en tal lugar, de determinada manera, y a pesar del esfuerzo insumido de un hombre y una mujer y su prole -índice de baja condición social al que no se añade ningún signo de compasión-, defraudan no se sabe qué expectativas de un “alma” confinada a la posición de sujeto de una subordinada con función de objeto directo del predicado de otra subordinada. La segunda oración es un apéndice de la primera, no agrega nada substancial a la proposición: los ladrillos siguen ahí, como cosa en sí, útiles en potencia, recién amasados y horneados secándose al aire libre bajo aleros de chapa acanalada; si bien ejercen un principio de sugestión, enseguida se revelan refractarios a la estesis y a la catarsis, ya sea porque carecen de valor estético especial o porque no son oportunos para corresponder a un estado anímico o una pasión; en última instancia, la escena inmóvil de los ladrillos sería el correlato de una profunda apatía. Finalmente, ante la insuficiencia estimulante de lo que se presenta a los sentidos, el alma pareciera reaccionar eyectándose de su confinamiento gramatical para, en subjuntivo, suspirar por un retoque de la escena...
Prieto tiene un poema, de la misma época, que retoma el asunto desde un punto de vista más teórico:

Acerca del alma

Nada más quisiera el alma:
una percepción emocionante,
materiales levemente corruptos
de eso que llamamos “lo real”,
y no estas construcciones de fin de siglo
en el bajo, galerías desde las que miro
los mástiles enjutos de un barco griego.
Tampoco el agua ni, más allá,
eso que dicen es la provincia de Entre Ríos.


Otra vez un sujeto que se refiere, en tercera persona, a los requerimientos de un alma que deplora la insuficiencia emotiva de lo circundante, aunque ya no sean las afueras de Rosario sino el bajo, a cuadras del centro y del Monumento a la Bandera. Taborda, por su parte, tiene un poema que podría incluirse a la cabeza de esta serie, aunque no contenga una sola alusión al paisaje local:

Tao

Pienso, al verla,
que su culo me defrauda.
No está la firmeza
que había esperado,
y los pantalones que lleva
no le marcan
seguridad
ni perdurable emoción.

...En su defensa,
mis días opacos deshaciendo
el olvido,
y cielo y tierra
que no tienen
afecciones humanas.

O sea: el sujeto de la cita a ciegas -según yo deduzco- declara frustrada su expectativa anatómica; pero en defensa del objeto está la propia opacidad y apatía del sujeto, que se transfieren al tiempo y al espacio.
Los tres poemas -y las respectivas poéticas que actualizarían- emergen del mismo plano de inmanencia donde a un mundo desencantado no se le opone ya la voluntad -rasgo sobresaliente de la “poesía comprometida” del 70- sino la percepción en tanto “instrumento del deseo, no de la verdad” (Prieto). Una hipótesis para descartar: los indicios de pesimismo, nihilismo, fatalismo, desilusión, melancolía, aburrimiento, decepción, desánimo o lo que sea que, con distintos matices y modalidades figurativas, manifiestan o se manifiesta en nuestros poemas de los primeros 80 -tan sobrios, parcos y hasta si se quiere fríos-, podrían verse como efecto residual de la respuesta adaptativa a la cultura autoritaria que fue la dominante del 66 al 83, años que coinciden casi a medida con el período de formación primaria, secundaria y universitaria de los nacidos en 1959, 60, 61, 62, etc. A los poetas del 70 les tocó otra suerte y, teniendo apenas de diez a quince años más que nosotros, su visión del mundo era opuesta; de todos modos, son algunos de esos mismos poetas los que, después del 76, van a ir adaptando sus posibilidades expresivas a la coyuntura, comenzando así un traumático período de transición que llega hasta nosotros.[2]
Para considerar en un caso concreto la serie de cambios y transiciones que se verifica entre la poesía de los 70 y la de los 80, se pueden tomar las Cartas australianas de Jorge Isaías (1946), que son del 78, y compararlas con unos poemas del 82 de Taborda (1959):
Isaías en la “Carta a Sydney”: “Te cuento de aquí:/ algunas cosas no funcionan:/ mi encendedor a nafta y el termo trizado/ en un descuido”
Taborda en su poema “(Cartas)”: “Podría decirse que acá todo sigue igual:/ Nombres de generales desconocidos reempla-/ zan a otros,/ y la enredadera está roja/ y cae”
Isaías en otra carta: “Hace dos años, te escribí a Sydney/ repleto de optimismo (salvo la lluvia, te previne)/ pero hoy todo marcha con exceso hacia el descuido”
Y Taborda arranca su poema “(Serie)” con un terminante “No contés con el futuro ni nada/ ahora con esta lluvia por televisión/ Nuestras pocas ganas de ser más optimistas”, etc.
En ambos el tono coloquial, la segunda persona, la lluvia como correlato melancólico, la carta como formato que supone un doble exilio (en sentido estricto y en sentido lato: el llamado “exilio interior”); pero en Taborda se advierte una dicción más seca, más ajustada al habla (“no contés”), un léxico más llano (no “aquí” sino “acá”), y un cierto desencantamiento de lo natural (la lluvia mediatizada). Este cotejo paradigmático del optimismo derrotado de Isaías con el pesimismo asumido de Taborda ilustra un cambio fundamental en la continuidad de la poesía rosarina del 70 en la del 80.
Durante la escritura de los poemas de El faro de Guereño me acuerdo que me había propuesto -no sé en qué medida lo logré- no usar ninguna expresión en sentido figurado, por común y estandarizada que fuere; una medida estoica equivalente a la autocensura impuesta por Prieto a su innegable vena confesional y sentimental (cfr. “Para mí la luna es un lugar”, suerte de arte poética con la que abre su tercer libro y donde habla de una “voluntad de un uso literal de la lengua poética”); por su parte, la opacidad lexical y los períodos sintácticos de Taborda, dilatados y a veces sumamente intrincados, destilan un estado de desaliento que uno diría determinado por el sentimiento de una juventud perdida a cambio de ninguna perspectiva de futuro reparador. Frente a las intenciones transformadoras, esclarecedoras, edificantes, etc. del denominado realismo crítico, que estaría en la base de la poesía militante o comprometida de los 60 y 70, el marcado escepticismo de nuestra poesía de los 80 -determinado por el proceso político argentino- tiene que haber pasado -a ojos de quienes habían empeñado su poesía y/o su vida en la transformación de la realidad- por otra forma de alienación, y es probable que lo fuera.
Copio para terminar un poema de Taborda que, publicado a fines del 82 en el volumen colectivo Con uno basta, resume para mí un sentimiento generacional que -si no me paso de optimista- paulatinamente fuimos superando:

(Serie)

No contés con el futuro ni nada
ahora con esta lluvia por televisión
Nuestras pocas ganas de ser más optimistas
y encima esa mujer ahí
mirándose las piernas
Dejá mejor
que una suavidad atienda estas cosas inútiles,
irreemplazables
Ahora, te decía,
que estamos solos:
ella que recibe un llamado
desde otra ciudad otro
mundo
y nosotros sin saber si hace que extraña
o extr...

Índice

  1. NOTA PRELIMINAR
  2. Daniel García Helder Episodios de una formación
  3. Fabián Casas La poesía está en estado de pregunta
  4. Laura Wittner Percibir, transformarse y escribir
  5. Sergio Raimondi No hay mundo de un lado y versos del otro
  6. Cristian De Nápoli El resentimiento como un valor positivo
  7. Mario Arteca Un novelista que escribe poemas
  8. Silvana Franzetti La exploración del viajero que no conoce el terreno
  9. Martín Gambarotta No hablar de poemas ni de poesía
  10. Eduardo Ainbinder Alambicado, espiralado
  11. José Villa Una ondulación musical
  12. Fuentes