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La criminalización de
las personas sin hogar
Aunque carecer de un hogar no es un delito, las personas sin hogar tienden a tener un contacto amplio con la policía, sobre todo hombres adultos y personas con enfermedades mentales (PMI). De manera habitual se llama a la policía para que ofrezca servicios sociales, mantenga el orden y vele por que esta población respete la ley, lo que se traduce en detenciones, derivaciones de pacientes y órdenes de «circule» —lo que sirve de bien poca ayuda—.
La labor policial aplicada a los pobres y a las personas sin hogar no es nada nuevo. Aunque el fenómeno moderno de las personas sin hogar surgiera en la década de los ochenta, las primeras olas masivas de personas sin hogar en el siglo XIX y principios del XX supusieron también importantes retos para la policía. Las diferentes oleadas de inmigrantes que fueron llegando en los años ochenta del siglo XIX en ocasiones tenían como consecuencia que las ciudades se vieran inundadas con personas que no podían encontrar trabajo ni pagarse una vivienda. No era un problema que se diera tanto en los periodos de ascenso económico como durante los desplomes financieros, cuando muchas personas se quedaban sin empleo y sin hogar. Salvo unas pocas entidades benéficas, no había ninguna red de protección social, lo que dejaba a muchas personas en circunstancias desesperadas. Se suponía que la policía debía proporcionar algún tipo de asistencia a esta población, pero sobre todo se empleaba para reducir su impacto sobre el resto de la ciudadanía. En ciudades como Nueva York, Chicago, Washington o Boston, los sótanos de las comisarías se convirtieron en albergues nocturnos. Estos a menudo, más que un suelo sucio y una estufa deficiente, proporcionaban un refugio frente a los elementos. Sin embargo, la decisión de alojar a estas personas en las comisarías en lugar de en otros edificios públicos mostraba el papel de la policía como garante general del orden público y también indicaba la impresión de que esta población representaba una fuerza social potencialmente peligrosa.
Hoy, la mayoría de las ciudades ofrece alguna modalidad de albergues de emergencia, sobre todo para las familias, pero el número de camas disponibles es casi siempre insuficiente. Algunos albergues realizan una lotería nocturna de las camas disponibles y los perdedores se ven obligados a acostarse como mejor puedan. Las personas que duermen en parques públicos y otros espacios corren el riesgo constante de ser acosados por la policía, toda vez que los residentes locales y los comerciantes se quejan del deterioro de su «calidad de vida». La policía desaloja periódicamente los campamentos, empujando a estas personas a pernoctar en lugares más remotos y aislados, lo que las vuelve más vulnerables a robos, agresiones y los elementos.
Incluso las personas que tienen un lugar en el que pasar la noche suelen ser expulsadas durante el día, sin mucho que hacer salvo buscar servicios sociales y trabajo como van pudiendo. Muchas padecen enfermedades mentales, tienen problemas de adicción a las drogas o una mezcla de ambas, lo que hace que su presencia en parques, metros y aceras parezca más amenazadora. Algunas participan en actividades en el mercado negro, otras no tienen interés en respetar las normas de conducta y decoro de la clase media o son incapaces de hacerlo. De resultas de todo ello, se suele llamar a la policía para regular su comportamiento. En algunos casos, una advertencia severa o la orden de que se vayan a otro lugar es suficiente. En otros casos, se les multa por tirar basura al suelo, orinar en la calle u otras faltas leves. Estas multas rara vez se pagan y suelen traducirse en muchos vaivenes entre los tribunales y la cárcel, y más detenciones a medida que va creciendo un historial de antecedentes de faltas leves y multas impagadas. Estas multas no contribuyen en nada a mejorar la situación de una persona y por regla general están más destinadas a expulsar de determinados lugares a las personas antes que a cambiar su comportamiento. Los ingresos frecuentes en la cárcel interrumpen su acceso a los servicios sociales y socava su empleabilidad, truncando las posibles salidas de esa situación de carencia de hogar.
Cuando esta estrategia no tiene éxito, las ciudades suelen acudir a otra más intensiva y desarrollan nuevas leyes para dar a los agentes «las herramientas necesarias» para hacerse cargo de «las poblaciones problemáticas». El Centro Jurídico Nacional para Personas Sin Hogar y Pobreza ha estado documentando el crecimiento de nuevas leyes que criminalizan el comportamiento asociado a la falta de hogar. Su estudio sobre 187 ciudades mostraba que el 33 por ciento tenía ordenanzas que prohíben acampar en público, un 57 prohíbe la acampada en lugares específicos, el 18 por ciento prohíbe dormir en la calle y un 27 por ciento en lugares específicos. Una cuarta parte tiene ordenanzas contra la mendicidad en todo el término municipal, el 33 por ciento tiene ordenanzas contra el vagabundeo en todo el término municipal, el 53 por ciento prohíbe sentarse o echarse en determinadas zonas, el 43 por ciento prohíbe dormir en coches y el 9 por ciento tiene ordenanzas que prohíben compartir comida gratis. El número de estas ordenanzas está creciendo. Desde 2011 a 2014, las prohibiciones de acampar han crecido en un 60 por ciento, las de dormir en la calle en lugares específicos en un 34 por ciento, las ordenanzas contra la mendicidad en toda la ciudad un 25 por ciento; las ordenanzas contra merodeadores y vagabundos en un 35 por ciento, las ordenanzas que prohíben sentarse y echarse en un 43 por ciento y las que prohíben dormir en vehículos en un 119 por ciento. Se trata de un problema que está resurgiendo en todo el país.
Seattle ha llevado al extremo la criminalización de las personas sin hogar. Después de experimentar con varias nuevas ordenanzas, acordaron un nuevo enfoque basado en la «infracción civil». Cuando se comprobaba que una persona sin hogar estaba cometiendo cualquiera de una serie de faltas leves asociadas a la condición de sin hogar, no era detenida, sino expulsada de un área determinada, como un parque, una hilera de moteles baratos o incluso todo un vecindario. En algunos casos, la expulsión duraba un día y en otros más tiempo. Para las personas que eran sorprendidas violando esta prohibición, el resultado es la detención y una expulsión más larga y generalizada. Varios años después, algunas personas estaban expulsadas de todos los parques y de buena parte de la ciudad. Katherine Beckett y Steve Herbert sostienen que con esto se vuelve a la desacreditada práctica medieval del destierro como estrategia para gestionar a los pobres y los indeseables.
Como se trata de ordenanzas municipales antes que de leyes penales, la policía goza prácticamente de facultades discrecionales en la expedición y la aplicación de esas prohibiciones. Beckett y Herbert documentan montones de casos en los que la policía ejerce un tratamiento discriminatorio basado en la percepción del estatus social más que en la conducta específica. A menudo no hay audiencia formal, las personas no tienen derecho a un abogado y los requisitos probatorios son muy bajos. Por regla general, la policía usa esas ordenanzas del mismo modo que hacen con otros mecanismos de observancia: para quitarse el problema de encima y pasárselo a otros, lo que contribuye a aislar y empobrecer aún más a las personas que son el blanco de la ordenanza.
Las ciudades, tanto las grandes como las pequeñas, están informando de un aumento del número de las personas sin hogar. Los Ángeles, Nueva York y Seattle han asistido a fuertes subidas del número de personas que duermen en la calle y en albergues en los últimos años. En consecuencia, estas y otras ciudades están asistiendo a un aumento de los desórdenes públicos. Hasta las personas con mayor compostura son percibidas como un esperpento si duermen en la calle. Su comida, su lecho y sus pertenencias dan la impresión de declive. Orinar y dormir en la calle es tan inevitable como objeto de criminalización, lo que crea una dinámica terrible. También es cierto que no todas las personas sin hogar tienen buen comportamiento. La enfermedad mental y la adicción a las drogas contribuyen a producir comportamientos incontrolados e ilegales que trastornan las comunidades, pudiendo convertir los espacios públi...