El lobo y el hombre y otros cuentos
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El lobo y el hombre y otros cuentos

  1. 122 páginas
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El lobo y el hombre y otros cuentos

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Índice
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Información del libro

Érase una vez, unos hermanos llamados Grimm que, gracias a una ardua recopilación, nos regalaron un mundo de fantasía que envolvía a personajes que no sólo ayudaron a desarrollar nuestra propia imaginación, si no que también nos enseñaron acerca de la felicidad, la lealtad, la valentía, la amistad, la hermandad y muchos otros valores que nos forman hoy en día.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2021
ISBN
9786074573398
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Hermano alegre



Hubo una vez una gran guerra, terminada la cual, fueron licenciados muchos soldados. Entre ellos estaba el Hermano Alegre que, con su licencia, no recibió más ayuda de costa que un panecillo de munición y cuatro reales. Y con todo esto se marchó.
Pero San Pedro se había apostado en el camino disfrazado, de mendigo y, al pasar Hermano Alegre, le pidió limosna. Respondió éste:
—¿Qué puedo darte, buen mendigo? Fui soldado, me licenciaron y no tengo sino un pan de munición y cuatro reales en dinero. Cuando lo haya terminado, tendré que mendigar como tú. Algo voy a darte de todos modos.
Partió el pan en cuatro pedazos y dio al mendigo uno y un real. Agradeció San Pedro y volvió a situarse más lejos, tomando la figura de otro mendigo. Cuando pasó el soldado, pidió nuevamente limosna. Hermano Alegre repitió lo que la vez anterior, y le dio otra cuarta parte del pan y otra moneda de un real. San Pedro le dio las gracias y, adoptando de nuevo figura de mendigo, lo aguardó más adelante para solicitar otra vez su limosna. Hermano Alegre le dio la tercera porción del pan y el tercer real. San Pedro le dio las gracias, y el hombre continuó su ruta sin más que la última cuarta parte del pan y la última moneda.
Entrando con ello en un mesón, se comió el pan y se gastó el real en cerveza. Luego reemprendió la marcha.
Salió entonces al encuentro San Pedro, en forma de soldado licenciado, y le dijo:
—Buenos días, compañero, ¿no podrías darme un trocito de pan y un cuarto para echar un trago?
—¿De dónde quieres que lo saque? —le replicó Hermano Alegre—. Me han licenciado sin darme otra cosa que un pan de munición y cuatro reales en dinero. Me topé en la carretera con tres pobres; a cada uno le di la cuarta parte del pan y una moneda. La última cuarta parte me la he comido en el mesón, y con el último real he comprado cerveza. Ahora soy pobre como una rata y, puesto que tú tampoco tienes nada, podríamos ir a mendigar juntos.
—No —respondió San Pedro—, no será necesario. Yo entiendo algo de Medicina y espero ganarme lo suficiente para vivir.
—Así, me tocará mendigar solo —respondió Hermano Alegre—, pues yo no entiendo pizca en este arte.
—Vente conmigo —le dijo San Pedro—, nos partiremos lo que yo gane.
—Por mí, encantado —exclamó Hermano Alegre; y emprendieron juntos el camino.
No tardaron en llegar a una casa de campo, de cuyo interior salían agudos gritos y lamentaciones. Al entrar se encontraron con que el marido se hallaba a punto de morir, por lo que la mujer lloraba a gritos.
—Basta de llorar y gritar —le dijo San Pedro—, yo curaré a tu marido.
Y sacando una pomada del bolsillo, en un santiamén hubo curado al hombre, el cual se levantó completamente sano.
El hombre y la mujer, fuera de sí de alegría, le dijeron:
—¿Cómo podremos pagarle? ¿Qué podríamos darle?
Pero San Pedro se negó a aceptar nada, y cuanto más insistían los labriegos, tanto más se resistía él.
Hermano Alegre, dando un codazo a San Pedro, le susurró:
—¡Acepta algo hombre, bien lo necesitamos!
Por fin, la campesina trajo un cordero y dijo a San Pedro que debía aceptarlo; pero él no lo quería.
Hermano Alegre, dándole otro codazo, insistió a su vez:
—¡Tómalo zoquete, bien sabes que lo necesitamos!
Al cabo, respondió San Pedro:
—Bueno, me quedaré con el cordero, pero no quiero llevarlo; si tú quieres, carga con él.
—¡Si sólo es eso! —exclamó el otro—. ¡Claro que lo llevaré!
Y se lo echó a cuestas.
Siguieron caminando hasta llegar a un bosque; el cordero le pesaba a Hermano Alegre, y además tenía hambre, por lo que dijo a San Pedro:
—Mira, éste es un buen lugar; podríamos degollar el cordero, asarlo y comérnoslo.
—No tengo inconveniente —respondió su compañero—; pero como yo no entiendo nada de cocina, lo tendrás hacer tú, ahí tienes un caldero; yo, mientras tanto, daré unas vueltas por aquí hasta que esté asado. Pero no empieces a comer hasta que venga yo. Volveré a tiempo.
—Márchate tranquilo —respondió el soldado—. Yo entiendo de cocina y sabré arreglarme.
Se marchó San Pedro y Hermano Alegre sacrificó el cordero, encendió fuego, echó la carne en el caldero y la puso a cocer.
El guiso estaba ya a punto, y San Pedro no volvía; entonces Hermano Alegre lo sacó del caldero lo cortó en pedazos y encontró el corazón. “Esto debe ser lo mejor”, se dijo; probó un pedacito y, a continuación, se lo comió entero.
Llegó, al fin, San Pedro y le dijo:
—Puedes comerte todo el cordero; déjame sólo el corazón.
Hermano Alegre cogió cuchillo y tenedor y se puso a hurgar entre la carne, como si buscara el corazón; hasta que, al fin, dijo: —Pues no está.
—¡Cómo! —replicó su compañero—. ¿Pues dónde quieres que esté?
—No sé —respondió Hermano Alegre—. Pero, ¡seremos tontos los dos! ¡Estamos buscando el corazón del cordero, y a ninguno se le ha ocurrido que los corderos no tienen corazón!
—¡Con esas me sales ahora! —exclamó San Pedro—. Todos animales tienen corazón, ¿por qué no habría de tenerlo el cordero?
—No, hermano, puedes creerlo; los corderos no tienen corazón. Piénsalo un poco y comprenderás que no lo pueden tener.
—En fin, dejémoslo —dijo San Pedro—. Puesto que no hay corazón, yo no quiero nada. Puedes comértelo todo.
—Lo que me sobre lo guardaré en la mochila —dijo Hermano Alegre. Y, después de comerse la mitad, metió el resto en su morral.
Siguieron andando y San Pedro hizo que un gran río se atravesara en su camino, de modo que no tenían más remedio que cruzarlo.
Dijo San Pedro:
—Pasa tú delante.
—No —respondió Hermano Alegre—, tú primero.
Pensando: “Si el río es demasiado profundo, yo me quedo atrás”.
Pasó San Pedro, y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Entró entonces en él Hermano Alegre; pero se hundía cada vez más, hasta que el agua le llegó al cuello. Gritó entonces:
—¡Hermano, ayúdame!
Y dijo San Pedro:
—¿Quieres confesar que te has comido el corazón del cordero?
—¡No —respondió el otro—, no me lo he comido!
El agua continuaba subiendo y le llegaba ya hasta la boca. Volvió a preguntarle San Pedro:
—¿Quieres confesar que te comiste el corazón del cordero? —¡No —repitió el soldado—, no me lo he comido!
Pero el santo, no queriendo que se ahogase, hizo bajar el agua y lo ayudó a llegar a la orilla.
Continuaron adelante y llegaron a un reino, donde les dijeron que la hija del Rey se hallaba en trance de muerte.
—Anda, hermano —dijo el soldado a San Pedro—, esto nos conviene. Si la curamos, se nos habrán acabado las preocupaciones.
Pero San Pedro no se daba gran prisa.
—¡Vamos, aligera las piernas, hermanito! —decía—. ¡Tenemos que llegar a tiempo! Pero el santo avanzaba cada vez con mayor lentitud, a pesar de la insistencia y las recriminaciones de Hermano Alegre; y, así, les llegó la noticia de que la princesa había muerto.
—¡Ahí tienes! —refunfuñó el soldado—. ¡Todo por tu lentitud!
—No te preocupes —replicó San Pedro—; puedo hacer algo más que curar enfermos; puedo también resucitar muertos.
—¡Anda! —exclamó Hermano Alegre—. Si es así, ¡no te digo nada! Por lo menos has de pedir la mitad del reino.
Y se presentaron en palacio donde todo era tristeza y aflicción. Pero San Pedro dijo al Rey que resucitaría a su hija. Conducido a presencia de la difunta dijo:
—Que me traigan un caldero con agua.
Luego hizo salir a todo el mundo; y se quedó sólo con su compañero. Seguidamente cortó todos los miembros de la difunta, los echó en el agua y, después de encender fuego debajo del caldero, los puso a cocer.
Cuando ya toda la carne se había separado de los huesos, sacó el blanco esqueleto y lo colocó sobre una mesa, disponiendo los huesos en su orden natural. Cuando lo tuvo hecho, avanzó y dijo por tres veces:
—¡En el nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate!
Y, a la tercera, la princesa recobró la vida quedando sana y hermosa. Se alegró el Rey de sobremanera y dijo a San Pedro:
—Señala tú mismo la recompensa que quieras; te la daré, aunque me pidas la mitad del reino.
Pero San Pedro le contestó:
—¡No pido nada!
“¡Valiente tonto!”, pensó Hermano Alegre, y dando un codazo a su compañero, le dijo:
—¡No seas bobo! Si tú no quieres nada yo, por lo menos, necesito algo. Pero el santo se empeñó en no aceptar nada. Sin embargo, observando el Rey que el otro quedaba descontento, mandó a su tesorero que le llenase de oro el morral.
Se marcharon los dos y, al llegar a un bosque, dijo San Pedro a Hermano Alegre: —Ahora nos repartiremos el oro.
—Muy bien —asintió el otro—. Manos a la obra.
Y San Pedro lo distribuyó en tres partes, mientras su compañero pensaba: “¡A éste le falta algún tornillo! Hace tres partes cuando sólo somos dos”. Pero dijo San Pedro:
—He hecho tres partes exactamente iguales: una para mí, otra para ti, y la tercera para el que se comió el corazón del cordero.
—¡Oh, fui yo quien se lo comió! —exclamó Hermano Alegre, arramblando con el oro—. Puedes creerme.
—¡Cómo puede ser esto! —replicó San Pedro—. Si los corderos no tienen corazón.
—¡Vamos, hermano! ¡Tonterías! Los corderos tienen corazón como todos los animales. ¿Por qué no iban a tenerlo?
—Está bien —cedió San Pedro—, guárdate el oro, pero no quiero seguir contigo. Seguiré solo mi camino.
—Como quieras, hermanito —respondió el soldado—. ¡Adiós!
Tomó el santo por otro sendero, mientras Hermano Alegre pensaba: “Mejor que se marche pues, bien mirado, es un hombre bien extraño”.
Tenía ahora mucho dinero; pero como era medio tonto y no sabía administrarlo, lo derrochó en poco tiempo, y pronto volvió a estar sin nada.
En esto llegó a un país donde le dijeron que la hija del Rey acababa de morir.
—¡Anda! —pensó—. Ésta es mi suerte. La resucitaré y haré que me paguen bien. ¡Así da gusto!
Y, presentándose al Rey, le ofreció devolver la vida a la princesa.
Es el caso que había llegado a oídos del Rey que un soldado licenciado andaba errante por el mundo resucitando muertos, y pensó que bien podía tratarse de Hermano Alegre; sin embargo, no fiándose del todo, consultó primero a sus consejeros, los cuales opinaron que merecía la pena realizar la prueba, dado que la princesa de todos modos estaba muerta.
Mandó entonces Hermano Alegre que le trajese un caldero con agua y, haciendo salir a todos, cortó los miembros del cadáver, echólos en el agua y encendió fuego, tal como lo había hecho San Pedro.
Comenzó el agua a hervir, y la carne se desprendió; sacando entonces los huesos, los puso sobre la mesa. Pero como no sabía en qué orden debía colocarlos, los juntó de cualquier modo.
Luego se adelantó y exclamó por tres veces:
—¡En nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levanta!
Pero los huesos no se movieron. Repitió la invocación, pero en vano. —¡Diablo de mujer! —gritó entonces—. ¡Levántate, o lo pasaras mal!
Apenas había pronunciado estas palabras se presentó, de pronto, entrando por la ventana, San Pedro en su anterior figura de soldado licenciado y dijo:
—Hombre impío, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo quieres que resucite a la difunta, si le has puesto los huesos de cualquier modo?
—Hermanito, lo hice lo mejor que supe —respondió Hermano Alegre.
—Por esta vez te sacaré de apuros; pero, tenlo bien entendido: si otra vez te metes en estas cosas, te costará caro. Además, no pedirás nada al Rey ni aceptarás la más mínima recompensa por lo de hoy.
Y, diciendo esto, San Pedro dispuso los huesos en el orden debido y pronunció por tres veces su fórmula:
—¡En nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate!
A lo cual la princesa se incorporó, sana y hermosa como antes, mientras el santo salía de la habitación por la ventana.
Hermano Alegre, aunque satisfecho de haber salido tan bien parado de la aventura, estaba, con todo, colérico por no poder cobrarse el servicio.
“Me gustaría saber —pensaba— qué diablos tiene en la cabeza, que lo que me da con una mano me lo quita con la otra. ¡Esto no tiene sentido!”.
El Rey ofreció al Hermano Alegre lo que quisiera. Éste, aunque no podía aceptar nada, se las arregló con indirectas y astucias para que el monarca le llenase de oro el morral y, bien cargado con él, se marchó.
Al salir, lo aguardaba en la puerta San Pedro y le dijo:
—¿Qué clase de hombre eres tú? ¿No te prohibí que aceptaras recompensa? Y ahora te llevas el morral lleno de oro.
—¡Qué otra cosa podía hacer! —replicó Hermano Alegre—. ¡Si me lo han metido a la fuerza!
—Pues atiende a lo que te digo: no vuelvas a hacer estas cosas o lo vas a pasar mal.
—¡No te preocupes, hermano! Ahora que tengo dinero, no necesitaré ocuparme en lavar huesos.
—Sí —replicó San Pedro—. ¡Con lo que te va a durar este oro! Mas para que no vuelvas a meterte en lo que no debes, daré a tu morral la virtud de que vaya a parar a él todo lo que desees. Adiós, pues ya no volverás a verme.
—¡Adiós! —le respondió el otro, pensando: “Me alegro de perderte de vista, hermano extravagante; no hay peligro de que te siga”.
Y ni por un momento se acordó del don maravilloso adjudicado a su morral.
Hermano Alegre anduvo con su oro por todo el mundo, derrochándolo y gastándolo en placeres como la vez anterior.
Cuando ya no le quedaban sino cuatro cuartos, pasando por delante de una hospedería pensó: “Voy a gastar lo que me queda”, y entró y pidió tres cuartos de vino y un cuarto de pan.
Mientras comía y bebía, llegó a sus narices el agradable olorcillo de unos patos que se estaban asando. Mirando a uno y otro lado, vio que el mesonero tenía un par ...

Índice

  1. La reina de las abejas
  2. La novia del conejillo
  3. Los doce cazadores
  4. El ladrón, el fullero y su maestro
  5. Los tres favoritos de la fortuna
  6. Seis que salen de todo
  7. El lobo y el hombre
  8. El zorro y su comadre
  9. La zorra y el gato
  10. El clavel
  11. El abuelo y el nieto
  12. La ondina
  13. Hermano alegre
  14. El jugador
  15. Madre nieve
  16. El pájaro brujo
  17. El enebro
  18. Juan de casa
  19. Los niños de oro
  20. La zorra y los gansos
  21. La alondra cantarina y saltarina
  22. El joven gigante
  23. El gnomo
  24. Los tres pajarillos
  25. Los siete cuervos
  26. Piñoncito
  27. El rey “Pico de tordo”
  28. El perro y el gorrión
  29. Federico y Catalinita
  30. Yorinda y Yoringuel
  31. Juan con suerte