Circunstancias casuales
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Circunstancias casuales

  1. 200 páginas
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Circunstancias casuales

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«La vida se va construyendo como un entramado de hechos casuales y hechos voluntarios, que se suceden sin regla alguna (...), en un molesto desorden del que a menudo ni siquiera nos percatamos».Annibale Ricci Ribald es un ser verdaderamente detestable, un anciano notario de familia adinerada que vive en un nido de víboras atestado de víctimas que, a su vez, son también verdugos. La mujer y los hijos, las criadas y los empleados, los clientes y los vecinos, todos están llenos de mediocres resentimientos y culpas inconfesables. Pero un día el funcionario aparece muerto en su despacho en la costa de Romaña; y poco después, la comadrona que trajo al mundo a sus hijos corre también la misma suerte...Para esclarecer lo sucedido, el jefe de policía Macbetto Fusaroli volverá a contar en esta ocasión con la inestimable ayuda de Primo Casadei y su extraña familia de investigadores: su esposa Maria, una inmigrante china que aprendió italiano escuchando los culebrones de la radio; su amigo Proverbio; el simplón Pavolone y las pequeñas gemelas Beatrice y Berenice.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2016
ISBN
9788416749836
Edición
1
Categoría
Literature

1

En la costa de Romaña existen numerosas localidades, pequeñas, dispuestas en fila, una detrás de otra, bien separadas en invierno, unidas como si se tratara de una única ciudad muy pero que muy larga en verano, cuando llegan los turistas que ocupan todos los huecos disponibles y que parecen lo que son, gente decididamente resuelta a divertirse o a hacer como si se divirtiera. De este modo, quien acuda a la costa en agosto sacará la impresión de que la vida está hecha de pizzerías, discotecas, salas de baile, restaurantes de lujo y de que a una ciudad no le hacen ninguna falta en realidad médicos, abogados, tribunales, notarios. Los turistas empiezan a marcharse en septiembre, y a finales de octubre no queda ninguno; solo se dejan ver —aunque únicamente los sábados y domingos— los que tienen en la playa una segunda casa y a ella acuden durante todo el invierno, por más que, en el fondo, nadie entienda por qué lo hacen. De esta manera, desde octubre hasta finales de la primavera siguiente, veremos comparecer de nuevo a las auténticas ciudades, idénticas a todas las demás ciudades italianas, con los niños que van al colegio, los adolescentes que se reúnen siempre en las inmediaciones de los mismos bares, las familias que van ordenadamente a misa todos los domingos, los despachos profesionales que se llenan de clientes, algo de hueco para la política, algo de hueco para los deportes. Y, como en todas las ciudades romañolas que se respeten, con la gente que es abducida en sus hogares en cuanto comienza a oscurecer, fuera solamente se topa uno con los nuevos ciudadanos, ocupados en socializar entre ellos, al frío, y en ocupar los huecos que los viejos ciudadanos, en realidad, nunca han ocupado. Con todo, es cierto también que muchos habitantes de la costa romañola optan por pasar el invierno en otros lugares y que otros, especialmente los que se dedican a la construcción de las diversiones veraniegas, no teniendo mucho que hacer, aguardan el regreso de la primavera tratando de matar el aburrimiento, encomendando su propia supervivencia a invenciones y a fantasías que no todo el mundo reputaría legítimas, pero que muchos de nosotros consideramos graciosas.
 
Las pequeñas ciudades de la costa romañola no es que sean —con las debidas excepciones, como es natural— especialmente hermosas: hay hoteles de lujo, algunas señales que recuerdan todavía su historia —aquí un antiguo puente romano, allá una iglesia gótica o bizantina—, pero de lo que carecen sobre todo es de homogeneidad urbanística, puesto que no tienen mucho que ver con el pueblo a partir del cual se formaron. Quienes las han visto crecer, en realidad, perciben esa falta de uniformidad como una virtud, no como un defecto: las personas más ancianas recuerdan los grandes sacrificios del pueblo llano, toda la familia encerrada en el almacén, sobreviviendo como podían, para poder alquilar la casa durante los tres meses de verano a una familia de turistas, y luego invertir todas las ganancias para agregar un par de habitaciones, un segundo baño, una cocina más grande y, ¡ale hop!, he aquí que al cabo de unos cuantos años abría sus puertas la Pensión Primavera, precios módicos, cocina casera, la madre dedicada a preparar hojaldre, la tía Gertrude a hacer las camas, las dos hijas mayores a servir las mesas.
Las pequeñas ciudades de la costa romañola han ido creciendo así, no solo así, pero también así. Familias capaces de asumir grandes y continuos sacrificios, acostumbradas a no desaprovechar nada, a no tirar el dinero, sin importarles si en Rávena y en Forli se reían porque eran «los camareros de los alemanes». Había poco que hiciera gracia, había mucho que aprender.
Localidades con dos caras, por lo tanto, una más vividora en verano, otra más resignada y tradicional en otoño y en invierno. Pero ¿habrá algo de desbordamiento, puede pensarse en una cierta contaminación, aunque sea mínima? Personalmente creo que sí; no estoy del todo seguro, pero me imagino que algunos rayos de sol de los veranos más calurosos siguen calentando los lomos de algunos hombres y de algunas mujeres incluso cuando la temperatura cae por debajo del cero, y el ábrego del Adriático se deja notar en el nerviosismo generalizado de todo el mundo.
Será por eso, será por el carácter algo fogoso de los naturales de Romaña, será porque las ciudades pequeñas son chismosas y charlatanas y tarde o temprano viene a saberse todo sobre todos, la costa romañola es un lugar repleto de historias, casi todo el mundo tiene algo enterrado bajo las cenizas de la chimenea, casi todo el mundo sabe que basta con un poco de viento para que lo que ellos creían oculto salga de nuevo a la luz; todos saben, sin embargo, que reina una gran tolerancia, que incluso las personas que no te aprecian se detienen (casi siempre) un momento antes de hacerte daño; que existe en todo caso una concepción particular de la justicia, la mayoría de los ciudadanos preferirían, si pudieran, tomársela por su cuenta. Como sucede en todas las ciudades, en estas historias concurren siempre los mismos elementos: el sexo, por ejemplo, y el dinero, y los defectos más frecuentes de los hombres, su malignidad, su falta de escrúpulos, la envidia. Podría haber, es cierto, otras historias que contar, porque en esas mismas ciudades también se da la tolerancia, la compasión, la solidaridad, la honradez; pero, por desgracia, con sentimientos como esos se levantan historias que no le interesan a nadie, y que nadie se preocupa jamás por contar.
Y hay también sus buenas dosis de fatalismo, que hemos de tener en cuenta, hasta el extremo de que es convicción de muchos que los antiguos, en estas playas, edificaron numerosos templos dedicados a la casualidad.
 

2

El notario Annibale Ricci Ribaldi, sencillamente, no podía imaginarse que aquel día, el día de su sexagésimo noveno cumpleaños, había de ser también el último día de su vida. Tal vez, de haberlo sabido, habría cambiado de hábitos, por una vez al menos, y no habría bajado a su despacho, a las nueve de la mañana, como era su costumbre desde hacía casi cuarenta años; pero, si no hubiera bajado a su despacho, aquel no habría sido, con toda probabilidad, el último día de su vida. De modo que, ignorando su propio destino —como es justo y misericordioso que sea—, el notario Annibale Ricci Ribaldi fue a sentarse ante su mesa de trabajo, por última vez, aquella fría mañana de diciembre también; dio algunas breves instrucciones a una de las dos secretarias (a la otra, por costumbre, no le dirigía la palabra), se sentó en su sólido, comodísimo sillón (el mismo desde hacía casi cuarenta años) y empezó a despachar sus tareas cotidianas, apuntando en un enorme libro de registro todas las cosas que hacía, cartas leídas, cartas escritas, documentos corregidos, documentos firmados, llamadas telefónicas realizadas y recibidas. Los clientes se presentarían, como siempre, más tarde.
El notario Annibale Ricci Ribaldi es, sin lugar a dudas, el personaje clave de esta historia, aunque esté destinado a ser un protagonista activo solo durante unas cuantas horas, habiendo quedado su destino marcado desde el mismo momento de su entrada en el despacho: un par de horas y luego, paf, la muerte que se lo lleva consigo. Se hace necesario, por lo tanto —a la vez que útil y oportuno también, para la economía de este relato—, hablar de él «en vida» o, si el lector lo prefiere, de él «antes». Entre otras cosas, porque, solo conociendo el «antes», el «después» de esta historia adquirirá sentido.
Empecemos por el nombre, Ricci en Romaña hay muchísimos; Ricci con un segundo apellido agregado, muchos. La historia de ese segundo apellido es bien conocida: en tiempos de los Estados Pontificios un fulano llamado Ricci cometió un crimen, matando a un alto funcionario de la policía, y muchos de sus homónimos, para tomar las debidas distancias del asesino, habían solicitado y obtenido el poder añadir a su propio apellido el materno. En lo que atañe a Annibale, sin embargo, la cosa no estaba del todo clara, pues no faltaba gente que insinuara que Ribaldi no era un apellido, sino simplemente un adjetivo2, y que, en realidad, el notario era descendiente nada menos que de los Ricci asesinos, una especie de asociación delictiva muy activa en el siglo XIX.
Fuera apellido o adjetivo, lo que no podía negarse, sin embargo, era el hecho de que la familia Ricci Ribaldi se había ganado una buena reputación, por lo menos desde principios del siglo XX, cuando el abuelo de Annibale llegó a ser, aunque no fuera más que durante un corto periodo, subsecretario de Estado en uno de los gobiernos de Giolitti. El padre de Annibale, cuya profesión inicialmente hubiera debido ser la de médico, se había dedicado a la especulación con tierras y casas, justo en la época en la que aquella pequeña ciudad de Romaña se estaba expandiendo y había sido capaz de superar sin mayores daños incluso un proceso por colaboracionismo. Era a él a quien se debía la adquisición del hermoso palacio dieciochesco en el que ahora vivía y trabajaba Annibale, gestionando con sabiduría —excesiva, al decir de muchos— el conspicuo patrimonio que había recibido en herencia, siendo aún muy joven, dado que el padre había muerto prematuramente en circunstancias, digámoslo así, particulares.
La ciudad —pequeña, provinciana, particularmente aficionada al chismorreo— acababa de verse sacudida por un escándalo, uno de esos acontecimientos que alegran los salones de las familias bien durante un año por lo menos y que, en cualquier caso, pasan a formar parte de la «historia cívica», generalmente pobre en héroes positivos. El joven marqués Tesorieri había desaparecido de repente, en el sentido de que una noche no regresó a su antigua morada, de la que había salido al oscurecer para una breve —o eso por lo menos es lo que supusieron su esposa y sus familiares— paseata. Al principio, dio la impresión de ser una historia poco verosímil —nadie lo había visto, nadie recordaba haberse tropezado con él—, por lo que la policía —una vez excluidos el rapto y el asesinato— había comenzado a indagar, con las debidas cautelas, en su vida privada. La familia llegó a recurrir a un detective privado, y su anciana madre hizo venir desde la ciudad a una famosa médium, a la que se debía el hallazgo —o eso era lo que se decía— de un número incalculable de personas y de objetos perdidos. Fue uno de sus compañeros de parranda (por llamarlo de alguna manera, pues se trataba como mucho de algunas borracheras y de algunas veladas en las casa de mancebía de las ciudades cercanas) quien tuvo la ocurrencia de comprobar si por casualidad no había desaparecido también Tudina, muchacha de no exactamente buenas costumbres, con la que el marqués mantenía, desde hacía algún tiempo, comunión de vida nocturna. Y así, después de recabar algo de información, consiguió encontrarlos, en una pequeña casa de campo que el marqués había alquilado para su uso personal, muertos ambos a causa de las exhalaciones del gas de una estufilla que habían dejado imprudentemente encendida, abrazados aún, desnudos, en una cama repleta de ratones que se mostraron muy reacios a renunciar a tan rico banquete. Todavía no se había extinguido el primer mes de chismorreos, cuando se produjo la desaparición del padre de Annibale, un acontecimiento casi «fotocopiado» que llenó de inmediato a sus parientes de gran consternación, temiendo —¡ay, con cuánta razón!— que pudiera estarse repitiendo la tragedia de los dos amantes a los que mató el óxido de carbono. Las indagaciones fueron más cortas esta vez, todo el mundo sabía de quién era amante el buen doctor y dónde se refugiaban los dos pecadores para sus semanales congresos carnales: por si fuera poco, el padre de Annibale realizaba sus sacrificios a Venus siempre el mismo día de la semana, y el día correspondía; por último, sus mejores amigos, que conocían casi todas sus costumbres, estaban al corriente de la existencia de una estufilla que todos consideraban muy peligrosa, pero que el médico nunca había llegado a reemplazar por pura pereza. La tragedia resultaba aún más apetecible —para el paladar ciudadano— que la precedente, porque además de la notoriedad del amante varón había que contar con la de la mujer, que estaba en boca de todos cual esposa de un terrateniente más conocido generalmente como «Panìr», cesta, alusión no muy elegante a la cesta de caracoles, que para los habitantes de Romaña es el lugar donde pueden reunirse al mismo tiempo el mayor número de cuernos.
 
 
 
 
 
 
2 Para entender cuanto se dice en este pasaje, hay que aclarar que el adjetivo ribaldo significa en su uso corriente en italiano «canalla, malvado»; de ahí la maliciosa interpretación del apellido del personaje. (N. del T.)

3

La señora Ada, la esposa del doctor, había reaccionado bien ante la muerte de su marido y fatal ante el terrible descubrimiento de su infidelidad: se había negado a seguir el ataúd, había comenzado una campaña denigratoria en contra de la otra mujer, la nunca lo suficientemente vituperada Virginia (¡Virginia!), que según su resuelto modo de ver era la auténtica responsable de la tragedia. En lugar de encerrarse en una respetuosa (y prudente) discreción, se dedicó a pasearse por todos los salones contando detalles inéditos, chismes de nuevo cuño, casi siempre de dudosa verosimilitud, fingiendo incluso alegría y diversión. Lo único que se negaba a aceptar era la comparación (ofensiva) con la pareja que se había anticipado en seguir el mismo recorrido mortal, la del joven marqués y Tudina:
—Es que los nuestros, estimado señor, estaban vestidos.
Era la frase con la que cerraba la boca a quienes le planteaban la comparación.
Annibale, por su parte, lo había tomado aún peor. Hasta ese día había vivido como un buen chico próximo a su familia: aplicado en los estudios, excelentes notas siempre merecidas, unos cuantos amigos seleccionados con premura por su padre, alguna chica, nunca lo suficientemente buena ni lo suficientemente seria para llegar a gustar a su madre, y destinada por lo tanto a representar únicamente la oportunidad para una nueva decepción. El único verdadero sufrimiento se lo causaba su diabetes, que padecía desde que era niño, no porque fuera una enfermedad particularmente grave, o porque le impidiera alimentarse como él quería —no sentía el menor interés por la buena cocina, no probaba el alcohol y estaba tan delgado como un fideo— sino porque le obligaba a sufrir tres veces al día el oprobio de una aguja que se le introducía en la carne, un tormento al que no llegaba a acostumbrarse y que vivía de forma no muy diferente a la de un hombre condenado a la guillotin...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Citas
  6. Personajes y comparsas
  7. Prólogo
  8. 1
  9. 2
  10. 3
  11. 4
  12. 5
  13. 6
  14. 7
  15. 8
  16. 9
  17. 10
  18. 11
  19. 12
  20. 13
  21. 14
  22. 15
  23. 16
  24. 17
  25. 18
  26. 19
  27. 20
  28. 21
  29. 22
  30. 23
  31. 24
  32. 25
  33. 26
  34. 27
  35. 28
  36. 29
  37. 30
  38. 31
  39. 32
  40. 33
  41. 34