CAPÍTULO 1
APROXIMACIONES CONCEPTUALES
I. Tres acepciones de «cultura»
Cultura: palabra usada y re-usada, instrumentalizada y violentada, infinitamente repetida en este o en aquel contexto, con este o con aquel propósito, para decir esto o aquello. Palabra versátil, polisémica, de múltiples acepciones, manoseada por doquier, adaptable a las necesidades de un sinfín de caprichos. Palabra comodín, palabra talismán, palabra que configura la respuesta a todas las preguntas que se han formulado, y a las que no, también. Palabra fácil, palabra tendencia, palabra de moda actualmente en boca de todos, pues maravilla con sus revelaciones sobre nosotros mismos, sobre una conciencia vuelta sobre sí misma, que reconoce su absoluta contingencia en el movimiento de no reconocerse más que como pura «cultura», como mera «construcción cultural», como artificio resultante de la «artificialidad» constitutiva del hombre. Pero este es, en todo caso, un punto de llegada: lo que puede verse al final de un túnel cuyo origen podría rastrearse, al menos, hasta el proyecto de la Ilustración, al que se le debe en gran medida la idea de la cultura como proyecto. De aquí en adelante, el significante «cultura» fue extendiendo su significación, su campo semántico, y así dio lugar a la emergencia de diversas acepciones, en muchos casos contradictorias las unas con las otras. Que hoy sea posible decir tantas cosas tan distintas con la misma palabra «cultura» es una consecuencia del estiramiento incesante de su significación.
La palabra cultura fue popularizada a partir del siglo XVIII como una propiedad de espíritus humanos elevados. En concreto, hacía referencia al depósito de conocimientos, gustos refinados y hábitos deseables que los hombres deberían esforzarse por adquirir, pero que no todos adquirían. Llegar a «ser culto» era el resultado de un proceso educativo signado por las enciclopedias, la filosofía, las ciencias, las obras de arte y la buena música. Así, no todo hombre tenía cultura. La cultura, en tanto que posesión que se fundía con el espíritu humano, realizando al hombre qua hombre, era el premio de aquellos que habían dedicado tiempo y esfuerzo a cultivarse. Y es que la cultura era al espíritu lo que la agricultura es a la tierra. Así lo sugiere su etimología: colere, del latín, significa «cultivar» y «dedicarse con esmero». De la misma manera como la tierra ha de ser laboriosamente cultivada —con esmero— para que dé su fruto, el hombre ha de cultivar su conocimiento, sus intereses, su gusto, su cuerpo y su espíritu para llevar adelante una vida enriquecida y plenamente humana.
En La metafísica de las costumbres, Kant hace saber con claridad qué es la cultura para un ilustrado como él: «El cultivo (cultura) de las propias facultades naturales (las facultades del espíritu, del alma y del cuerpo), como medio para toda suerte de posibles fines, es un deber del hombre hacia sí mismo».1 Las facultades del hombre deben ser labradas, deben ser cultivadas, para que este pueda realizarse en lo que se propone. Podría decirse que el hombre que ha alcanzado la «mayoría de edad», en el sentido ilustrado, es el hombre cultivado. Johann Christoph Adelung, filólogo alemán contemporáneo de Kant, definía en su Ensayo sobre la historia de la cultura de la especie humana (1782) ocho etapas del desarrollo de la cultura humana, que empezaba como «embrión», seguía como «niño», «joven», y así sucesivamente se iba perfeccionando hacia la adultez con arreglo al conocimiento y el refinamiento. «La cultura consiste en la suma de conceptos definidos y en la mejora y el refinamiento del cuerpo y de los modales», dice Adelung.2
Es evidente que esta forma de concebir la cultura, propia del siglo XVIII, ha trascendido su propio tiempo histórico. Spengler adopta esta lógica de las etapas culturales en sus estudios sobre la civilización: esta última es el punto de llegada de aquella. Hegel, que sin embargo hablará más que nada del Geist, refiere al término en cuestión cuando señala que «el nombre de Grecia tiene para el europeo culto, sobre todo para el alemán, una resonancia familiar».3 El «europeo culto» es el europeo que ha cultivado su espíritu (de entre quienes destacan los alemanes), y que por ello es capaz de seguir una genealogía que lo hace mirar, en este caso, a Grecia. En otro tipo de literatura de la época, como es el caso de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, se lee asimismo que «quienes encuentran significados bellos en las cosas bellas son espíritus cultivados [. . .]. Son los elegidos, y para ellos las cosas bellas solo significan belleza».4 Otra vez, la misma noción: el «espíritu cultivado» se abre a una realidad humana —cerrada al inculto— donde es posible contemplar la belleza.
Hay que regresar un momento al ethos de la Ilustración para comprender mejor esta acepción de cultura. El proyecto ilustrado postulaba la emancipación del hombre como una función del conocimiento. Su vocación universal demandaba una expansión cultural con los elegidos como agentes de transformación. La cultura, en singular, debía articularse en un proyecto universal emancipador. De este modo, la educación se convertía en la estrategia predilecta para hacer que los incultos dejaran de serlo, y el joven Estado moderno, a la par que se popularizaba el concepto de cultura, rápidamente puso sobre sus hombros la misión de cultivar el espíritu de los hombres que se ubicaban bajo su soberanía. El proyecto cultural se hizo proyecto político. Esto fue especialmente evidente en Francia, por su vocación universalista. Zygmunt Bauman comenta al respecto que «el concepto francés de culture emergió como nombre colectivo para los esfuerzos gubernamentales en pos de fomentar el aprendizaje, suavizar y mejorar los modales, refinar los gustos artísticos y despertar necesidades espirituales que el público no había sentido hasta entonces, o bien no era consciente de que las sentía».5 La noción misma de «política cultural», derivada de la necesidad de gobernar la cultura, nos acompaña desde el surgimiento de las naciones modernas.
Esta primeriza acepción de cultura, de cuño ilustrado, podría denominarse «elitista» o «jerárquica». Esto es así en la medida en que prevé la existencia de una jerarquía cognitiva, epistemológica, sapiencial (la ciencia supera al mito) y estética (el buen arte, la buena música, la buena literatura, por sobre las expresiones «vulgares» de sensibilidades «populares») que jerarquiza, a su vez, a quienes comprenden y respetan el orden de la escala y los códigos que la componen. La cultura es algo que se posee y que se puede transmitir sin perderlo, pero que no todos lo poseen y por tanto no todos lo pueden transmitir por igual. Así como existen personas cultas, existen también los incultos. Los unos deberían enseñar y los otros deberían aprender. La cultura es vista, en estos términos, como un registro de la actividad humana que trasciende las limitaciones naturales; que civiliza, por así decirlo, al hombre (en Francia, culture y civilisation iban de la mano: una generaba las condiciones de posibilidad de la otra). No por nada en Kant la naturaleza es fuente de las inclinaciones a las que se opone la ley moral: si el hombre es libre, eso se debe a su capacidad para determinar la voluntad no con arreglo al mundo de la causalidad natural, sino con arreglo al reino de la libertad al que su razón es capaz de acceder: «Es para el hombre un deber progresar cada vez más desde la incultura de su naturaleza, desde la animalidad (quoad actum) hacia la humanidad, que es la única por la que es capaz de proponerse fines».6 La naturaleza como prisión y la cultura como libertad, visiones tan corrientes hasta hoy día, tienen en alguna medida aquí un magistral antecedente.
La cultura es creación humana. La naturaleza no se cultiva a sí misma, sino que es el hombre el que, trabajándola, imprime en ella el orden que le sea conveniente para sus fines. La naturaleza no cultivada es salvaje, peligrosa, no responde a fines humanos, de la misma forma que el hombre no cultivado tampoco se pone fines a sí mismo, sino que es preso de su condición animal. Cultivar al hombre es volverlo «mayor de edad», parafraseando a Kant. Esta noción de cultura, si bien es jerárquica, pone su foco en la capacidad del hombre para la libertad, y lo convierte en amo y señor de su entorno, ordenador de su sociedad y dueño de su vida.
La acepción elitista de la cultura se ajustó sin demasiados problemas a las condiciones sociales del siguiente siglo. La industrialización y el surgimiento de la clase obrera crearon pautas de comportamiento y formas de ser más bien distintivas de cada clase particular. Se vio, en concreto, que los efectos de conjunto podían ser ligados a las condiciones materiales de existencia: la sociología ya estaba asomando con fuerza. Los paralelos procesos de urbanización, asimismo, ponían en contacto a las clases, haciendo de sus diferencias culturales algo patente para todos. Así surgió la distinción entre «alta» cultura y «baja» cultura, sobre todo en las sociedades industrializadas, a partir de la cual ya no se suponía que un hombre no pudiera tener cultura, sino que la cultura tenía diversos grados de calidad. Del blanco al negro se encontró, pues, toda una gama de grises. El asunto no era tan simple como parecía. Ya no cabía hablar aquí de «incultos» en un sentido estricto, sino, más bien, de personas de «bajo nivel cultural». Todos tienen cultura, pero no de igual calidad: estiramiento de la escala, modesto estiramiento del significado.
Estas nociones de cultura siguen operativas en la actualidad, al nivel de los usos del lenguaje cotidiano, aunque mezcladas a menudo con otras distintas. Así, por ejemplo, cuando se califica a una persona de «culta», cualquiera comprende que se está ponderando en ella la posesión de conocimientos, intereses y gustos propios de espíritus refinados. De la misma forma, cuando se dice que alguien es «inculto» se está indicando que carece de la formación que caracteriza a los hombres cultos; y lo mismo aplica para la distinción entre «alta» y «baja» cultura o «cultura popular», como más a menudo se utiliza.
Ahora bien, de la mano de la antropología empírica surgirá, en la segunda mitad del siglo XIX, una acepción bien distinta de cultura, hoy también ampliamente incorporada a nuestro lenguaje cotidiano. En este contexto, «cultura» empieza a significar toda regularidad social que distingue a la sociedad en la que el hombre se inserta: algo así como las marcas y las estructuras relativamente estables de la existencia social de un grupo concreto. Uno de los más importantes referentes de esta visión fue el antropólogo británico Edward Burnett Tylor, quien en 1871 ya utilizaba la palabra «cultura» (tomada del alemán «Kultur», influido por Gustav Klemm, influido a su vez por Voltaire7) para englobar el conjunto de los elementos que distinguen y ordenan a una sociedad dada y a sus miembros: «La cultura, tomada en su significado etnográfico más amplio, es ese conjunto que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, leyes, costumbres y toda otra capacidad y hábito adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad»,8 escribe Tylor.
A diferencia de la concepción elitista o jerárquica de cultura, aquí la noción de incultura carece por completo de sentido. La cultura, definida por aquello que pertenece a la vida del hombre pero que no está directamente determinado por su patrimonio genético, sino más bien por la forma y las condiciones de la sociedad en la que vive, se vuelve de facto un universal. En esta instancia, la noción ilustrada de cultura se invierte en dos sentidos. Por un lado, todos los hombres tienen, por ser hombres, cultura, aunque no hay una sola cultura, sino que hay tantas culturas como grupos sociales existan. No hay una cultura universal, pero lo cultural en abstracto es universal en la medida en que el hombre siempre está sujeto a una cultura particular. Y, por otro lado, la cultura ya no refiere tanto a una realización individual del sujeto abstracto que cultiva su espíritu deliberadamente, sino que apunta a las realizaciones sociales que generan las condiciones de vida en las que un sujeto concreto se desenvuelve.
La antropología de Ernst Cassirer se enmarca bien en esta noción y ayuda a entender el punto, sobre todo por su réplica a Kant en esta materia. Para Cassirer, cómo se había descrito al hombre y a la cultura no respondía más que a imperativos éticos. Lo que toca hacer es descender a la vida misma del hombre y encontrar cuál es el principio diferenciador, cuál es la índole de lo que el hombre es y de lo que el hombre hace. La conclusión de Cassirer es que «la razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad, pero todas estas formas son formas simbólicas. Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico».9 La relación del hombre con el mundo simbólico que él mismo ha edificado es lo que distingue al hombre de cualquier otra especie (como diría Weber: «el hombre es un animal suspendido entre telarañas de significados que él mismo ha tejido»). En estos términos, la cultura abarca toda creación simbólica que estructura el entorno de ese animal simbólico que es el hombre. Pero el acento no está puesto por lo general en la creación humana como acto de libertad, sino sobre todo en los efectos que esa red de normas, instituciones y relaciones llamada «cultura» tiene sobre la acción humana. Cassirer pone de manifiesto esta paradoja en la cual el hombre termina preso de su propia realización: «El hombre no puede escapar de su propio logro, no le queda más remedio que adoptar las condiciones de su propia vida; ya no vive solamente en un puro universo físico sino en un universo simbólico».10
La antropología empírica podría verse como el intento de penetrar estos universos simbólicos particulares y comprenderlos desde su interior, desde las reglas que les son propias. Así al menos lo quería Bronislaw Malinowski, al describir lo que había de hacerse como «el hecho de captar el punto de vista nativo, su relación con la vida», percibiendo «su visión de su mundo».11 Las significaciones compartidas que llamamos «cultura» crean el mundo saturado de símbolos en el que la vida del grupo transcurre; para comprender ese mundo hay que sumergirse en esas significaciones; y, si bien muchos antropólogos tempranos —como el mencionado— establecieron un esquema teleológico de evolución social, dividido en fases y estadios, sobre los cuales es posible jerarquizar las culturas, el punto crucial es que el ser de la cultura (su ontología) ya no está en función de esa jerarquía. No hay «grados de ser», por así decirlo.
Franz Boas, contemporáneo de Malinowski, también llamó la atención sobre la necesidad de estudiar las culturas a partir de los marcos interpretativos de estas mismas. Pero, más que significaciones, la antropología de Boas fue tras los comportamientos, influenciada por los paradigmas conductuales norteamericanos. En la relación del individuo con su cultura se hacía posible entender, pues, la conducta humana. Franz Boas buscaba en esta relación «las fuentes de una verdadera interpretación del comportamiento humano».12 Cada cultura revestía elementos únicos y diferenciadores, y por cultura aquel entendió «todas las manifestaciones de los hábitos sociales de una comunidad, las reacciones de un individuo en cuanto afectado por los hábitos del grupo en el que vive, y los productos de las actividades humanas en cuanto determinadas por esos hábitos».13 Independientemente de la diferencia filosófica de ambos autores clásicos de la antropología moderna, es evidente que ambos mantienen una noción de cultura que llega a nuestros días, y que apunta a significar el conjunto de elementos sociales que están en la base de la vida de los hombres concretos.
Ciertamente, bajo la acepción antropológica no tiene sentido derivar el adjetivo «culto» del sustantivo «cultura». Todo hombre, por el solo hecho de nacer y crecer en una sociedad, sería parte de una cultura. Por lo tanto, hablar de un «hombre culto» sería algo así como una redundancia. El pedagogo izquierdista Paulo Freire, en su libro La educación como práctica de libertad, comenta una anécdota sobre cómo le enseñó a un campesino lo que «verdaderamente» significaba ser «culto». «Sé ahora que soy culto —afirmó enfáticamente un viejo campesino—. Y al preguntársele cómo lo sabía, respondió con el mismo énfasis: “Porque trabajo y trabajando transformo el mundo”». Jorge Bosch hace una interesante crítica sobre este punto:
En efecto, la acepción antropológica de cultura ha sufrido a menudo estiramientos exacerbados de su campo semántico. Cuando todo lo no-biológico cabe dentro del significado de cultura, se tiene por resultado un significante que, al decir cada vez más cosas, cada vez dice menos. En la modernidad tardía, sobre todo, donde no parece quedar ningún sitio legítimo para lo «natural», lo «cultural» monopoliza todo discurso sobre el hombre y su sociedad. Pero cuando un significante pretende significarlo todo, su capacidad para significar algo particular se debilita. Quizás sea por esta razón por lo que la cultura ahora empieza a ser categorizada y clasificada, dado que, por sí misma, su significado, de tanto que se ha ensanchado, empieza a disolverse. Así, se habla de la «cultura gastronómica», de la «cultura relig...