Mirar de lejos
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Mirar de lejos

  1. 448 páginas
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Mirar de lejos

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Información del libro

Las ruinas, los sobrevivientes, los muertos. El polvo apretado entre los cerros, las cumbres del Tontal, los días, las noches, el aroma a menta, a tomillo, a tierra reseca, las piedras calientes, el sol. La puerta rota que brilla al fondo del palier, la noche en el mejor restaurante kosher de Praga, la casa del médano detrás de la obra abandonada, el transatlántico de Amarcord navegando sobre la arena, las luces de neón del telo de Parque Patricios, las luces de neón de todos y cada uno de los telos de la ciudad. Y la novela, la otra, la que estaba guardada en un cajón del escritorio y no tenía final.De manera deslumbrante, Mirar de lejos recrea los lugares, los momentos y las voces que rodean una historia personal llena de interrogantes: una novela inconclusa, existencias incompletas, memorias fragmentarias. Aquí se expresan, con gran inteligencia, las respuestas que surgen a lo largo de la intensa búsqueda de su protagonista, cuando las palabras que se han perdido resuenan y la propia vida cobra un sentido que estaba oculto u olvidado.

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Información

Año
2021
ISBN
9789875994805
Categoría
Literature
Son largos los días acá arriba, interminables días de sol revientapiedras. Sol en el polvo del horizonte que desdibuja los contornos de los cerros, y el cielo y la tierra que nunca se tocan. Luz, porque primero es luz entre las brumas de polvo y luego tibieza y luego calor y enseguida calor brillante, sol revientapiedras, sol amarillo y blanco que no deja avanzar el día, y horas que son años de calor brillante, de sol por sobre todas las cosas. Porque el día es luz y piedras reventadas; acá arriba, donde no hay gente, ni animales, ni plantas, en esa hora blanca en que el polvo convive con el sol y no hay nada ni nadie sobre estas piedras resecas.
La noche es larga como las estrellas que avanzan sin moverse por el cielo. Pasan quietas de este a oeste, se prenden de a poco en el horizonte y titilan apenas, como boyas en el mar, y los ojos ciegos siguen las horas en un millón de luces inmóviles, minutos quietos de la noche; acá arriba, donde no hay gente, ni animales, ni plantas, en esa hora negra en que el polvo descansa de la luz y no hay nadie ni nada sobre estas piedras quietas.
Y entonces amanece y atardece: horas vertiginosas en las que la luz se vuelve de colores y el tiempo se mueve sobre los cerros como nubes que pasan; se encienden y se apagan los fuegos de la montaña y algo en la belleza gigante de ese minuto se parece a la vida, aunque no sea; en esa hora fugaz en que el polvo refleja el color de lo que se fue y de lo que vendrá, y para verlo no haya nada ni nadie sobre estas piedras muertas.
1. Madrugada
La almohada se hace más espumosa; el colchón, más blando; la cama se ensancha. Laura está bien lejos, tiene la cabeza en su propia almohada, mira la pared. Martín está a punto de dejarse ir, de abandonarse. Ella ya respira sin saber, él todavía no: un rayo de luz en los ojos cerrados, un resto del día que se resiste, un último segundo. Un chistido. Alguien hace señas desde la oscuridad.
Martín se despierta completamente, se pone algo encima del piyama y sale de la habitación. No hay nadie. El pasillo está oscuro. Pasa por la cocina, abre la puerta del patio y sale. La noche está helada, hay un millón de estrellas. Prende la luz del estudio y la estufa, sube la escalera. Hay papeles por todas partes, pero él no busca. Saca dos carpetas de un cajón del escritorio. Una es negra; la otra, azul. Las dos tienen ganchos. Se sienta en el piso, abre la carpeta negra, empieza a leer.
Presagios sí los hubo. No germinó el sol de madrugada tras las serranías de Pie de Palo. Nubes plomizas acortinaron la bóveda del valle con colgantes luctuosos. Al calor estival sumaron la opresión de los recintos cerrados. Las aguas no emitieron reflejos, acecharon grises las sierras, las viñas lucieron mate bajo la luz avarienta que escamoteó los colores.
Y el silencio. Esponjoso, acolchado, el cielo absorbía los sonidos, acallaba las estridencias mientras la tierra preparaba la formidable batería de sus remesones. Por las compuertas, quedito, se escurría el agua.
Y el aire. Inmóviles las ramas, miembros muertos eran las hojas. Ninguna brisa removía la atmósfera espesa. No ascendía deformando el paisaje el aire alivianado en la tierra abrasada. Junto a los caminos, como el sudor de la muerte, el aliento húmedo de las acequias.
Relampagueaban espasmos en la piel de los percherones, en silencio inquietaban el guano de los corrales con sus cascos. Apeñuscados en los rincones azotaban con las colas. Subrepticios perros husmeaban el polvo.
Desde muy temprano en sauces y álamos, casuarinas y algarrobos, habían hecho nido gorriones, palomas y tijeretas. Las cabezas hundidas, plumosos montones de carne blanqueaban los palos de los gallineros.
Los gatos habían desaparecido.
Cientos o miles de metros bajo el valle, donde anclan sus raíces las montañas, masas de rocas prontas a quebrar su equilibrio rememoraban cataclismos geológicos. Fisuras tremendas corriendo hacia cavidades abismadas en negro, bóvedas expandiéndose y dudando de sus apoyos prontas a desplomarse.
Se fue apagando la luz que apenumbraba el valle desde temprano ese 15 de enero de 1944. No había terminado aún de filtrarse hacia otros valles del Oeste cuando llegó el primer temblor: un espasmo en la piel de la tierra. Eran las nueve menos cuarto de la noche.
2. Desayuno
Sobre la mesa hay cuatro tazas grandes, platos, cubiertos, una panera vacía, leche descremada, manteca, frascos de dulce. Por la ventana entra el sol blanco de la mañana. La cocina es amplia y cuadrada, la mesa está en el centro, la ventana da a un patio lleno de plantas. Laura está parada frente a las hornallas. Tiene una cafetera en la mano, parece buscar algo. Se escucha el ruido de una puerta que se cierra, pasos. Laura deja la cafetera y apaga la hornalla en la que hay una tostadora con cuatro tostadas. De las tostadas sale un poco de humo. Las levanta con cuidado. Están negras. Las deja como están, con lo quemado para abajo. Agarra otra vez la cafetera y va hacia la mesa. Martín entra en la cocina, le da un beso en el pelo y se sienta en una de las sillas, la que está más lejos de las hornallas. Tiene puesto el piyama con un buzo encima, el pelo revuelto.
—No hay leche entera —Laura apoya la cafetera sobre la mesa, va hasta la heladera, se agacha, saca un pote, lo abre, lo cierra, lo tira al tacho de basura—. Además se acabó mi queso. Estoy re podrida de pedirle a Eli que no se lo coma. Lo hace a propósito.
—Huele a quemado —dice Martín.
Laura cierra la heladera y vuelve a las hornallas. Al pasar junto a la mesa agarra la panera.
—¿Sabés qué es lo que más me molesta? Que ella sabe que es lo único que como, y no le importa —Laura elige una de las tostadas y con un cuchillo empieza a rasparla sobre la pileta; un polvo negro cae sobre una olla llena de agua—. No le importa nada.
—Estuve toda la noche en el estudio —dice Martín. Se sirve café.
—Sí, vi que te habías levantado. Fui al baño y no estabas —Laura pone la tostada raspada en la panera y agarra otra—. Debo tener algún problema urinario, no puedo aguantar el pis. Me levanto veinte veces por noche.
Martín toma el café con la taza entre las dos manos, como si tratara de retener el calor. Laura deja la panera sobre la mesa. Martín mira las tostadas raspadas, los bordes de la panera con restos de carbón.
Laura está otra vez revisando la heladera:
—¡No puedo creer que se lo haya comido todo! —Cierra la puerta y sale de la cocina por la misma puerta que entró Martín. Se la escucha llamar varias veces. Alguien contesta. Parece la voz de un chico. Hablan. La voz de ella suena más fuerte. Vuelve a entrar en la cocina.
—Sebas va a ir al súper a comprar mi queso. Y leche entera para vos. ¿Necesitás algo más? —Martín está untando una tostada. El cuchillo se ensucia cuando unta la manteca sobre el pan quemado—. Si querés te hago otras, no me di cuenta, estaba preparando el desayuno y me puse a guardar los platos de anoche.
Martín muerde la tostada, pasa un dedo por el borde donde hay un resto de carbón.
—Te decía que me pasé la noche en el estudio.
—Sí. Te escuché —Laura va hasta la pared junto a la pileta, saca unas servilletas de papel de un servilletero, queda de espaldas a Martín.
—Estuve leyendo la novela de mi viejo —dice él después de un momento.
—¿Cuál novela?
—La única que escribió. La del terremoto.
Se escuchan pasos rápidos, entra un chico con una gorra de béisbol puesta al revés:
—¡Papi, voy solo al súper! —Se cuelga del cuello de Martín—. ¿Me prestás una para el viaje? —Agarra una tostada.
—Ponete un buzo —dice Laura—, vení que te abro.
Durante el rato que Laura tarda en volver, Martín no se mueve. El sol entra oblicuo por la ventana, hace brillar las canas sobre el pelo negro, pareciera que la luz de toda la cocina se concentrara en su cabeza. Está sentado casi de costado, inclinado hacia atrás, las piernas cruzadas, un codo apoyado en la mesa. La mano parece sostener la cabeza brillante.
—¿Me contás? —dice Laura desde la puerta.
—Vení, sentate.
—Mejor me quedo parada acá, así puedo fumar.
—No puedo contarte si vas y venís.
—No me muevo más.
—Está bien, dejá —Martín se levanta y tira la silla para atrás.
—¿Y ahora adónde vas?
—Al baño.
—¡Martín! —dice Laura, pero Martín ya salió.
Laura va hasta la ventana y deja el cigarrillo en equilibrio sobre el marco de madera. Levanta el plato y la taza de Martín y los pone en la pileta. Sirve café en otra taza, vuelve a la ventana. Está a contraluz, con la taza en la mano, el sol justo detrás. El humo sube cada vez que exhala, cada vez que gira la cabeza para lanzarlo hacia arriba y hacia afuera. Pasa un rato largo hasta que él vuelve. Ella ya terminó de fumar, lava algo en la pileta:
—¿Me vas a contar? —dice en cuanto él entra.
—¿No está tardando mucho Sebas? —Martín vuelve a sentarse y hace el gesto de buscar algo—. Levantaste mi taza —dice.
—Pensé que no tomabas más —Laura sacude la cafetera—. Casi no queda. ¿Te hago?
—¿Vos vas a tomar?
—No, yo estoy bien.
—Entonces dejá.
—Tomo otro y te acompaño —dice Laura, y va hacia la mesada, saca un frasco de vidrio con café de la alacena, llena el filtro, pone la cafetera sobre la hornalla, enciende el fuego, guarda el frasco, cierra la puerta de la alacena, se da vuelta—. ¡Ya está! —dice. Se apoya en la mesada—. Contame.
Martín hace una pausa larga, por fin dice:
—Anoche me desvelé pensando en la novela de mi viejo —Hace otra pausa antes de seguir—. De pronto, sin ninguna razón aparente, estaba recontra despierto y pensaba sin parar en la novela de mi viejo. Pero no lograba recordar nada, ni los personajes, ni la trama. Nada. Sabía que trataba sobre el terremoto, por supuesto, pero como un título, como casi todo lo que recuerdo de él; de lo que había adentro no recordaba nada. Como si nunca la hubiera leído.
Laura sigue apoyada en la mesada. Da la impresión de que quiere mirar hacia las hornallas, ver si pasa el agua de la cafetera:
—¿Entonces?
Martín mira a Laura a los ojos:
—Me levanté y fui al estudio. No sabía dónde estaba, ni si quiera sabía si la tenía yo —Respira hondo antes de seguir—. Pero no tuve que buscarla. Fue como si mi viejo la sacara del cajón del escritorio y me la pusiera en la mano; como cuando era chico y me daba los libros que tenía que leer.
Un timbre corta el aire.
—Sebas —dice Laura—. Le abro y vuelvo. No te vayas.
Antes de salir, apaga la hornalla. Martín se acomoda en la silla, apoya los codos en la mesa, la cabeza sobre las manos, mira la puerta por la que acaba de salir Laura. Se escuchan voces, es una charla en otra parte de la casa, tal vez en la calle. El tiempo pasa despacio.
Cuando Laura vuelve, Martín acaba de levantarse y va camino hacia la puerta que da al patio.
—¿Adónde vas? Terminá de contarme —Laura saca la cafetera de la hornalla.
—Ya terminé —dice él, y abre la puerta.
—¡Es que justo me agarró la mina de al lado y no sabía cómo sacármela de encima!
—Está bien, no importa.
—¡Sí que importa! Fue un minuto nada más. ¿Qué querés que haga?
—Nada, Laura, no quiero que hagas nada.
—No sé qué hice mal esta vez.
—Nada, pero no tengo más ganas de hablar.
Martín sale y cierra la puerta bien despacio detrás de sí. Laura se da vuelta, todavía tiene la cafetera en la mano, duda un momento, después va hasta la pileta y tira el café.
Un temblor suave como un estremecimiento cutáneo en la piel de la tierra. Muchos no lo advierten, como no habían advertido los presagios, como no habían advertido la tensión. Como hasta último momento habían seguido preocupados por las perspectivas de esa tarde de sábado en medio del verano sanjuanino. Otros lo advierten y se alarman: siempre tropieza el corazón en los temblores.
Con un trueno aullando en la tierra hueca llega el golpe, la sacudida, la convulsión. Como un tren expreso frenando de súbito. Crujen hasta las cuadernas del mundo. Todo se derrumba a muchos cientos o miles de metros bajo el valle. Desplomándose las bóvedas de piedra ruedan en avalanchas hacia otros abismos y los mantos de roca se fisuran para separar, oscilar raspando sus bordes quebrados, chocar entre sí y destrozarse mutuamente.
Vibra, se agita, tiembla la ciudad. En desbandada huyen los sanjuaninos. Las cajitas de arcilla comienzan a desgranarse, a caer sobre sí mismas, sobre las calles, sobre ellos.
3. Ezequiel
—Soup is cold.
—Sorry, sir. Soup is always served this way.
—It’s all right. But, can you please heat it for me? I like it hot.
—Te la va a escupir; se la va a llevar ahí atrás, le va a dar una recalentada en el microondas y antes de traerla la va a escupir.
—¿Por qué? La sopa debe servirse bien caliente.
—El borsch puede ser frío o caliente.
—Y tiene que ser dulce o salado, y tomarse antes o después del plato principal. ¡Déjese de joder, Alejandra! Esas son aburridas discusiones de frontera entre rusos y polacos que no vamos a resolver aquí, pero ese beet juice mal mezclado que me trajeron pretendía ser un borsch caliente. Y estaba apenas tibio —Ezequiel se tira para atrás en el asiento, la espalda recta, las manos sobre la mesa—. De todos modos, me preocupa más la posibilidad de tomar una sopa mal servida que una condimentada con la saliva del mozo, que espero que sea judío así por lo menos respetamos el kashrut.
Afuera resplandece el frío de una noche temprana, la puerta de metal se cierra sobre el salón más largo que ancho. “Algo desproporcionado”, observó al entrar Ezequiel con cierto desencanto, y eligió una mesa contra la pared tapizada en seda con motivos búlgaros. La única ventan...

Índice

  1. 01-Tapa
  2. 02-Portada
  3. 03-Legales
  4. 04-Indice
  5. 05-Dedicatoria
  6. Interior