La herencia
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La herencia

  1. 208 páginas
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La herencia

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"Haría mal en anticipar el sino de lo trágico. Los lectores —se dijo— podrían sentirse influidos por las premoniciones ominosas, lo cual suele ser nefasto; es preferible dejar que los recuerdos fluyan, recreando las vivencias del pasado, para que unos y otras hagan posible sacar las propias conclusiones al final del relato."Con esas palabras, el narrador de "La herencia", que da título a este volumen, ofrece algunas claves para leer tan perturbador conjunto de cuentos. La memoria, las vivencias del pasado, la posibilidad de abordar y comprender los hechos desde diferentes perspectivas son los ejes de estas historias que no pocas veces conducen a la tragedia. Pero lo más inquietante es que aquí lo trágico es un signo que resuena en lo cotidiano: en el seno de una familia en conflicto por un testamento, con una historia impronunciable de relaciones, celos y traiciones mutuas; en la convivencia de los vecinos de un edificio en que la introducción de un simio, que recuerda a Poe, trastorna el habitual desarrollo de los días; en la conservación de un secreto que pone en juego las bases morales de toda una existencia; en el luto por la muerte de una esposa que ha sembrado una incertidumbre, es decir, en la reproducción indefinida de la fatalidad…Contundentes, probables, turbulentos, tan diversos como diversos son sus narradores, estos relatos vuelven a dar cuenta de la solidez y originalidad de la pluma de Eduardo Zannoni.

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Información

Año
2021
ISBN
9789875994614
La herencia
1
Cuando llegaban a sus manos antiguas fotos con escenas de familia y descubría en ellas a personas que seguramente habían muerto hacía veinte, treinta o más años, a Gerardo solía poseerlo un extraño sentimiento. No sólo se veía transportado al pasado, sino que, además, algo parecía revelarle misteriosamente el hálito de vida que, por un brevísimo instante, la imagen recreaba. Era como si, por milagro, las escenas familiares y sus protagonistas lograsen dar un salto al presente, a un tiempo que, en realidad, no sólo les era extraño, sino también ajeno; un tiempo que jamás les había pertenecido.
Fue justamente mientras hurgaba en un desván, en el que halló un grueso álbum que contenía fotografías envejecidas, que Gerardo revivió un trozo de su propia historia. Le resultó inevitable que lo poseyeran los espectros que acuden cada vez que son conjurados por los recuerdos. Sobre todo porque le hicieron evocar los acontecimientos que rodearon a la muerte de tío Lautaro.
Gerardo nunca hubiese imaginado que la muerte de tío Lautaro desencadenaría una tragedia como la que les tocó vivir. Si bien habían pasado ya muchos años de los infaustos sucesos que se proponía narrar, tuvo la impresión de que la memoria los había fijado hasta en sus mínimos detalles, de modo que se mantuviesen tan vívidos como el primer día. Pero logró persuadirse por sí mismo, no obstante, de que haría mal en anticipar el sino de lo trágico. Los lectores —se dijo— podrían sentirse influidos por las premoniciones ominosas, lo cual suele ser nefasto; es preferible dejar que los recuerdos fluyan, recreando las vivencias del pasado, para que unos y otras hagan posible sacar las propias conclusiones al final del relato.
Fue pasando las fotografías, una tras otra; volvió a asistir a la ceremonia de su bautismo, en la cual sólo le fue posible reconocer a sus padres, muy jóvenes por entonces; se detuvo en fotografías de algún cumpleaños de su niñez celebrado en un salón de fiestas, rodeado de los compañeros y amiguitos de ese momento, y reconoció a varios de ellos; en otra toma, en una reunión familiar, sus padres y sus tíos, en su casa, aparentaban ser felices. “¿Lo serían realmente?”, se preguntó Gerardo mientras evocaba los años felices de su propia juventud. No estaba tan seguro. Vio a tía Claudia entre ellos y también a tío Lautaro y a sus abuelos, don Francisco Cabanillas Álzaga y Pilar Morel, por entonces todavía en la plenitud de su madurez. Al ver esa fotografía, los fantasmas del pasado de la familia lo poseyeron. Gerardo tuvo, en ese momento, la convicción de que no lo abandonarían mientras no hubiese concluido de contar la historia que lo atormentaba. Para aliviar en algo sus tormentos, decidió escribirla en tercera persona.
Francisco Cabanillas Álzaga y Pilar Morel se habían casado hacía exactamente setenta años. Entonces, él era un joven abogado, hijo de Modesto Cabanillas, un famoso médico cirujano y antiguo dirigente demócrata, y de Paulina Álzaga Iraola. Francisco fue el menor de cinco hermanos. Pilar, a su vez, era hija de don Salustiano Morel y doña Zelmira Iraola (emparentada con los Álzaga Iraola; de hecho, Francisco y Pilar eran primos hermanos), ambos de tradición conservadora también, con estancias en Tandil y Balcarce. Su hermano menor fue don Lautaro Morel, de quien más adelante se harán las pertinentes referencias.
Se conocieron en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, que en su hora fundaran los franciscanos junto al convento de los Monjes Recoletos. Ambas familias solían asistir con sus por entonces jóvenes hijos e hijas casaderas a la misa de once los domingos, al igual que lo hacían otros patricios y familias de la aristocracia porteña de aquel momento. La salida de la misa de once era propicia para los saludos protocolares en el atrio y en sus inmediaciones, y esos saludos, a su vez, la ocasión para el encuentro de los jóvenes que se conocían allí y que concretarían más tarde, con la aprobación de sus familias seguramente, una relación sentimental que culminaría en el matrimonio, tal como se estilaba en ese tiempo. La circunstancia hacía no sólo previsible sino también aceptable la cita, concertada de antemano y tácitamente bendecida por el entorno. Era difícil que las intenciones resultaran sospechadas de ser aviesas, y por eso facilitaban una invitación a caminar, después llegarse a una confitería del centro y tomar algo antes de regresar cada cual a su casa.
La misa de las once en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar era un oficio religioso relevante; una rutina, hoy en buena medida obsoleta, que se repetía cada domingo y que, aunque para muchos fuese apenas pour la galerie, congregaba a lo más granado de la aristocrática sociedad porteña de la primera mitad del siglo xx, que con su presencia exteriorizaba su acatamiento al precepto dominical. Por eso, la misa era un verdadero acontecimiento social. Pero don Francisco y doña Pilar no eran, por entonces, católicos practicantes como llegaron a serlo en su madurez —al menos durante un tiempo—, después de que ambos, siguiendo el influjo de ejemplaridad de los acomodaticios de la política vernácula, abrazaron la cruzada de los cursillos de cristiandad ideados por monseñor Juan Hervás y por el creador del Opus Dei, monseñor De Escrivá y Balaguer. Los cursillos hacían furor en esa época, porque habían inspirado a los militares usurpadores del poder, por cierto gracias al carisma de los sacerdotes que los habían importado desde la España del Caudillo “por la gracia de Dios” a sus respectivas diócesis. Si bien estos hechos parecieran ajenos a nuestra historia, no lo son, pues sitúan el contexto social y familiar que rodeó a lo que se contará.
Francisco y Pilar tuvieron tres hijas: Doris, Gabriela y Claudia, en ese orden. El matrimonio de las dos primeras no satisfizo las expectativas que los padres alimentaban para sus hijas según la tradición y las costumbres de su generación. Tampoco llenó las expectativas la tercera, que no sólo no se casó, sino que además tuvo un hijo siendo soltera. No era cuestión menor, aunque ya por entonces los tiempos habían cambiado y se asistía a una sociedad más informal y profundamente desacralizada.
Doris se casó con Oscar Caracciolo, un hombre de clase media, que había abandonado los estudios de abogacía para dedicarse de lleno a la política, no precisamente en el partido demócrata conservador, sino en el radicalismo —la Unión Cívica Radical—, lo cual no fue aceptado de buen grado por don Francisco. Pero como no era lerdo ni perezoso para los negocios, prosperó económicamente mediante una agencia inmobiliaria que le había permitido obtener un interesante patrimonio que algunos maledicentes atribuían a negocios turbios vinculados a la política, aunque lo cierto es que jamás se le probaron actos de corrupción o enriquecimiento personal ni trapisondas semejantes. Oscar y Doris fueron los padres de Gerardo y de Zulema.
Gabriela, la segunda hija de don Francisco, se casó con Ángel Soto —todos lo llamaban Lito—, un ingeniero industrial que no practicaba la política (más bien ignoraba todo de ella) y que había montado una fábrica de rulem...

Índice

  1. 01-Tapa
  2. 02-Portada
  3. 03-Legales
  4. 04-Indice
  5. Interior