Mayo del cuarenta y cinco Uno
Todo lo que conozco del tiempo anterior a mi nacimiento es para mí como un recuerdo. Se pueden tener recuerdos de las cosas no vividas, incluso a veces he tenido la sensación de haber vivido lo no vivido, pues las imágenes son tan claras de puro haberlas oído repetir cien veces que ya no sé qué hay de verdad en lo que me contaron, qué de fabulación de los mayores o qué de una vida propia vivida anteriormente.
No sé desde qué edad tengo recuerdos y no puedo separar lo vivido de lo contado, lo que sé por mí misma de lo que me fue narrado.
Cuentan —escuché— que mis padres se conocieron en junio en una noche de verbena la víspera de San Pedro y San Pablo, envueltos en la magia que producen las noches de verano en Madrid. Eran jóvenes y haría calor. Él iría, postinero y chulito, con sus amigos del barrio, campechanos y carabancheleros. Ella iría esa noche, como siempre, con Margarita o Sofía, sus hermanas mayores.
Mi madre con su familia había ido a pasar el verano a Carabanchel Alto —un pueblo entonces, que hoy es un barrio de Madrid— buscando descanso y por cambiar de aires, dijo el médico, pues había sufrido un conato de tuberculosis. Me la imagino, escuchimizada, respirando fuerte para sanar pronto «que con la salud no hay que gastar bromas», le diría su abuela, una viuda con muchas ínfulas, un aire de nobleza trasnochada, una ciega devoción alfonsina, en la nuca un moño altivo y hermoso; una señora de otro tiempo, muy dada a los refranes, a la que le gustaba repetir «el mejor hombre, ahorcado».
Tal vez quien insistiera en que tenía que cuidarse mucho fuese su hermano mayor, Marianito, que era médico y murió tan joven; escuché su historia contada por mi madre y sus hermanas en voz muy baja y lágrimas en los ojos, mientras repasaban sin ver unas fotos manoseadas de un joven de bata blanca y cara de viejo que, devorado por la tuberculosis, «pasaba las horas muertas estudiando librotes de medicina que apoyaba en un atril para no fatigarse».
… de veintiocho años, natural de Chiclana, Cádiz, soltero, falleció en la calle de Floridablanca el día de ayer, a las nueve horas, a consecuencia de un síncope cardiaco.
«Que Dios le perdone lo que hizo, pobrecito, cuando supo que no saldría de su enfermedad, y qué horror para su novia de toda la vida, qué chica tan buena, y hay que ver lo que tuvo que padecer el abuelo —su padre, el padre de él, de ellas, mi abuelo— para conseguir que le enterraran en sagrado, que a los suicidas ya se sabe… qué disgusto y qué vergüenza para el abuelo, tuvo que echar mano de todas sus amistades».
Dos
Entre los García no hubo esos dramas: sus vidas y sus muertes fueron de lo más corriente, vidas y muertes muy de andar por casa. En la familia de mi padre nunca se habló de alfonsinos ni de carlistas.
Los García eran gente del pueblo, empleados, comerciantes, trabajadores del Grao de Valencia, sin mayores trajines. «Mi casa estaba cerca del mar, pero enseguida, cuando murió mi hermano Julianín del garrotillo, vinimos a Madrid». Vinieron enseguida a Madrid y el mar quedó en un recuerdo, en una devoción por Valencia y su bullicio mediterráneo, por su luz, las fallas y el olor de la pólvora de las tracas, por la paella, que «como en Valencia, que sepas que no se hace en ningún sitio, que lo sepas». Que lo sepas.
El abuelo, con mucho pelo blanco repeinado hacia atrás, era un orgulloso funcionario de Correos, la abuela era bajita y muy castiza, sin altivo moño en la nuca y usaba palabras raras como apechugar, jícara, botica, miasmas, tirria, apencar y trinar; «se armó un Tiberio» o «eres más tonto que Pichote» eran expresiones muy de ella.
Vivían los García en un pueblo cerquita de Madrid que hoy es ya Madrid, pues el abuelo era el orgulloso administrador de la oficina de Correos de Carabanchel Alto —Correos con una enorme ce mayúscula—, y con mucho esfuerzo y más vocación todos sus hijos llegaron a obtener plaza en el Cuerpo de Correos. Mi padre explicaba siempre que, con diecisiete años, fue nombrado Cartero del Extrarradio de Carabanchel Alto con un sueldo anual de 750 pesetas. Tan feliz.
Los García sentían como algo suyo los matasellos, las sacas, el coche-correo, las carteras de los carteros, los variados, brillantes, artísticos, infinitos sellos de correos —de Correos—. Y, sobre todo, especialmente, sentían suyo el Palacio de Comunicaciones de Cibeles: «Es como una catedral, mira qué enormes las escaleras, qué grande y reluciente el hall principal; esto es la capilla; esto, el museo postal».
Mi padre me llevaba al Palacio de Cibeles y hablaba y no paraba. Me repitió mil veces que una carta llegó sin señas a su destino, solo con dibujos: «Fíjate, nena, un sobre sin señas, solo con signos, como un jeroglífico egipcio… Fíjate, y es que los del Cuerpo de Correos somos muy listos y no se pierde nunca ninguna carta, todas llegan a su destino, menudos somos los de Correos, el cuerpo más serio y sacrificado de la Administración».
Tres
Mi bisabuela materna, refranera y gaditana, era hija de un ingeniero belga que había venido para construir las primeras líneas del ferrocarril y se quedó aquí para siempre, así que además del altivo moño, lucía ella un hermoso apellido extranjero terminado en equis y un acento andaluz que no llegó a perder en la vida.
Esta señora rubia me mira desde una foto sepia junto a un militar de empenachado ros y mostacho claro de puntas retorcidas, con muchas condecoraciones en el pecho. Mi madre solía enseñarme esa foto y repetirme muy ufana lo guapos que eran sus abuelos: «Hay que ver lo guapos que eran tus bisabuelos».
Se encargó la abuela de llevar la casa de su hijo Mariano al enviudar este de su mujer Margarita, «que pasaba las horas muertas tocando el arpa y era frágil, delicada y rubia, un poco extranjera pues había nacido en San Juan de Luz». Margarita y Mariano se casaron muy jóvenes y muy felices, él recién ganada la plaza de juez, mas al nacer su primera hija, a Margarita se le marchó lejos la razón; los médicos no supieron curarla ni acertaron siquiera a explicarse su mal. Si había enfermado por un parto, concluyeron, otro parto le devolvería la salud, y así Margarita padeció hasta seis embarazos más en busca de su imposible curación; cinco hijas y dos hijos que iban pasando directamente a manos de una colección de amas de cría bajo la estricta supervisión de su suegra. Muchos años después, Margarita, tras un penoso internamiento, murió en el frenopático de Cádiz.
Mi madre y sus hermanas jamás hablaban de la enfermedad de la madre, guardando en silencio el gran secreto de los Rodrigo.
Cuatro
Sin secreto alguno ni asomo de solemnidad, de la infancia de mi padre me han llegado tres fotos de un deslustrado color; en una, de enero de 1909, un niño muy serio y algo bizco posa sobre un tosco caballo de cartón con un sombrero enorme, embutido en un abrigo de botonadura dorada, con medias blancas y zapatos de charol. En otra, el mismo niño con enfadada expresión aparece vestido de valenciano, enfundadas las piernas en unas medias de croché muy gruesas y con unas toscas alpargatas de cintas que le llegan a la rodilla, la cabeza bien erguida y con un enorme pañuelo de seda amarillo con flores rojas. La tercera foto es del día de su Comunión y en ella se le ve con un aspecto tremendamente solemne, posando de pie entre infinitos espejos que le reflejan con un pantaloncito corto y una chaqueta oscura rematada con un gran lazo de raso bordado, el pelo muy rapado y las orejas algo despegadas de la cabeza. Yo he heredado esas orejas.
Cinco
Los hijos de Margarita y Mariano fueron naciendo aquí y allá debido a los sucesivos destinos del joven juez, de forma que se puede seguir su carrera profesional en las anotaciones de su Libro de Familia. En Arrecife de Lanzarote nació mi madre en diciembre de 1908.
Aunque fuera canaria solo por designio del Ministerio de Gracia y Justicia y viviera allí poco tiempo, añoraría siempre su isla; aseguraba que un día volvería a Canarias, que iría a Arrecife y buscaría su casa natal, que se pasearía por la playa, montaría en un camello y subiría a un volcán. Incluso, afirmaba con una sonrisa limpia, «freiré un huevo en el suelo».
De pequeña yo confundía las Canarias con las Baleares, lo que le provocaba un gran enfado y, con resignado empeño, se daba a explicarme que su isla natal estaba abajo, abajo, muy cerquita de África. Yo sospechaba que estaba equivocada porque en mi mapa escolar veía claramente las islas Canarias en un rectángulo, pegadas junto a Portugal y Andalucía, y desde luego África no aparecía por ningún sitio, pero no se lo decía para no soliviantarla más.
Los Rodrigo —la madre enferma, la abuela siempre ocupada— iban de ciudad en ciudad sin hacer mudanza: compraban lo imprescindible en cada lugar para malvenderlo todo al marchar y empezar de nuevo en el siguiente destino del padre: nuevas las sillas, las mesas, las camas. El arpa de Margarita habría quedado perdida mucho tiempo atrás, muchos hijos antes.
Seis
Recuerdo apenas al abuelo Mariano; si me esfuerzo mucho, puedo recordarle vagamente avanzando con cara de mal humor por el largo pasillo de la casa de la tía Sofía, envuelto en una ajada bata de cuadros atada de mala manera a la cintura por un cordón despeluchado, en la cabeza el gorro de dormir con una borla que le caía sobre la oreja; igual llevaría la dentadura postiza en una mano, o puesta, vaya usted a saber. Mi madre contaba riéndose que para dictar sentencia —sentencia in voce, presumía del término mi padre— se quitaba la dentadura postiza y la dejaba en la mesa junto al crucifijo que la presidía, al lado del martillo, «el martillo de orden en la sala», apostillaba mi padre.
El incendio del Teatro Novedades fue un asunto muy traído y llevado en la familia, muy recordado con orgullo por mi madre y sus hermanas, pues su padre, mi abuelo, había sido el juez encargado del levantamiento de cadáveres. En esa fecha ellas serían adolescentes y la tragedia del Novedades debió ser un mazazo. «Imagínate qué panorama, vaya trago, requemados todos y el abuelo levantando los cadáveres», decían mis tías poniendo los ojos en blanco, y yo imaginaba al abuelo levantando carbones con su cara de mal humor, la dentadura postiza en la mano, o puesta, vaya usted a saber, y el gorro de dormir sobre la oreja.
El Teatro Novedades ardió la noche del 23 de septiembre de 1928 con un balance de 67 muertos y 200 heridos.
En el momento en que se inició el fuego se estaba representando la pieza El mejor del puerto. El decorado estaba formado por un telón que representa la ciudad de Sevilla y frente a él una pequeña embarcación con faroles de iluminación eléctrica. Eran las 20:50 horas cuando falló el entramado eléctrico —probablemente un cortocircuito— y se originó el fuego en el escenario desde uno de los farolillos que lo adornaban.
Ante el escenario en llamas, el público entró en pánico y salió huyendo hacia la salida del Teatro. La estampida se había iniciado antes desde los palcos, por lo que el tapón humano se formó irremisiblemente al intentar salir los espectadores del patio de butacas. Buena parte de las víctimas lo fueron a causa de la estampida humana. El elenco de actores sobrevivió al completo.
«Fue algo espantoso y lo peor fue el pánico —se quitaban la palabra las hermanas—, menos mal que los actores pudieron escapar», concluían aliviadas. «Los actores salieron tan frescos y el abuelo, un héroe».
Parece que el abuelo, el héroe, tuvo también problemas con José Antonio Primo de Rivera, «ya sabéis —aclaraban—, el Fundador, el Ausente, el hijo del Dictador… Resulta que de jovencito fue detenido por desórdenes públicos y le juzgó el abuelo, que le condenó a no sé qué multa; el petimetre, envalentonado y rabioso, se acercó al estrado y le amenazó con inconcebibles palabrotas».
Siete
Al nacer me querían llamar Fernanda...