El oro y la sangre
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El oro y la sangre

  1. 226 páginas
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El oro y la sangre

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El Oro y la Sangre es un microcosmos del país. Un indígena emberá halla una mina de oro y sobre su comunidad se precipita una legión de aventureros, comerciantes, estafadores y guerrilleros. Después de los primeros muertos la ambición por el oro desemboca en una guerra en la que los contendientes y las víctimas los ponen los indígenas.Entonces interviene todo el mundo: la Iglesia, el gobierno, la policía, el ejército, la comisión de paz, la de asuntos indígena, la de derechos humanos… Mientras tanto el rosario de muertes se sigue desgranando. Enloquecidos por la súbita bonanza, los indígenas descubren un día el avión y se dedican a volar días enteros, o a comprar prostitutas por docenas y a mandarse a teñir el pelo del color del oro. En el tránsito final, un comando guerrillero logra imponer un ilusorio período de calma.Juan José Hoyos recupera con este libro el olvidado género de la crónica periodística. Su relato está construido sobre una minuciosa investigación y escrito con la directa y cruda fuerza de los hechos. En el estilo de periodista que sabe narrar, que le ha valido un merecido prestigio con las crónicas que publicó cuando fue corresponsal de El Tiempo y con sus novelas Tuyo es mi corazón y El Cielo que perdimos.

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Información

Año
2021
ISBN
9789585516731
Categoría
Filología
Categoría
Periodismo

II. LA SANGRE

1

El 30 de enero de 1987, por la mañana, había mucho movimiento en el resguardo emberá. La noche anterior una comisión del Ejército de Liberación Nacional había dormido en Mombú y había subido de madrugada hasta el campamento de Río Colorado, seguida por un montón de indígenas de El Chuigo y de Conondo.
Los indígenas de esas zonas se habían quejado ante los guerrilleros del comportamiento de Humberto y Orlando Montoya. Según ellos, los dos hermanos y sus amigos estaban «mezquinando» el oro de la mina. Algunos habían tenido enfrentamientos verbales por esa causa con miembros del cabildo de Río Colorado y con los Montoya.
Al oro estaban ligados muchos otros problemas: odios viejos, rivalidades entre clanes, deudas no pagadas, venganzas, líos con la dinamita que se usaba en la mina. Pero el oro era el pretexto que había juntado todo eso. Muchas de esas cosas las ignoraban los guerrilleros.
La comisión del ELN estaba compuesta por algunos militantes de una columna que hacía trabajo político y militar en las zonas rurales de los municipios de Andes, Bagadó y Carmen de Atrato. Uno de sus integrantes era un indio chamí que hablaba lengua emberá y que había pertenecido en el pasado al M-19. El muchacho había estado antes en el resguardo. Allí la gente le tenía miedo porque en muy poco tiempo se había hecho célebre por su arrojo y su falta de escrúpulos. Muchos decían que era un matón sin Dios ni ley. Su fama de malo se había extendido a casi todas las zonas campesinas que lindan con el resguardo emberá, no sólo en el Chocó sino en Risaralda y Antioquia. En Andes, estaba sindicado de un asesinato. Cuando iba a ser reclutado por el ELN, algunos militantes que conocían los rumores se opusieron. Los mandos no tomaron en serio sus objeciones: les parecía un candidato ideal para sus filas sobre todo porque dominaba el chamí, una variante de la lengua emberá muy parecida a la que hablaban los indígenas del Alto Andágueda.
La misión del grupo era muy clara: reunirse con los hermanos Montoya y conminarlos a entregar la mina a un cabildo mayor en el que estuvieran representadas todas las comunidades del resguardo, y no sólo los indios de Cascajero y Río Colorado amigos de los hermanos Montoya.
En la mañana, los miembros del grupo subieron hasta la boca de la mina. Allí sólo encontraron a Orlando. Antes de regresar al campamento de Río Colorado, hablaron con él y con los trabajadores. A estos últimos, la mayoría de ellos negros de Piedra Honda y Agüita, los obligaron a abandonar las instalaciones y a salir del territorio indígena. A partir de entonces, les dijeron, sólo iba a haber gente emberá trabajando en la mina.
A Orlando decidieron dejarlo en el lugar, custodiado por varios compañeros.
Enseguida, la comisión bajó hasta el río y reunió a los indígenas junto al campamento. Durante el resto del día se discutieron las quejas de los representantes de las comunidades excluidas de la explotación de la mina y se habló del manejo que había que darle en el futuro. Al caer la tarde, se eligió un nuevo cabildo y se destaparon algunas botellas de aguardiente para celebrar los acuerdos alcanzados en la reunión.
En ese momento, los mandos del ELN creían haber cumplido con su misión. Sólo faltaba enviar una comisión a la casa de Humberto, situada en cercanías del campamento, y comunicarle las decisiones que habían tomado los indígenas.
A esa hora, arriba, en la mina, hacía rato que los indígenas que custodiaban a Orlando ya lo habían matado y habían enterrado su cuerpo junto a una quebrada.
Cuando cayó la noche, en el campamento de Río Colorado el indio chamí empezó a hablar en lengua emberá con los demás indígenas. Dicen que estaba muy alterado. Quería saber dónde estaba la gente del grupo paramilitar que dirigía Muriel Campo. Según él, Campo había atacado a un grupo de guerrilleros, hacía unos días, por el camino entre Andes y el Andágueda. También quería saber dónde vivía el indígena que había entregado a «La Chiqui» y a los demás compañeros de su columna. Todo eso lo preguntaba en lengua. Más tarde se fue con varios indios borrachos y armados a buscar la casa de Humberto.
Con excepción de los quince o dieciséis miembros del grupo –muchos de los cuales ya están muertos– nadie sabe a ciencia cierta lo que pasó después en esa casa.
Dicen que la comisión llegó al lugar cuando ya iban a ser las siete de la noche. Al frente iba el chamí, todavía hablando en lengua. Estaba lleno de rabia. Quería cobrar deudas viejas. Quería vengar a sus compañeros muertos.
Humberto se hallaba en la casa con su mujer y sus dos hijos. Hablaba con un amigo de Andes que trabajaba con él de guardaespaldas y con dos arrieros que habían llegado hacía poco por la trocha. La comisión los obligó a salir a un pequeño monte situado a poca distancia de la casa. Hablaron durante algún rato en lengua emberá. El indio chamí pedía a la gente que le dijeran cuáles eran los buenos y cuáles los malos. A medida que los indios hablaban, Humberto y los blancos eran separados a uno y otro lado.
La matanza empezó a los pocos minutos. Humberto fue atacado a garrotazos por varios indígenas que lo insultaban en lengua. Otros también lo atacaron a cuchilladas. Después lo remataron a punta de machete. Lo mismo hicieron con los dos arrieros que habían llegado de Andes.
Al final, el cuerpo de Humberto fue descuajado a machetazos y clavado en una estaca. Antes de abandonar el sitio, uno de los indígenas le sacó el corazón y se lo metió en la boca.
Después, obligaron a la mujer de Humberto a que les sirviera comida.
Al guardaespaldas de Humberto, por una equivocación, le perdonaron la vida. El muchacho ensilló una mula y se fue huyendo por el camino de herradura a pesar de que ya estaba demasiado tarde
Cuando la comisión regresó al campamento, alguien se dio cuenta de que traían la ropa manchada de sangre y de que el indio chamí tenía puesto el reloj de Humberto. Uno de los hombres del ELN preguntó por él. Un indígena le contestó: «Ya lo mataron...».
Y por el campamento corrió la voz de que habían matado a Humberto Montoya y a Orlando. En medio de la confusión causada por la borrachera general y por la matanza, los miembros de la comisión se dieron cuenta de que hacía rato habían perdido el control de la situación y decidieron abandonar Río Colorado, muy asustados. A pesar de que sus compañeros se lo exigieron con energía, el chamí se negó a acompañarlos y se quedó bebiendo con los demás indígenas.
El jaibaná Gabriel Estévez estaba a esa hora en la casa de Río Colorado. Cuando sintió la bulla, salió al corredor a preguntar qué pasaba. Apenas se enteró de la muerte de sus dos sobrinos, lleno de ira, el anciano se acercó a los indios que habían matado a Humberto.
Ellos no escucharon sus palabras y con las mismas armas lo mataron a él y a su hijo, Pedro Estévez, que corrió a defenderlo. Esa noche, los hombres del grupo comandado por el indio chamí también mataron al segundo gobernador del cabildo de Río Colorado, Gabriel Sintuá, a Fermín Guatiquí y a Muriel Campo, jefe del grupo paramilitar.
Después se fueron a seguir el rastro del amigo de Humberto al que habían dejado vivo por equivocación. Lo persiguieron varios kilómetros por el camino hacia el cerro de San Fernando, tomando aguardiente, pero no lo pudieron alcanzar porque el muchacho, lleno de espanto, ya les había tornado mucha ventaja.

2

Al día siguiente, la noticia de la matanza en Río Colorado se regó como una bola de fuego por ríos y montañas del territorio emberá.
La historia se supo de labios de algunos arrieros que venían de la parte alta. Apenas se conocieron los nombres de los muertos y los indígenas se enteraron de que entre ellos estaba el jaibaná Gabriel Estévez, tío de Humberto y Orlando Montoya, empezaron a abandonar los tambos y a huir, llenos de miedo. Los de la parte alta se fueron casi todos a Andes y a Piedra Honda. Los de la parte sur se refugiaron en caseríos de Risaralda situados cerca de la carretera Pueblo Rico-Tadó. Algunos más prefirieron quedarse en el resguardo y empezaron a concentrarse en Conondo y Aguasal.
La mina fue abandonada y el indígena chamí permaneció algunos días más en Río Colorado, tratando de ponerse al frente de su explotación. Pero la gente estaba muy asustada y lo dejó solo. Después abandonó el resguardo y se fue al departamento del Cauca. Cuando el ELN lo expulsó de sus filas, el indígena se vinculó al grupo Quintín Lame.
El asesinato del jaibaná Gabriel Estévez provocó mucho dolor y mucha rabia entre los emberá. El viejo era acatado y querido por la gente de todo el resguardo desde hacía muchos años. En el cabildo de Río Colorado, los gobernadores lo consultaban para tomar cualquier decisión. Para casi todos los emberá él era una especie de patriarca que encarnaba las tradiciones heredadas de los abuelos «de Antigua».
Estévez no tenía mucha claridad sobre el mundo de los blancos. Su mujer ni siquiera hablaba español. La única amistad que había tenido con un blanco –su cuñado, el viejo Eduardo Montoya– se había dado por razones de parentesco. Aunque durante los últimos años había estado muy cerca de la gente blanca e india que explotaba la mina, Estévez no era ambicioso ni buscaba sobresalir. Por ser tío de los hermanos Montoya, y por vivir en el campamento, junto al río, tenía un turno en el molino y éste le servía para sacar un poco de oro y sostener a su mujer y a sus hijos. Sin embargo, se había inmiscuido muy poco en los problemas. Luchaba, nada más, por vivir en paz. Con los blancos era acogedor, pero retraído. Los miembros de la comisión que visitó el Alto Andágueda en 1978 lo recordamos siempre como una persona con un alma transparente: un emberá de los viejos, un abuelo bueno.
La noticia del éxodo indígena y de la matanza llegó a Quibdó a los pocos días. El vicario apostólico, monseñor Jorge Iván Castaño, decidió enviar a la zona al director del Centro de Pastoral Indigenista, Agustín Monroy.
Cuando el sacerdote llegó al colegio de Aguasal, los maestros ya habían empacado su ropa y se preparaban para cerrar el internado y abandonar el resguardo. El padre Agustín se reunió con ellos para evaluar la situación. Una de las maestras le dijo: «Padre, aquí han matado gente de uno y otro lado, pero nunca había sucedido algo tan grave... Matar a un jaibaná viejo es una cosa muy complicada. Significa maldiciones, significa todo lo que usted quiera... Lo mejor es que cerremos el colegio y nos vayamos. Esto se va a reventar…».
En ese momento, el padre Betancur no estaba en la misión. El enviado del obispo de Quibdó, a pesar de la gravedad de la situación, decidió permanecer en el resguardo. Quería dialogar de algún modo con los indígenas.
Por esos días, Justo Sintuá, gobernador de Río Colorado, se había refugiado con su familia en Piedra Honda, un caserío poblado por colonos negros y situado a ...

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  1. I. EL ORO
  2. II. LA SANGRE