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Trabajo
El forense declaró que David Clapson, cuando murió, tenía el estómago vacío. David, antiguo soldado de primera en el Real Cuerpo de Señales del Ejército británico, trabajó dos décadas en el sector de telecomunicaciones y dejó su último empleo para cuidar de su madre anciana. Cuando esta falleció, David solicitó la prestación al solicitante de empleo (JSA) para ir tirando, pero después de no acudir a dos citas en el JobCentre le retiraron las ayudas durante un mes. David era diabético y sin las 71,70 libras semanales de su JSA no podía permitirse comprar comida ni recargar su tarjeta de electricidad para mantener encendido el frigorífico donde conservaba la insulina. Tres semanas más tarde, David moría de cetoacidosis diabética a causa de una deficiencia de insulina.
Esto pasó en 2013, apenas dieciocho meses después de que el Gobierno de coalición lanzara su primera ronda de recortes de prestaciones por discapacidad y, con esta, el cambio en la percepción que Gran Bretaña tenía no solo de la discapacidad, sino de las personas discapacitadas que cobraban las ayudas a los desempleados. Escribí sobre la muerte de David para The Guardian, uno de los pocos medios de comunicación que cubrieron la noticia en un periodo en el que la mirada pública estaba siendo dirigida por programas como Benefit Street y titulares del tipo «Delata al defraudador de ayudas sociales». Cuando por primera vez me puse a estudiar el caso de David, un mes después de su muerte, me resistí conscientemente a calificar su muerte de «tragedia».
«Tragedia» da a entender que se trata de un incidente aislado, algo poco común e inevitable. Lo que le hicieron a David —porque se lo hicieron, no se trató de algo que sencillamente ocurriera— es un ejemplo particularmente espeluznante de lo que, casi en silencio, se convirtió en una crisis generalizada en la respuesta británica a las personas discapacitadas que buscaban empleo. Las palabras de la hermana de David, Gail Thompson, con motivo de su muerte resumen hasta qué punto se había generado una atmósfera brutal. «Murió con seis bolsitas de té, una lata de sardinas caducada y una lata de sopa de tomate —señaló—. Junto a su cuerpo había un montón de currículums».
En 2018, cinco años después de la muerte de David, la historia se repetía. Amy Driver, diabética, que padecía pérdida de audición y de visión, así como fatiga extrema, vio cómo suspendían sus ayudas durante cuatro semanas por no haber acudido a una cita en el JobCentre que le coincidía con otra cita en el hospital. Sin dinero para las comidas regulares, Driver sufrió un coma diabético y murió. Tenía veintisiete años.
Gran Bretaña es un país profundamente incómodo con la discapacidad y la diferencia. Pocas veces esto se presenta con tanta virulencia como en el caso de los lugares de trabajo y el sistema de desempleo, en los que las personas discapacitadas se ven atrapadas entre dos estereotipos completamente contradictorios. Por un lado, somos enclenques y dignos de compasión, incapaces de ocupar posiciones de influencia o de hacer alguna contribución al capitalismo. Por otro lado, somos gorrones perezosos y caprichosos que abusamos de los esforzados ciudadanos no discapacitados. Esto se intensificó claramente cuando las medidas de austeridad empezaron a ser aplicadas con una insistencia particular a las prestaciones de baja por enfermedad y de desempleo. Era como si a las personas discapacitadas se las compadeciera por sus dolencias y al mismo tiempo se las vilipendiara como una carga inútil; consideradas incapaces de desempeñar tareas básicas por parte de las personas no discapacitadas y al mismo tiempo criticadas por no estar trabajando.
En 2013, cuando las reformas del «Estado del bienestar» empezaron a implantarse, el Daily Mail publicó un artículo en el que un médico de familia, el doctor Phil Peverley, afirmaba estar enfurecido por «los miles de pacientes “empecinados” en el intento de demostrar que están enfermos solo para pedir las ayudas». El médico declaró al periódico que estaba considerando la idea de pegar un póster del ahora difunto Stephen Hawking en el que podría leerse: «Este tío no está cobrando la baja». La idea era sencillamente infligir un acto de humillación: si Hawking no permitió que su discapacidad le impidiera convertirse en un físico de renombre mundial, otras personas discapacitadas no podían excusarse en lo mismo.
La idea era manifiestamente ridícula. Cada discapacidad es diferente y factores como la riqueza y la educación alejan la experiencia de Hawking de la de la mayoría de la gente. Pero el ejemplo es característico de una actitud creciente de juicio y sospecha que empezó a enconarse después de 2010 y que hunde sus raíces en el corazón de la política gubernamental. Con el telón de fondo de la austeridad y de una economía crecientemente basada en bajos salarios y contratos precarios, las personas discapacitadas se llevaron la peor parte de un sistema de «trabajo y ayudas» cada vez más dañino: un sistema que, en vez de proporcionar una «red de protección» a las personas con discapacidades que les impiden trabajar y dar apoyo a las que pueden hacerlo, los dejó alegremente a la intemperie en el mercado de trabajo—considerados unos «gandules»— con todas las consecuencias. Intensificado por la austeridad y con el beneplácito de la retórica gubernamental, el relato inculcado desde hace mucho tiempo en las sociedades capitalistas fue ajustado al dedillo contra las personas discapacitadas: cada uno de nosotros solo tiene valor en la medida en que contribuye a la economía y aquellos cuyos cuerpos no encajan en este molde tradicional han de ser juzgados u obligados a obedecer.
La aceleración de las sanciones de retirada de prestaciones, que terminaron con la vida de David, es tal vez el símbolo más desgarrador de esto. Las sanciones —mediante las cuales el Departamento de Trabajo y Pensiones (DWP), a través de los JobCentres locales, retira las prestaciones a un solicitante por supuestas infracciones— han sido una pequeña parte del sistema de prestaciones de desempleo desde la década de los noventa. En aquel entonces, el nuevo Gobierno laborista adoptó una estrategia del tipo «el trabajo es lo primero», mediante la cual se realizaba un seguimiento de la búsqueda de empleo de los solicitantes, reforzada con la opción de la retirada de las prestaciones. En muchos aspectos, este fue un cambio fundamental en el principio del Estado del bienestar que venía a indicar que la seguridad social no es un derecho, sino algo que puede ser concedido o retirado con arreglo al comportamiento de la persona. En diciembre de 2012, el Gobierno de coalición introdujo una serie de medidas «más duras» que aumentaron enormemente la escala y el alcance de las sanciones. Esto facilitó aún más quitar dinero a la gente de sus ...