Novena Parte:
Iván
Capítulo I
Mitia llevaba ya dos meses arrestado.
Aliosha había visitado varias veces a Grúshenka. Esta había caído gravemente enferma, tres días después del arresto, y estuvo en cama cinco semanas consecutivas. Los ocho primeros días estuvo sin conocimiento. A la sazón, había cambiado mucho: había enflaquecido, estaba muy pálida, pero se había tornado más simpática que nunca, según afirmaba Aliosha. En sus ojos brillaba ahora cierta resolución inexplicable.
Sin embargo, no había perdido ninguna de sus gracias; solo que, ahora, su aspecto orgulloso se había trocado en dulce y afable... si bien en sus profundos ojos negros brillaba de tanto en tanto un relámpago de odio al pensar en Katerina, de quien no se había olvidado ni siquiera durante su delirio.
Grúshenka tenía celos de Katerina, si bien esta, aun cuando se lo habrían permitido, no había visitado al prisionero ni una sola vez. Grúshenka no tenía confianza sino en Aliosha, pero este no sabía qué aconsejarle.
Un día, Grúshenka volvía de la prisión, la cual visitaba con el correspondiente permiso, desde el momento en que se restableció. Aliosha, al cual esperaba con más impaciencia que de ordinario, se presentó en su casa. Encima de la mesa había un manojo de naipes, y sobre el diván, cubierto de cuero, se veía una especie de lecho en el cual estaba medio acostado Maximof, quien llevaba puesta una bata y un gorro de algodón. El labriego estaba enfermo. Este habitaba en casa de Grúshenka desde aquel día en que vino acompañándola de regreso de Mokroié; movida a compasión por la indigencia de aquel desgraciado, Grúshenka le había ofrecido hospitalidad en su casa. Excepto Maximof y Aliosha, la joven no veía a nadie: el viejo Samsonnof había muerto ocho días después de haber sido arrestado Mitia.
—Por fin estás aquí —exclamó ella, arrojando sobre la mesa las cartas que tenía en la mano, y saliendo al encuentro de Aliosha—; este tonto de Maximof me asustaba diciéndome que no vendrías más. ¡Ah, cuánta necesidad tengo de ti! Siéntate... ¿quieres café?
—Con mucho gusto.
—¡Fenia, Fenia, trae café!... ¡Ya hace mucho tiempo que está hecho!... ¡Trae también unos cuantos pastelillos!.. ¿Sabes, Aliosha? Hoy he tenido otra discusión acerca de los dichosos pastelillos, le he llevado unos cuantos a Mitia, ¿sabes?... ¿Qué dirás que ha hecho?... Pues los ha arrojado al suelo. Yo me he incomodado y le he dicho: “Está bien, se los daré a los centinelas; aliméntate de tu propia maldad...”. Y me he marchado sin decirle nada más. ¡Sí, otra vez nos hemos peleado, cada vez que nos vemos hacemos lo mismo!
Grúshenka hablaba con animación.
—Además, hoy le ha dado por otro lado.
—¿A propósito de qué?
—Figúrate que tiene celos de mi “antiguo amante”. “¿Por qué le das dinero? —me dice—. Tú lo mantienes”. Está celosísimo.
—Porque te ama; además, la fiebre le tortura.
—Mañana tendrá lugar el juicio. Hoy le visité precisamente para infundirle valor, porque es terrible pensar lo que puede suceder mañana. Dices que la fiebre le consume. ¡Si supieras el estado en que yo me encuentro!... Otra cosa, ¡pues tiene celos hasta de Maximof!
—Mi esposa también me martirizaba con sus celos —dijo este último.
—¿Y de qué podía tener celos tu esposa? —exclamó Grúshenka, riendo a su pesar.
—De todo, especialmente de las sirvientas.
—Calla, Maximof, no es este el momento a propósito para reír... y no mires tanto los pastelillos: no te daré ninguno, te harían daño... ¡Y pensar que también debo curar a este! ¡Parece que mi casa es un hospital!
—Valgo tan poca cosa que no merezco su atención —dijo Maximof con afable acento—. Haría usted mejor prodigando su bondad con aquellos que lo necesitan más que yo.
—¡Ah, Maximof, todos necesitan ayuda! Pero, ¿cómo sabes quién es el que la necesita más? ¡Ah! ¿Sabes, Aliosha? También el polaco ha caído enfermo. Hoy le mandaré pastelillos, adrede, ya que Mitia me ha reprochado el otro día que se los había mandado, sin ser cierto. Mira, aquí llega Fenia con una carta... adivino: apuesto lo que quieras a que es de los polacos, ya verás cómo en ella me piden dinero otra vez.
En efecto, el señor Mussialovitch, desde hacía algún tiempo, escribía a Grúshenka muy a menudo enviándole recibitos, especie de pagarés firmados por él y Vrublevski, en cuyos pagarés se obligaba a restituir a Grúshenka el dinero que esta le prestase. Mussialovitch había empezado por pedirle dos mil rublos, y después de una serie de cartas que no fueron contestadas, concluyó por solicitar un solo rublo, cuyo empréstito había sido garantizado con la firma de los dos polacos. Grúshenka concluyó por ir a verlos, y habiéndoles encontrado en la más espantosa miseria, les entregó diez rublos. Desde aquella fecha, los polacos no cesaban de importunarla con cartas, pidiéndole dinero.
—He tenido la debilidad de contarle esto a Mitia —repuso Grúshenka—. “Figúrate —le dije— que mi polaco se ha puesto a cantarme canciones con la guitarra, como antiguamente, pensando que me dejaré conmover”. Mitia, al oír esto, se puso a insultarme... Por haber hecho eso, voy a mandarles pastelillos a los polacos... ¡Fenia! —añadió gritando—. Dale tres rublos a la muchacha que han mandado y una docena de pastelillos. Y tú, Aliosha, cuéntale esto a Mitia.
—¡Jamás! —dijo Aliosha sonriendo.
—¿Crees tú que eso le disgustará? ¡Bah, finge estar celoso, pero en el fondo no le importa nada! —dijo con amargura Grúshenka.
—¿Qué finge, dices?
—¡Qué inocente eres, a pesar de tu gran inteligencia! No me inquieta que Mitia tenga celos; es más, hasta diré que sus celos me son necesarios para ser feliz. Yo también soy celosa. Lo que me irrita es que él no me ama, que finge unos celos que no siente. ¿Crees que estoy ciega? Mitia ahora no hace sino hablar siempre de Katerina, la cual ha hecho venir de Moscú un célebre médico para que le atienda y uno de los mejores abogados para defender su causa... Y si habla tanto de ella es que la ama. Por eso, porque él es culpable, me acusa a mí...
Grúshenka se interrumpió y rompió a llorar.
—¡Mitia no ama a Katerina! —dijo Aliosha con firmeza.
—Yo lo sabré de cierto —replicó la joven con semblante alterado.
Después de un momento de silencio, añadió:
—Ya hemo...