Cuenta san Lucas que Marta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile que me ayude». Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10,38-42).
Sin ánimo de sentar cátedra, pero sí de poner en juego ideas que habitualmente no escucho en los foros públicos de debate, me propuse hacer un esbozo de parte del paisaje que he observado en mis años de trabajo en la escuela concertada católica. Tampoco he pretendido hacer una descripción global de la vida escolar, sino que he puesto mi foco de atención en aspectos que –considero– precisan de una relectura, dejando a un lado otros muchos que suponen una riqueza para nuestros colegios, nuestros alumnos y nuestra sociedad.
Tampoco me he preocupado de la escuela en general, sino de la escuela católica. Saberme parte de la Iglesia me ha hecho cuestionarme y cuestionar muchas de las vivencias tenidas en el entorno de las entidades que han asumido el apellido «católico» en su denominación. Somos imagen pública de nuestra Iglesia y estamos llamados a hacer reino de Dios en la tierra. Por tanto, no puede valer todo y, al margen de los ineludibles quehaceres diarios, deberíamos aprender a mantener una actitud serena, atenta, contemplativa, que nos permita tomar distancia de los trajines cotidianos, algunos ineludibles, otros necesarios y muchos prescindibles. Deberíamos asumir una actitud que nos permita mantener la lámpara encendida para vislumbrar cuáles son los cuándo y los cómo a los que Dios nos invita, y abra nuestra tarea a horizontes que apunten a nuevos marcos de actuación. Vino nuevo en odres nuevos, nuevos marcos de actuación que se vean acompañados de nuevas estructuras organizativas, nuevos programas de trabajo, nuevas propuestas metodológicas en el aula y nuevos estilos de relación.
Nuevos marcos de actuación que apuesten por las necesarias transformaciones personales, sociales y planetarias que nos está reclamando con urgencia el murmullo de un Padre que nos mira con ternura. Transformaciones personales que eduquen nuestra mirada hacia el estar atentos a la necesidad del otro y hacia el regalo de la belleza en nuestras vidas, y que nos llene de la dignidad que conlleva ser hijos de un mismo Dios. Transformaciones sociales que nos hagan corresponsables a los unos de los otros, que apunten hacia la equidad en las relaciones y en la toma de decisiones, que sitúen el bien común en la raíz de los procesos. Transformaciones planetarias desde la toma de conciencia de la humanidad como un todo del que somos parte influyente, y de la Tierra como Madre acogedora a la que debemos amar.
Sin embargo, vivimos los cursos escolares con cierta vorágine, sujetos a ritmos que no dejan espacios para el diálogo, la reflexión y la calma. Vivimos los cursos escolares sumergidos en un quehacer frenético, derivado de una concepción productivista de nuestro trabajo, y aparcamos nuestra capacidad para la contemplación; y en muchas ocasiones permanecemos sordos a signos que están reclamando nuestra atención.
Sin darnos cuenta nos atrapa la actitud de Marta. Cierto que alguien tiene que recoger la casa y hacer la comida, pero no podemos defender esa parte como la importante, la que debe imponerse sobre las demás. El exigente ritmo de actividad al que nos somete la escuela hace que le quitemos valor a los espacios de calma y quietud y que nos olvidemos de elegir la parte buena.
Estas son las razones que me dispusieron a compilar estas reflexiones. En primer lugar, para buscar espacios de quietud para mi propia persona, por la necesidad personal de revisar a la luz del Evangelio la realidad laboral en la que estoy inmerso. En segundo lugar, para ofrecer el resultado de mis intuiciones, por si pueden iluminar rincones a los que no siempre llega nuestra mirada.
Escribo, pues, con la intención de que sea la esperanza la que ilumine lo que escribo: no siempre me resulta fácil que así sea. He desarrollado la mayor parte de mi labor como docente en la escuela católica y he pasado por períodos de ilusión, euforia, decepción, rencor, desasosiego, serenidad… Quiero mirarla ahora con esperanza, en desacuerdo con algunas de sus propuestas a la vez que convencido de lo mucho que aporta y puede aportar a nuestra sociedad, y sintiéndome Iglesia en ella y convencido de la importancia de añadir a los discursos oficiales –y oficiosos– líneas de reflexión que no suelen escucharse en los grandes foros, pero que sí resuenan en pasillos y pequeños corros entre muchos de los que sostenemos los proyectos educativos con nuestro esfuerzo cotidiano en las aulas. Ni que decir tiene que todo lo que se propone aquí ya es realidad en muchos de nuestros colegios, y pido disculpas de antemano si mi aportación parece una enmienda a la totalidad. Nada más lejos de mi intención: es mucha la vida que se está poniendo en juego para que el mensaje del Evangelio impregne nuestras escuelas y adquiera el potencial transformador que encierra. Pero creo que es el momento de cuestionar aquellas formas de funcionar que no todos los que formamos parte de la escuela católica compartimos y aportar nuevos referentes, aunque no siempre sea tarea grata, pues, en el fondo, cimbrean nuestra manera de pensar y de hacer.
Poco más; quizá me «obsesiona» trasladar a la escuela un modelo social que sea reflejo de todo aquello que entiendo que Jesús de Nazaret vino a vivir entre nosotros. En cualquier caso, solo pretendo ordenar ideas que no suelo escuchar muy a menudo en el devenir diario del trabajo escolar y ofrecerlas al diálogo esperanzado.
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LA VIDA LAICAL EN LA IGLESIA
Nací en 1972 y fui bautizado a las pocas semanas de vida. Desde muy pequeño fui chico de parroquia. Viví mi juventud deslumbrado en los noventa por los coletazos tardíos de la teología de la liberación y la experiencia en parroquias de barrios periféricos de Madrid. Ahora estoy casado, con dos hijos y soy profesor de Secundaria en un colegio católico desde hace más de diecinueve años. Me he dedicado a tareas de gestión y dirección durante más de diez cursos. A lo largo de este tiempo he convivido con cinco papas en Roma y cinco leyes educativas en España.
A estas alturas me resulta ineludible la pregunta sobre el sentido de la presencia de un laico en la realidad confesional en la que desarrollo mi actividad profesional. ¿Cómo afronta un laico posconciliar ser empleado de una institución católica dedicada a la docencia?
Son muchas las líneas de reflexión que se me abren: la realidad del laico en la Iglesia, la relación con las instituciones católicas que sostienen los centros, la relación con la Administración y sus normativas, la convivencia con alumnado y familias dentro de la escuela, el sentido real de transformación de nuestra tarea, nuestra relación con la sociedad, el nivel de hondura espiritual desde el que desarrollamos nuestra tarea, el vínculo entre compañeros de trabajo o las propuestas pastorales por las que estamos apostando.
Cabe, pues, pararme a dar algunas pinceladas breves sobre lo que entiendo que debería ser la vida laical en la Iglesia de hoy.
Aún resuena en el lenguaje eclesial la idea de laico como «seglar», como «siervo», como «miembro de un rebaño guiado por pastores». Pero no solo en el lenguaje: muchos de los fieles aceptamos la actitud «cómoda» de dejarnos llevar por el clero, que, a su vez, manifiesta cierta dificultad para desprenderse de tareas y estadios de poder que no tienen por qué ser exclusivamente suyos. Seguimos auspiciados por las palabras de Graciano en el siglo XII, «tenemos dos clases de cristianos», los que se dedican al oficio divino, a la contemplación y la oración, y los laicos. Pero no tenemos que alejarnos tanto: León XIII, a finales del siglo XIX, seguía distinguiendo «entre pastores y rebaño, entre los jefes y el pueblo» (Sapientiae christianae). Pío XII insiste, mediado el siglo XX, en que «el [sacramento del] orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no consagrados» (Mystici Corporis Christi).
Atrás debería haber quedado esta concepción de la vida laical, pues el Vaticano II afirma que «cuanto se ha dicho del pueblo de Dios se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos» y que «se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y la acción común de todos los fieles». O cuando en Lumen gentium se afirma que «los laicos, incorporados por Cristo en el bautismo, participan de la triple función de Cristo, es decir, son sacerdotes, profetas y reyes». Aún más, el mismo san Pablo, en su primera epístola a los Corintios, afirma que «en un solo Espíritu hemos sido bautizados, y todos hemos bebido de un solo Espíritu»; o san Juan, cuando certifica en el Apocalipsis que Cristo «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre».
Creo, por tanto, en el valor del laico dentro de la Iglesia y en su compromiso con la sociedad desde su sencilla pretensión de ser un buen cristiano, seguidor de Jesús, vinculado al Padre, inspirado por el Espíritu. Sin embargo, aunque el Código de derecho canónico afirma que «se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción» (can. 208), en Christifideles laici, Juan Pablo II da un paso atrás proponiendo que la vida de los laicos «se expresa particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas». No niego la importancia de dicha inserción, es más, la afirmo, pero parece como si los laicos estuviéramos excluidos de otro tipo de pretensiones reservadas a la clase sacerdotal, reafirmando así la dinámica de pastores y rebaño. Esta propuesta me retrotrae de nuevo a Graciano, en el siglo XII, cuando afirmaba que a los laicos «se les permite tener cosas temporales […] les está permitido casarse, cultivar la tierra, juzgar entre los hombres, colocar las oblaciones sobre el altar, pagar tasas, y así podrán salvarse y, haciendo el bien, evitar vicios».
Comenta José Antonio Pagola en su reflexión La hora de los laicos: «Una buena parte de estos laicos, aun sin participar en organizaciones de ningún tipo, se preocupan de verdad por la com...