CAPÍTULO 1
NO HAY TROMPETAS
«¡No hay trompetas!», dijo su señoría en tono melancólico y reprobador, ligeramente molesto.
Sus palabras, dirigidas a nadie en particular, no generaron ninguna respuesta, seguramente debido a que no había respuesta posible ante la exposición de un hecho tan obvio. Todas las demás cosas que pudiera concebir el hombre o dictar la tradición para comodidad o gloria del juez de comisión, representante de Su Majestad, estaban allí dispuestas. Un Rolls-Royce de tamaño cavernoso ronroneaba a la puerta de la residencia oficial. El gobernador civil, con un leve olor a bolas de naftalina, aunque mostrando en cualquier caso una silueta reluciente con su uniforme de gala de un Regimiento de Voluntarios disuelto hacía mucho, se esforzaba por inclinarse con el debido respeto y al mismo tiempo evitar tropezarse con la espada. Su capellán se inflaba con una inaudita seda negra. El vicegobernador civil tenía en una mano el sombrero de copa y con la otra sostenía el bastón de mando de ébano de dos metros coronado por una talla con la cabeza de la muerte, un objeto con el que, inexplicablemente, el condado de Markshire ha decidido cargar a sus vicegobernadores en ocasiones así. Detrás, el secretario del juez, el oficial marshal del juez, el mayordomo del juez y el asistente del oficial conformaban un grupo de acólitos sombrío pero no por eso menos satisfactorio. Delante, un destacamento de policía, con los botones y las insignias brillantes bajo la pálida luz del sol de octubre, se erguía listo para garantizar una escolta segura por las calles de Markhampton. Todos formaban un espectáculo impresionante, y el hombre encorvado con la toga escarlata y la peluca larga que ocupaba el centro de la escena sabía muy bien que él no era el elemento que causaba menos impresión.
No obstante, la realidad seguía estando ahí, detestable e ineludible. No había trompetas. La guerra, con todos sus horrores, se había desatado sin control sobre la faz de la tierra y, en consecuencia, el juez de Su Majestad debía deslizarse al interior de su coche sin mayor ceremonia que un embajador o un arzobispo. Chamberlain había volado a Godesberg y a Múnich y había implorado por ellos, en vano. Hitler no iba a aceptar nada de eso. Los trompetistas tuvieron que irse. La idea resultaba angustiosa y la mirada en el rostro del gobernador civil quizá podía interpretarse como que el juez había mostrado más bien poco tacto al mencionar un tema tan amargo en un momento así.
«¡No hay trompetas!», repitió su señoría melancólico y se subió con movimientos rígidos al coche.
El honorable sir William Hereward Barber, caballero, uno de los jueces de la Sala de la Corte del Rey del Tribunal Supremo de Justicia, tal y como se le describía en la portada de la lista de pleitos de las sesiones judiciales de Markshire, había recibido durante sus primeros tiempos como abogado el sobrenombre del Niño Barbero, por motivos obvios. Con el paso de los años, el título quedó abreviado al Barbero, y desde hacía un tiempo, un círculo pequeño aunque creciente de gente había cogido por costumbre llamarlo el Padre William, por razones con las que su edad no tenía nada que ver. En realidad, todavía no había cumplido los sesenta años. Había que reconocer que, vestido de paisano, no llamaba demasiado la atención. La ropa nunca le colgaba bien en la desgarbada percha que era su cuerpo. Tenía unas formas erráticas y bruscas, una voz dura y en cierto modo aguda. No obstante, por algún motivo, el atuendo judicial le otorga importancia a cualquiera, salvo a la más indigna de las siluetas. Así, la toga amplia ocultaba sus hechuras poco elegantes, y la peluca que le enmarcaba el rostro, larga por detrás, mejoraba el efecto austero de su nariz aguileña y bastante prominente, además de disimular lo endeble de su boca y su barbilla. Al acomodarse sobre los cojines del Rolls-Royce, Barber era la viva imagen de un juez. La pequeña multitud que se había congregado en torno a la puerta de la residencia para contemplar su marcha se fue a casa con la sensación de que, con o sin trompetas, habían visto a un gran hombre. Y quizá ahí radicaba la justificación de toda aquella ceremonia.
El coronel Habberton, gobernador civil, tuvo menos fortuna con su indumentaria. Los voluntarios de Markshire nunca habían sido un cuerpo especialmente distinguido o belicoso, y costaba bastante creer que el diseñador de sus uniformes se hubiese tomado en serio su tarea; en general, había sido demasiado generoso con los galones de oro y demasiado fantasioso con el tratamiento de los tirantes y, para mayor fatalidad, había dado rienda suelta a su imaginación en lo que respectaba al casco que se colocaba con incomodidad sobre la rodilla de su dueño. En sus mejores tiempos, el uniforme había sido un error chabacano; en la era de los trajes de campaña, suponía un ridículo anacronismo, aparte de resultar terriblemente incómodo. Habberton, con la barbilla irritada por el contacto con el cuello de su atuendo, alto y rígido, se sentía inquieto al saber que las risitas nerviosas que había oído procedentes de la multitud tenían su causa en él.
El juez y el gobernador se miraban el uno al otro con la desconfianza mutua de unos hombres obligados a relacionarse en un asunto oficial, y muy conscientes de no tener nada en común. En un año laboral normal, Barber se cruzaba con hasta veinte gobernadores y ya sabía bien que, para cuando descubría alguna cosa de interés en alguno de ellos, siempre era el momento de trasladarse a otra ciudad del circuito. Por tanto, hacía mucho tiempo que había dejado de intentar entablar conversaciones con ellos. Habberton, por su parte, nunca había conocido a un juez antes de que lo nombrasen gobernador y no le importaba no conocer a ninguno más cuando su año en el cargo hubiese terminado. No salía casi nunca de su finca, en la que llevaba una granja con seriedad y eficacia, y tenía la firme opinión de que todos los juristas eran unos maleantes. Al mismo tiempo, tampoco podía evitar sentirse impresionado por el hecho de que el hombre que tenía ante él representaba a Su Mismísima Majestad, y reconocer esa sensación le provocaba un disgusto nada desdeñable.
A decir verdad, el único ocupante del vehículo que estaba plenamente relajado era el capellán. Dado que, al igual que las trompetas, el sermón de rigor para las sesiones judiciales había quedado sacrificado por las austeras necesidades bélicas, nadie esperaba de él que dijese ni hiciese nada. Por lo tanto, podía permitirse sentarse y contemplar el conjunto del procedimiento con una sonrisa entretenida y tolerante. Y, en consecuencia, eso fue lo que hizo.
—Siento lo de las trompetas, señoría —comentó al fin el coronel Habberton—. Temo que es a causa de la guerra. Nos ordenaron...
—Lo sé, lo sé —respondió indulgente el juez—. Los trompetistas tienen otros deberes que cumplir ahora mismo, por supuesto. Espero escucharlos la próxima vez que salga al circuito. Personalmente, no me interesa lo más mínimo toda esta parafernalia —se apresuró a añadir; el gesto que hizo con la mano al decirlo parecía incluir el coche, al lacayo que viajaba delante, la escolta policial e incluso al propio gobernador—. Pero algunos de mis colegas guardan una opinión distinta. ¡No quiero ni imaginar lo que habría pensado cualquiera de mis predecesores sobre unas sesiones judiciales sin trompetas!
Quienes mejor conocían a Barber solían decir que siempre que se mostraba especialmente quisquilloso o exigente se excusaba mencionando los altos niveles fijados por sus colegas o, en su defecto, por sus predecesores. Uno se imaginaba entonces a una gran compañía de seres autoritarios, vestidos de escarlata y blanco, instando a Barber a no moderar ni un ápice sus justas exigencias por mor del interés de toda la judicatura de Inglaterra, pasada y presente. Desde luego, Barber normalmente no se mostraba reacio a obedecer esas instancias.
—Las trompetas están ahí, listas —dijo Habberton—. Y mandé hacer los tabardos con mi propio blasón. Todo un desperdicio.
—Siempre puede convertir los tabardos en pantallas de chimenea —sugirió el juez amablemente.
—Ya tengo en casa tres pantallas de esa clase: la de mi padre, la de mi abuelo y la de mi tío abuelo. No sé qué iba a hacer con otra más.
Su señoría torció la boca y adoptó una expresión de descontento. Su padre había sido secretario de un abogado asesor y su abuelo, tabernero en Fleet Street, en la zona de los colegios de abogados. En el fondo de su cabeza, se escondía un temor secreto a que los desconocidos descubriesen esa información y lo despreciaran por ello.
El Rolls-Royce avanzaba lentamente, siguiendo el ritmo de la guardia policial.
—¡Maldito palo! —dijo el vicegobernador en tono afable mientras encajaba el bastón de mando con trabajo entre sí mismo y la puerta del coche que compartía con el oficial marshal—. Llevo ya diez años haciendo este trabajo y no sé cómo no lo he roto en mil pedazos cada vez que he tenido que usarlo. Deberían dejarlo en barbecho mientras dure la guerra, junto con los trompetistas.
El marshal, un joven de aspecto ingenuo y pelo claro, miró el bastón con interés.
—¿Los vicegobernadores llevan siempre esas cosas? —preguntó.
—¡No, por Dios! Es solo una peculiaridad de esta ciudad, muy leal y muy anquilosada en el pasado. ¿Es esta su primera ronda de sesiones?
—Sí, y nunca he asistido antes a ninguna sesión.
—Bueno, diría que para cuando acabe usted el circuito judicial habrá visto sesiones de sobra. En cualquier caso, no es mal trabajo: dos guineas al día y pensión completa, ¿no? Yo he tenido que mantener en marcha una oficina después de que llamaran a filas a mis compañeros y a la mitad del personal, y encima, pendiente de asistir a este espectáculo de polichinela. Supongo que conoce usted bien al juez, ¿verdad?
El marshal negó con la cabeza.
—No. Solo lo había visto una vez antes. Da la casualidad de que es amigo de un amigo mío y por eso me ofreció el empleo. Ahora mismo será complicado encontrar oficiales. —Se ruborizó un poco y se explicó mejor—. Verá, es que me declararon incapaz para el Ejército... Por el corazón.
—Mala suerte.
—Y como siempre me han gustado mucho las leyes, pensé que esta sería una gran oportunidad. Supongo que el juez es un jurista muy bueno, ¿no es así?
—Hum. Prefiero dejar que usted mismo responda a esa pregunta cuando lo haya conocido mejor. De algún modo tendrá que coger algo de experiencia que le sea útil. Por cierto, me llamo Carter. Creo que no me he quedado con su nombre...
El joven volvió a ruborizarse.
—Marshall. Derek Marshall.
—Ah, sí, ahora me acuerdo. Lo mencionó el juez: «¡Marshall de nombre y oficial marshal de oficio!». ¡Ja, ja!
Derek Marshall se rio sin mucho entusiasmo como corroboración. Estaba empezando a darse cuenta de que iba a oír esa burla muchas veces antes de que acabase el circuito.
No todos los coches pued...