El proceso de Macanaz
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El proceso de Macanaz

Historia de un empapelamiento

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El proceso de Macanaz

Historia de un empapelamiento

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«[Este libro] es bastante más que una biografía. Es en realidad toda una historia política de los reinados de Felipe V y Fernando VI y en particular de los quince primeros años del de aquel… Cuando los lectores aseguraron, tanto de Macanaz como de los Usos amorosos, que se leían "como una novela", la autora recibió ese comentario como el mejor elogio que podían hacerle.» Del prólogo de Pedro Álvarez de MirandaEste magnífico ensayo recoge la exhaustiva investigación que la autora realizó en el Archivo Histórico Nacional, el de Simancas y el de Affaires étrangères de París para esclarecer el complejo proceso seguido por parte de la Inquisición contra Melchor Rafael de Macanaz (Hellín, 1670-1760). Pensador, escritor, político regalista y fiscal general del Consejo de Castilla con Felipe V, Macanaz pasó gran parte de su vida exiliado en Francia. Conocedor de los secretos diplomáticos entre España, Francia y la Santa Sede, es un personaje clave para entender buena parte de nuestra historia.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2014
ISBN
9788416280179
Edición
1
Categoría
Historia
EL PROCESO DE MACANAZ
Historia de un empapelamiento
A la memoria de Rafael Sánchez Mazas,
que tantas cosas sabía de conflictos entre la Iglesia y el Estado,
dedico este trabajo que él me animaba a proseguir,
con la pesadumbre de que no haya podido llegar a leerlo.
«Por más que un hombre quiera ser breve en sus cosas, suelen ocurrir a ellas tales circunstancias que las prolongan y hacen que sea largo. De esta manera, sin prevenirlo, se encuentra aritmético, y sucede al modo que se multiplican los guarismos con la colocación de un cero que, por sí solo, quiere decir "nada". Los incidentes son de esta condición, y sacan la cuenta con mayor suma de la que se pensaba, lo cual yo experimento, porque, siendo el estudio de mi gustoso entretenimiento, aquel de ir conciso en la narrativa de esta historia, una y otra circunstancia me precisan a dilatarme más de lo que imaginaba.»
Belando, Historia civil de España, 1740, t. III, pág. 332
Primera parte
Tentativas iniciales
I
Ascendencia, juventud y estudios
Cuando nació Macanaz, en 1670, el reinado de Carlos II ya llevaba cinco años ensayándose bajo la tutela de su madre, Mariana de Austria; y a lo largo de otros treinta, es decir, hasta la muerte del rey, en 1700, Macanaz creció y estudió en el seno de lo que se ha llamado la España del antiguo régimen. Esto será muy importante tenerlo en cuenta. Los que suelen tener a Macanaz por un reformista del XVIII, nunca podrán, cegados por su afán de clasificación, entender la complejidad de un personaje que ya tenía treinta años al advenimiento del primer Borbón y que, dada su longevidad, habría de alcanzar la llegada del tercero. Es una figura de transición y como tal tendremos que estudiarla, sin olvidar nunca que su formación –mejor diríamos deformación– está embebida de los resabios y carencias de una sociedad que no se resignaba a estar dando las boqueadas de sus antiguos y fanfarrones esplendores.
Tanto los signos de esterilidad de aquel rey enfermizo con el que se agotaba la dinastía de los Austrias, como la ruina y decadencia de la monarquía, eran síntomas de un mal que venía gestándose de antiguo; lacras ya difíciles de encubrir.
Nunca, ni aun en sus momentos de más feliz actuación, dejó Macanaz de comportarse como un hombre marcado por los estertores de este siglo XVII, ni fue capaz de despegar de él sus raíces.
Melchor Rafael de Macanaz nació el 31 de enero de 1670 en la ciudad de Hellín, reino de Murcia, obispado de Cartagena, «de una familia noble» –nos dice él– , y fue el cuarto de siete hermanos.
En un papel que escribió para salir del paso a las sospechas de ascendencia judía que en 1716 se le imputaron, habla de sus antepasados, algunos de ellos valientes capitanes, como Damián Macanaz, que asistió a la batalla de Lepanto, y Ginés Macanaz, defensor de Tarragona en 1641. Se remonta por línea paterna, en busca de lustre para su linaje, hasta la decimocuarta generación, y al hablar de un lejano don Alonso, del cual encomia con orgullo el que dejase su casa para servir al rey Ramiro II, alude a esta casa y solar de los Macanaz y dice que se encontraba entre Oñate y Vergara, «adonde por algunos siglos tuvieron su asiento y conservaron el palacio con su foso barbacano, puente levadizo y otros honores propios de los ricos homes de los reinos de León y Asturias y llevaron y hoy conservan por sus armas una sierpe con ondas de agua, y éstas fueron las primeras armas, y a ellas añadieron después un manzano con su fruta y la sierpe y ondas de agua quedaron en inferior lugar, aunque en un mismo cuartel, que después sus descendientes por los matrimonios las han aumentado en los ocho cuarteles que hoy llevan»1.
En algunos otros lugares vuelve a hablar de este escudo y en una ocasión lo llega a usar, pero conjeturo que no debía de ser muy auténtica esta genealogía, porque no se apoya en ella con la frecuencia ni la arrogancia que cabrían esperar de su amor propio a lo largo de su correspondencia desde el destierro, tan prolífera y tan teñida de la necesidad de abogar en defensa propia a que su desgracia siempre lo redujo.
Macanaz era extremadamente sensible a las manifestaciones y signos de linaje. Este ideal aristocrático imperaba a principios del siglo XVIII. Un viajero francés del tiempo hace el siguiente comentario: «No existe ni un triste aldeano que no traiga siempre su genealogía en ristre y que no se esfuerce por convencer a todo el mundo de que desciende en línea recta de uno de los godos que ayudaron a Pelayo a echar a los moros de Castilla la Vieja»2.
En cuanto al siglo XVII –al que ya hemos visto que Macanaz pertenece tanto o más que al inmediato– la manía de títulos y distinciones había llegado a ser desorbitada. Audiencias y ayuntamientos están llenos de papeles donde se suscitan cuestiones relacionadas con declaraciones de nobleza. Los llamados «hidalgos de provincia», que habían comprado sus ejecutorias aprovechando apuros de los reyes, usurpaban las costumbres y privilegios de los llamados «hidalgos de sangre». Ni unos ni otros podían dedicarse a profesiones como el comercio o la industria, que se tenían por viles e incompatibles con la nobleza.
Ya en 1626 había protestado contra esta holganza de los nobles, señalándosela a Felipe IV como uno de los males de la nación, el ilustre arbitrista Fernández de Navarrete: «Lo que a España le falta –decía– es gente que cultive las tierras y beneficie las minas: porque la mucha riqueza ha hecho cavalleros y nobles a muchos que no lo eran, quedando flaco y débil el estado plebeyo y popular»3.
Macanaz también, a lo largo de su obra tan desigual, amplia y dispersa, dice cosas parecidas a veces, porque en cuanto a sus oportunos atisbos de los males de España y al estilo apasionado y directo de sus avisos al rey, a quien intentaba desengañar, puede considerársele como epígono de los arbitristas del XVI y del XVII, que precisamente toman este nombre de los «arbitrios» o soluciones que entreveían y formulaban para arreglar el país. (Fenómeno social bien interesante y poco estudiado, digamos de paso, este de los arbitristas, representantes de la opinión pública durante doscientos años de la historia de España. Una opinión ingenua y poco dada al análisis profundo de las causas, como no podía por menos de esperarse de su falta total de información; pero no por eso menos sintomática e indicativa de un estado de cosas. Los arbitristas, disconformes con un sinnúmero de abusos del país, si se apoyan en el nombre del rey, es para batallar contra los otros poderes que sienten hostiles a sus intereses, lo cual no quiere decir que el poder del rey no lo sintieran acaso también hostil, sino que les resultaba inimaginable atacarlo. En cambio no habían perdido la esperanza, que siempre conservó también Macanaz, de ser oídos por aquel a quien imploraban como bueno y justiciero, y cuyo imperio autoritario no hacían sino reafirmar con sus preces defraudadas y nunca atendidas. Aislados, porque nadie les había incorporado a los problemas y realidades de la nación, se incorporan ellos autónomamente, de un modo anacrónico y baldío, con la torpeza de su ignorancia y la verdad de su desazón, y sus voces tienen de sugerente lo que adolecen de confuso.)
Más adelante, cuando vayamos examinando la correspondencia de Macanaz, habrá frecuentes ocasiones de dejar patente su filiación arbitrista; me limitaré ahora, para enlazar con lo anterior, a citar una de sus exclamaciones, tomada del memorial que dirigió a Felipe V en 1714: «Es cosa ridícula, señor, ver cómo los españoles abominamos del comercio, siendo así que ésta es la llave con que se abre el tesoro de las riquezas, y siendo cierto que el comercio no se opone a los más nobles y distinguidos, como lo vemos en las potencias extranjeras»4.
Estas ideas suyas de reformista están, sin embargo, en total contradicción con su ansia personal de privilegios puramente honoríficos, con un prurito orgulloso, que no le abandonó, ni aun en medio de las mayores calamidades, a ostentar algún distintivo de «representación» para impresionar a los influyentes, bien fuera un traje nuevo, un coche o la posibilidad de dar buenas propinas. En cuanto al regodeo de codearse con los nobles de sangre, cuya largueza y despilfarro llega a alabar explícitamente, es algo que no consigue ocultar nunca.
Macanaz usó toda su vida el «don», que suele acompañar a la firma, precediéndola. Parece que en el estamento noble valenciano el «don» era un tratamiento que había conservado mayor autoridad que en Castilla, donde la exagerada avidez por poseerlo lo había llegado a hacer ridículo.
En el año 1715, cuando se buscaron los ascendientes familiares de Macanaz, que era una de las primeras y más cuidadosas diligencias que llevaba a cabo la Inquisición con sus víctimas, escribió la Inquisición de Murcia a la de Madrid diciendo que algunos de los papeles pedidos a Hellín le parecían enmendados «si no en la sustancia de las personas, a lo menos en el ornato del Don, que se ve hasta en algunos bisabuelos, cosa bien ajena en aquellos tiempos, aun en las familias de otro lustre», y añadía que, en cuanto a la de Macanaz, «es cierto que no lo ha tenido (el don) su padre ni sus abuelos, de lo que tengo... toda la cierta noticia que puede haber»5.
Este licenciado murciano que informó a la Inquisición de Madrid usaba, sin duda, el «no lo ha tenido» que dejo subrayado en la cita antecedente en el sentido de «no le ha correspondido usarlo», porque, con derecho o sin él, el padre de Macanaz, por lo menos, lo usaba.
Poco sé, por no decir nada, de la infancia de Macanaz.
Tanto su bisabuelo y abuelo paternos como su padre fueron regidores perpetuos de la villa de Hellín6, de donde deduzco que este cargo (algo así como concejal o encargado del gobierno del lugar) debía de ser hereditario.
El padre, don Melchor Macanaz Moya, fue nombrado para el cargo en 1665 por Felipe IV en cédula donde dice: «teniendo consideración a vuestra suficiencia y habilidad y a los servicios que me habéis hecho y espero los continuaréis»7; es decir, que cuando nació Macanaz, su padre ya llevaba cinco años siendo un personaje de cierto relieve en el pueblo, como el abuelo Ginés y el bisabuelo Ramón lo habían sido. Gente de vara y de toga, más que de espada, debían de pertenecer los Macanaz a la clase social que Domínguez Ortiz, al hablar de la nobleza inferior valenciana, llama «ciudadanos honrados», es decir, dignos de honra o estimación, y que «constituían una especie de clase intermedia entre la nobleza y la plebe, cuya máxima aspiración era confundirse con la primera y hacer olvidar sus orígenes: pecado común de la burguesía hispánica, que le costó la pérdida de su función dirigente»8.
Cuando Macanaz tenía unos quince años y estaba estudiando humanidades en Valencia, surgió un conflicto entre su padre, hombre celoso del cargo que tenía, pero intransigente y duro, y el corregidor Juan de Medina. De la naturaleza de este conflicto ni de la identidad de Juan de Medina, no he podido averiguar nada, pero sí parece que este corregidor llegó a enemistarse tanto con Macanaz padre que, aprovechándose de cierto ascendiente que tenía en Madrid con el presidente del Consejo de Castilla, conde de Oropesa, logró predisponer su ánimo en contra del regidor perpetuo de Hellín, hasta lograr obtener una orden de arresto contra él.
Esta noticia, cuya objetividad es dudosa, por proceder de unos apuntes autobiográficos del propio Macanaz, recogidos en 1879, por su descendiente Joaquín Maldonado, es, al menos, uno de los pocos datos que poseo de un acontecimiento familiar importante, y bastante significativo, por cierto, para la formación psicológica del joven Melchor.
En efecto, antes de ocurrirle este incidente a su padre, parece que era poquísimo aprovechado en el estudio y que se enfrentaba con los libros con tanta dificultad para retener lo que leía que «estudiando cerca de dieciocho horas todos los días, durmiendo muy poco y comiendo menos, se pasó el primer año (de Universidad en Valencia) sin comprender ni retener cosa alguna de cuanto en él estudió»9. Esta incapacidad casi invencible que ya le había hecho aborrecibles sus primeros estudios latinos y obligado a sus padres a pensar en si tal vez convendría esperar a que tuviese cuerpo y disposición para ser encaminado por la carrera de las armas, sufrió una transformación radical, a raíz del encarcelamiento de su padre. Muy por encima alude a ese acontecimiento Joaquín Maldonado, y esto mismo nos demuestra que para su ascendiente, de quien lo recoge, significaba una herida en la que prefería no hurgar; pero su misma brevedad resulta expresiva. Dice que don Juan de Medina «se condujo de tal manera que sorprendiendo la religión [subrayado mío] del presidente Oropesa, obtuvo orden de arresto contra don Melchor, a quien en consecuencia, se condujo prisionero al castillo de Chinchilla». Añade que Melchor hijo «viendo a su padre tratado tan injustamente como el Consejo lo declaró cinco años después, volvió a sus estudios con asiduidad..., cuidado y celo infatigables, desenvolviéndose su inteligencia de manera que, al concluir el segundo año, había ya repasado todo lo que estudiara..., consiguiendo ser el primero de la clase entre sesenta estudiantes que la componían»10.
No parece muy verosímil que, desde la corte, se mandase a Hellín una orden de prisión contra un regidor desconocido, sin tener absolutamente ningún cargo falso o verdadero en contra suya; pero, aunque desconozco qué cargo pudo ser éste, de la frase «sorprendiendo la religión del presidente» es fácil inferir que se trataría de una acusación donde se pusiera en entredicho la limpia condición de cristiano viejo del señor Macanaz Moya.
Tal era el punto débil por donde más frecuentemente solían atacar estas delaciones, nacidas de rencillas provincianas o cortesanas. Quien hacía la denuncia sabía que, apretando en ella, más tarde o más temprano habría de hallar eco, porque, en cuestiones que pudieran rozar lo inquisitorial, tanto miedo tenían a ser tachados de tibios y de poco celosos del medro del Santo Oficio las víctimas de la denuncia como los que no la fomentaban y acogían con calor, por muy influyentes personajes que éstos fueran. De la coacción de la Inquisición sobre conciencias que cabría suponer tan independientes de ella como la del propio rey, ya tendremos ocasión sobrada de hablar más adelante.
Por lo que atañe ahora al padre de Macanaz, mi conjetura de que pudiera ser delatado por motivos religiosos explicaría en parte, como reacción, dos constantes que informaron siempre la psicología del hijo: ostentación de religiosidad y orgullo por ver su apellido declarado como intachable.
En el fondo, limpieza de sangre y catolicismo incuestionado significaban a fines del XVII español una sola cosa: imprescindible pasaporte, sin contar con el cual no se podía soñar con llegar a ser alguien a quien, por lo menos, se mirase sin desprecio; y este ambicioso deseo de aprecio es muy posible que ya anidase a los quince años en el hidalgo pueblerino de familia modesta que se esforzaba en Valencia, a golpe de tesón, por descollar como mediano gramático.
Hellín, por otra parte, era una villa muy inficionada de sangre judía, tanto que ello significaba un impedimento proverbial para que ningún hellinense fuera admitido como familiar en la Inquisición de Murcia 11. Al corregidor Juan de Medina, como años más tarde a los perseguidores de Macanaz, no le sería difícil, remontándose, buscar alguna mancha de este tipo en los papeles y ascendencia de la familia de su enemigo. Y podría ser que la hubiera encontrado, porque en el año 1716 se alude a que los padres de Macanaz habían sido difamados co...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. PRÓLOGO. Pedro Álvarez de Miranda
  4. A MODO DE JUSTIFICACIÓN. Carmen Martín Gaite
  5. EL PROCESO DE MACANAZ
  6. Ilustraciones
  7. Abreviaturas
  8. Notas
  9. Bibliografía