Sangre y pertenencia
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Sangre y pertenencia

Viajes al nuevo nacionalismo

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Sangre y pertenencia

Viajes al nuevo nacionalismo

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De manera inesperada, el fin de la guerra fría trajo consigo el resurgir del nacionalismo, una ideología romántica que parecía superada. Para poder vivir de cerca este fenómeno y tratar de comprenderlo, Michael Ignatieff emprendió un viaje a seis lugares claves del nuevo nacionalismo: la antigua Yugoslavia, Alemania, Ucrania, Quebec, Kurdistán e Irlanda del Norte. El resultado es un brillante ensayo que sigue de plena actualidad, en el que Ignatieff alerta de los peligros del nacionalismo cuando este se convierte en una fuerza excluyente que antepone las raíces a los valores y cuyo objetivo es resaltar las diferencias, incluso cuando estas son mínimas."El narcisismo de la pequeña diferencia", en la cita de Freud."Sangre y pertenencia" es una obra necesaria para entender el nacionalismo y sus distintas manifestaciones. Y es también una llamada de atención que no puede ignorarse. Hoy en día el nacionalismo sigue siendo uno de los temas de mayor relevancia política, y este es un libro imprescindible para entender su atractivo y su vigencia.

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Información

Año
2016
ISBN
9788494016134
Capítulo 1: Croacia y Serbia




EL ANTIGUO RÉGIMEN
En el desayuno se servían fresas en una copa de plata, seguidas de panecillos calientes con mermelada de albaricoque. Desde el comedor se veía el lago y, si la ventana estaba abierta, se notaba el aire de las montañas que recorría el agua, luego el mantel de hilo blanco y finalmente alcanzaba tu rostro.
El hotel se llamaba Toplice, en la orilla del lago Bled, en Eslovenia. El cuerpo diplomático pasaba allí el verano, siguiendo al dictador que se instalaba al otro lado del lago. Mi padre, como los demás diplomáticos, iba para intercambiar rumores y tomar las aguas. Todas las mañanas se bañaba en las piscinas climatizadas bajo el hotel. Yo jugaba al tenis, comía fresas salvajes, remaba en el lago y me enamoraba de una inalcanzable chica sueca de doce años de edad. Esos son mis recuerdos del antiguo régimen, y son de la Yugoslavia comunista.
Recuerdo escuchar una tarde desde el fondo del comedor al entonces Ministro de Exteriores, Koča Popovic, que fumaba con elegancia cigarrillos con una boquilla de marfil mientras contaba como su unidad de partisanos había «liquidado a los chetniks», los serbios que habían combatido con Hitler al final de la guerra. Hasta ese momento nunca había oído la palabra «liquidado» empleada así.
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Resultaba evidente, incluso para mí, que la élite comunista había logrado el poder no solo al derrotar a un invasor extranjero, sino al ganar una terrible guerra civil. La realidad del estado policial de Tito era igual de evidente. Vivíamos en Dedinje, un suburbio en las colinas que dominan Belgrado, a unos trescientos metros de la residencia de Tito. Caminaras por donde caminaras había hombres vestidos de civil, paseando o susurrando a sus walkie talkies. Tito era el dios oculto de todo el sistema. Con su peinado perfecto, su bronceado permanente, su traje de seda brillante y el anillo de onix negro en el dedo, a lo que más se parecía, decía mi padre, era a un próspero vendedor de neveras del sur de Alemania.
Obviamente era mucho más imaginativo y siniestro. Recuerdo cómo durante un crucero por el Adriático, mis padres escondían todo el rato un libro de la tripulación, metiéndolo bajo su litera o guardándolo bajo llave en su maleta. El libro resultó ser La nueva clase, de Milovan Djilas. Djilas, compañero de armas de Tito, aun estaba en la cárcel de Tito por denunciar sus tendencias dictatoriales.
Viajamos por todas partes en la Yugoslavia de finales de los años cincuenta: a los pueblos de montaña de Bosnia, donde los niños se agolpaban alrededor del coche, descalzos y desharrapados; a la gran mezquita de Sarajevo, donde me descalcé y me arrodillé y vi a ancianos tocar las alfombras con la frente y murmurar sus oraciones; a las islas Dálmatas y sus playas, entonces desconocidas para los turistas occidentales; al lago Bled en Eslovenia. Algunas partes del sur de Serbia, el centro de Bosnia y el oeste de Herzegovina eran tan pobres que no estaba claro cómo la gente normal lograba sobrevivir. Liubliana y Zagreb, por el contrario, eran ciudades austrohúngaras limpias y prósperas que parecían no tener nada en común con las duras y desnudas tierras de la Yugoslavia central.
En esa época, cualquier expresión de resentimiento económico, así como de conciencia nacional, había sido prohibida por Tito. La sociedad avanzaba, voluntaria o involuntariamente, bajo la bandera de «fraternidad y unidad». Si te considerabas croata o serbio primero y yugoslavo después, te arriesgabas a ser arrestado por nacionalista y chovinista.
Yo no tenía ni idea de lo complicada y ambigua que era en realidad la división entre la identidad nacional y la yugoslava. Sabía, por ejemplo, que Metod, mi profesor de tenis en Bled, siempre decía que era esloveno por encima de cualquier cosa. Le recuerdo hablando amargamente de lo que odiaba servir en el ejército yugoslavo porque los serbios se metían con él y con su hermano por ser eslovenos.
¿Fue esa la única vez que vi las grietas que se convertirían en fracturas? Creo que sí. En todo lo demás, recuerdo a gente que me decía, alegremente, que eran yugoslavos. Visto desde aquí, conocí el país en su momento más esperanzador. Tito aún era idolatrado por haberse mantenido al margen del imperio de Stalin; se empezaban a ver los primeros indicios del auge económico de los años sesenta; la liberalización de los viajes estaba a punto de llegar, lo que permitiría que millones de yugoslavos trabajaran en el extranjero y convirtió durante un tiempo a Yugoslavia en el país más libre de la Europa Oriental comunista.
Me agarro a mis memorias del antiguo régimen. Todo el mundo dice ahora que el descenso a los infiernos era inevitable. Nada parecía más improbable entonces. Mi infancia me dice que nada era inevitable: eso es lo que convierte en trágico lo que ocurrió.


EL NARCISISMO DE LA PEQUEÑA DIFERENCIA
Tal como la cuentan los nacionalistas balcánicos, su historia es su destino. Los croatas, por ejemplo, explican que la raíz del baño de sangre en los Balcanes es que ellos son «esencialmente» católicos, europeos y de origen austrohúngaro, mientras que los serbios son «esencialmente» ortodoxos, bizantinos y eslavos, con un tinte añadido de crueldad e indolencia otomanas. El río Sava y el Danubio, que marcan la frontera entre Serbia y Croacia, fueron una vez la frontera entre el Imperio Austrohúngaro y el Otomano.
Si esta falla histórica se recalca suficientes veces, el conflicto entre serbios y croatas puede ser considerado inevitable. Sin embargo, en los Balcanes lo decisivo no es cómo el pasado se impone al presente, sino cómo el presente manipula el pasado.
Freud afirmó una vez que cuanto más pequeña en realidad fuera la diferencia entre dos pueblos, más grande iba a parecer en sus imaginarios. Llamó a este efecto el narcisismo de la pequeña diferencia. Su corolario inevitable es que los enemigos se necesitan mutuamente para recordar quiénes son en realidad. Así, un croata es alguien que no es serbio. Un serbio es alguien que no es croata. Sin odio recíproco no habría una identidad nacional claramente definida que adorar y venerar.
En Croacia, el partido gobernante de Franjo Tudjman, el HDZ (Alianza Democrática de Croacia), se presenta como un movimiento político al estilo occidental, en la línea de los democristianos bávaros. De hecho, el estado de Tudjman se parece mucho más al régimen serbio de Slobodan Milosevic de lo que ninguno de ellos se parece a cualquier modelo parlamentario de Europa Occidental. Ambos son estados poscomunistas de partido único, democráticos solo en tanto que el poder de sus líderes deriva de su capacidad para manipular la emoción popular.
Desde fuera, lo sorprendente no son las diferencias entre serbios y croatas, sino lo que se parecen. Hablan el mismo idioma, salvo por un par de cientos de palabras, y han compartido la misma vida rural durante siglos. Aunque un pueblo es católico y el otro ortodoxo, la urbanización y la industrialización han reducido la importancia de las diferencias religiosas. Los políticos nacionalistas de ambos bandos tomaron el narcisismo de la pequeña diferencia y lo convirtieron en una fábula monstruosa, según la cual su lado aparecía como víctima inocente y el otro como criminales genocidas. Todos los croatas eran asesinos ustachas, todos los serbios, bestias chetniks. Este prólogo retórico, obviamente, era una condición necesaria para la matanza posterior.
Sin embargo, lo que sigue siendo realmente difícil de comprender sobre la tragedia balcánica es como esas mentiras nacionalistas lograron arraigar. Porque la gente normal sabe que son mentiras: no todos los croatas son ustachas, no todos los serbios son chetniks. Incluso cuando repiten esas frases, saben que no son ciertas. No se debe olvidar que eran vecinos, amigos y cónyuges, no habitantes de otro planeta étnico.
Una minoría nacionalista se puso a trabajar en cada lado sobre el profundamente imbricado pasado común, convenciendo a todo el mundo, incluso a los extranjeros, de que serbios y croatas se llevaban masacrando desde la noche de los tiempos. Esa lección no aparece en la historia. De hecho, los protagonistas estuvieron separados durante gran parte de su pasado en imperios y reinos distintos. El asesinato de políticos croatas en Belgrado en 1928 fue lo que inició la deriva hacia el conflicto étnico que estalló en la Segunda Guerra Mundial. Aunque el conflicto actual es una continuación de la guerra civil de 1941-1945, esto no explica demasiado, ya que hay que tener en cuenta los casi cincuenta años de paz étnica entremedias. No fue solo una tregua. Incluso enemigos declarados en ambos bandos aun no pueden explicar satisfactoriamente porqué se vino abajo.
Es más, es una falacia considerar esta guerra o la guerra civil de 1941-1945 como el producto de una maldad exclusiva de los Balcanes. Todas las fantasías que han convertido a vecinos en enemigos son importaciones con origen en Europa Occidental. El nacionalismo serbio moderno arranca con un alzamiento puramente byronesco contra los turcos. Igualmente, la idea de un estado croata étnicamente puro del ideólogo nacionalista croata del siglo XIX, Ante Starčevic, derivaba indirectamente de los románticos alemanes. El sufrimiento de los Balcanes se debe en parte a una triste aspiración a ser buenos europeos, es decir, importar las terribles modas ideológicas occidentales. Estas modas resultan fatales en la región porque la unificación nacional solo se puede llevar a cabo destrozando el tejido plural de la vida campesina en nombre del sueño sangriento de la pureza étnica.
Incluso el genocidio en los Balcanes no es una especialidad local, sino una importación de la gran tradición de Europa Occidental. El régimen ustacha de Ante Pavelic, que los serbios erróneamente consideran el verdadero rostro del nacionalismo croata, no hubiera durado ni veinticuatro horas sin apoyo de la Alemania nazi, por no mencionar la aprobación tácita de esa autoridad eminentemente europea, la Iglesia católica.
En resumen, nos estamos excusando a nosotros mismos cuando vemos los Balcanes como una región irracional de fanatismo irreductible. Y abandonamos la búsqueda de una explicación justo donde debe empezar si afirmamos que los odios étnicos locales estaban tan arraigados en la historia que era inevitable que estallaran en violencia nacionalista. Por el contrario, hubo que transformar a esta gente de vecinos en enemigos.
THOMAS Hobbes hubiera comprendido Yugoslavia. Lo que Hobbes, que también vivió de primera mano una guerra civil religiosa, hubiera dicho es que cuando la gente tiene suficiente miedo, hará cualquier cosa. Hay un tipo de miedo más terrible en su impacto que ningún otro: el miedo sistémico que aparece cuando un estado comienza a derrumbarse. El odio étnico es una consecuencia del terror que provoca la desintegración de la autoridad legítima.
Tito logró la reunificación nacional de cada uno de los seis principales pueblos del sur de los Balcanes. Era consciente de que un estado federal era la única manera pacífica de satisfacer las aspiraciones nacionales de cada pueblo. Para que cada república se unificara por su cuenta, hubieran tenido que emprender la deportación forzosa de las poblaciones. Hasta un cuarto, tanto de la población croata como de la serbia, siempre ha vivido fuera de las fronteras de su territorio. Tito creó un complejo equilibrio étnico que, por ejemplo, reducía la influencia serbia en el centro del sistema federal en Belgrado mientras aupaba a serbios a posiciones de poder en Croacia.
La contención de Tito del nacionalismo, basada como estaba en una dictadura personal, no podía sobrevivir más allá de su muerte. Ya a comienzos de los años setenta su retórica socialista de «fraternidad y unidad» tenía poco eco. En 1974, llegó a un compromiso con el nacionalismo, concediendo a las repúblicas una mayor autonomía en la nueva constitución. Hacia el final de su era, la Liga Comunista, en lugar de contrarrestar el clientelismo étnico entre las élites en cada república, se empezó a fragmentar según las líneas étnicas.
Esta fragmentación era inevitable, dado que Tito no permitió la existencia de una competencia multipartidista de orientación cívica, en vez de étnica. Si Tito hubiera permitido una política ciudadana en los años sesenta o setenta, un principio no étnico de afiliación política habría podido echar raíces. Tito siempre insistió en que su comunismo era diferente, pero al final, su régimen no era distinto a las demás autocracias comunistas de Europa Oriental. Al no permitir que madurara una cultura política pluralista, Tito garantizó que la caída de su régimen supusiera el derrumbe de toda la estructura del estado. Entre las ruinas, sus herederos y sucesores recurrieron para sobrevivir a los principios más atávicos de movilización política.
Si Yugoslavia ya no te protegía, quizá tus hermanos croatas, serbios o eslovenos lo harían. El miedo, más que la convicción, convirtió en nacionalistas desganados a la gente corriente. Pero la mayoría de la gente no quería que ocurriera; la mayoría de la gente sabía, si se paraba a reflexionar un instante, que recurrir a la protección de su grupo étnico solo conseguiría acelerar la disolución de su vida en comunidad.
Las diferencias étnicas por sí mismas no fueron la causa de las políticas nacionalistas que surgieron en la Yugoslavia de los años ochenta. La conciencia de la diferencia étnica solo se convirtió en odio nacionalista cuando las élites comunistas supervivientes, comenzando por la serbia, empezaron a manipular los sentimientos nacionalistas para conservar el poder.
Merece la pena subrayar esto, ya que muchos observadores externos consideran que todos los pueblos balcánicos son incorregibles nacionalistas. De hecho, mucha gente lamenta amargamente el fin de Yugoslavia, precisamente porque era un estado que les daba el espacio suficiente para definirse en términos no nacionales. En un ensayo amargo y emotivo, Sobrepasada por la nación, la escritora croata Slavenka Drakulic describe cómo, hasta finales de los años ochenta, ella siempre se había definido en términos de su educación, su profesión, su sexo y su personalidad. Solo la enloquecida atmósfera de la guerra serbocroata de 1991 la despojó finalmente de todas esas señas de identidad salvo de la de ser simplemente croata. Lo que es cierto de una intelectual, no puede serlo menos de la gente del campo. Los juegos lingüísticos nacionalistas de la élite solo parecían darle voz a su miedo y su orgullo. En realidad, el nacionalismo acabó por encadenar a todos los habitantes de los Balcanes a la ficción de una identidad étnicamente pura. Quienes tenían identidades múltiples, por ejemplo, hijos de matrimonios mixtos, eran obligados a elegir entre familias heredadas o adoptadas, y así entre dos elementos inseparables de su propio ser.
Históricamente, el nacionalismo y la democracia han ido de la mano. El nacionalismo, al fin y al cabo, sostiene que los pueblos tienen derecho a gobernarse a sí mismos, y que esa soberanía reside solo en ellos. La tragedia de los Balcanes fue que, cuando la democracia por fin era un objetivo alcanzable, el único idioma capaz de movilizar a la gente en un proyecto social compartido era el de las diferencias étnicas. Cualquier posibilidad de una democracia cívica, en vez de étnica, había sido estrangulada por el régimen comunista.
El serbio Slobodan Milosevic fue el primer político yugoslavo que rompió el tabú de Tito sobre la movilización popular en torno a la conciencia étnica. Milosevic se presentaba al mismo tiempo como el defensor de Yugoslavia frente a las ambiciones secesionistas de Croacia y Eslovenia y como el vengador de los males infligidos a Serbia por esa misma Yugoslavia.
El programa de Milosevic, expuesto por primera vez en el Memorándum de la Academia Serbia de las Artes y las Ciencias, y que siguió fielmente desde entonces, era construir una Gran Serbia sobre las ruinas de la Yugoslavia de Tito. Si las demás repúblicas no estaban de acuerdo con una nueva Yugoslavia dominada por los serbios, Milosevic estaba dispuesto a incitar a las minorías serbias en Kosovo, Croacia y Bosnia-Herzegovina a alzarse y pedir la protección de Serbia. Estas minorías eran los alemanes de los Sudetes de Milosevic; el pretexto y la justificación de sus ansias expansionistas.
Hasta ahí, lo evidente. Más complicada es la relación entre el proyecto de Milosevic y la opinión serbia. Sería más fácil si pudiéramos demonizar a los serbios como unos nacionalistas incorregibles y asumir que Milosevic solo respondía a su paranoia étnica. Pero la realidad es más compleja. Aunque había elementos de nacionalismo extremo, como los chetniks, aún furiosos y resentidos por la campaña de Tito contra su líder durante la guerra, Draža Mihajlovic, la mayoría de la población urbana serbia a comienzos de los años ochenta mostraba muy poca paranoia nacionalista, y aún menos interés por sus distantes hermanos rurales en Knin, Pale, Kosovo o Eslavonia occidental.
Lo que hay que explicar, por tanto, es porqué la indiferencia general de la mayoría de los serbios de la calle hacia la cuestión serbia se convirtió en una extrema preocupación por el hecho de que los serbios en la diáspora estaban a punto de ser aniquilados por croatas genocidas y musulmanes fundamentalistas. Sin duda, Milosevic aprovechó la «cuestión serbia» para sus fines demagógicos. Pero la cuestión serbia no se la había inventado Milosevic. Surgió inevitablemente del colapso de la Yugoslavia de Tito. Una vez que el estado multiétnico se desintegró, todos los grupos étnicos fuera de sus fronteras nacionales se vieron como una minoría nacional en peligro. Como el mayor de tales grupos, los serbios se sintieron especialmente vulnerables al auge del nacionalismo croata.
Aunque los croatas, como los eslovenos, decían ser partidarios de una Yugoslavia laxamente confederal, en realidad ambas repúblicas habían tomado el camino de la independencia desde finales de los años ochenta. El resentimiento económico alimentaba la atracción de la autodeterminación. Cuando llegaron las facturas por el crecimiento de Yugoslavia en los sesenta y los setenta, y creció la deuda exterior, las dos repúblicas más ricas, Eslovenia y Croacia, veían con amargura cómo su éxito económico servía para pagar a la atrasada Bosnia y la Serbia «balcánica».Tanto la represión de Tito de la Primavera croata de 1970 como la actitud expansionista de Milosevic, sobre todo la absorción por parte de Serbia de las provincias autónomas de Kosovo y Vojvodina, convencieron a los nacionalistas croatas y eslovenos de que no tenían ningún futuro dentro de una Yugoslavia federal. La independencia atraía poderosamente a la intelligentsia local y a la élite comunista: les convertiría en los peces más grandes de un estanque muy pequeño.
Los croatas reclamaron el derecho a la autodeterminación, y pronto obtuvieron el influyente apoyo de la Alemania recién unificada. Pero nadie en Alemania ni en la Comunidad Europea estudió con suficiente atención las consecuencias de la independencia de Croacia sobre los derechos de los 600.000 miembros de la minoría serbia.
La constitución de la Croacia independiente la describía como el estado de la nación croata, y los no croatas eran definidos como minorías protegidas. Aunque la mayoría de los croatas creían que su estado ofrecía plenos derechos a la minoría serbia, los serbios no se consideraban una minoría, sino una nación protegida por la constitución, igual que los croatas. Cuando los croatas reintrodujeron la Sahovnica, el escudo de cuadrados rojiblancos, como la nueva bandera, nada más verlo los serbios pensaron que habían vuelto los ustachas. La Sahovnica era tanto un inocente emblema tradicional croata como la bandera del régimen que durante la guerra exterminó a un gran, aunque aún indeterminado, número de serbios. Cuando en el verano y el otoño de 1990 los serbios fueron despedidos de la policía y la judicatura croatas, la minoría serbia llegó a la conclusión que estaba presenciando el retorno de un estado étnico con un pasado genocida.
Los defensores de la postura croata insisten en que esos miedos fueron manipulados por Milosevic. Así fue, sin duda, pero e...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Índice
  4. El último refugio
  5. Capítulo 1: Croacia y Serbia
  6. Capítulo 2: Alemania
  7. Capítulo 3: Ucrania
  8. Capítulo 4: Quebec
  9. Capítulo 5: Kurdistán
  10. Capítulo 6: Irlanda del Norte
  11. Epílogo a la edición española
  12. Bibliografía recomendada (actualizada para la presente edición española)
  13. Agradecimientos
  14. Biografía del autor
  15. Créditos