Madres y camioneros
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Madres y camioneros

  1. 204 páginas
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Madres y camioneros

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Svetlana, Ivana, Olivia, Lara y Veronika son cinco mujeres varadas en una vida que detestan, cinco mujeres cuyas personalidades y circunstancias no pueden ser más distintas, y que sin embargo coinciden en un mismo rasgo: todas ellas perciben a sus respectivas madres como una figura de proporciones casi míticas que las paraliza y las condena a una infancia eterna. Sus historias parecen complementarse, entrecruzarse, contradecirse unas a otras. Sirviéndose hábilmente del monólogo interior y sin renunciar en ningún momento a una mirada a la vez cruda, irónica y compasiva, Ivana Dobrakovová se centra en las relaciones familiares, sentimentales o sexuales de las protagonistas, unas relaciones regidas por reglas y dinámicas que sienten como desconcertantes, opresivas o amenazantes, empujándolas a buscar algún tipo de salida desesperada o emprender una secreta rebelión. Ambientados en las calles de Bratislava y Turín, los cinco relatos que conforman Madres y camioneros, obra galardonada con el Premio de Literatura de la Unión Europea en 2019, componen una narración absorbente y polifónica sobre las diferentes heridas y traumas que arrastran sus personajes, unas mujeres atribuladas que buscan sus particulares estrategias de supervivencia en un mundo machista e inhóspito, y cuyas sorprendentes historias –que oscilan entre el espanto y la ternura, el humor y la extrañeza– revelan a Dobrakovová como una hábil espeleóloga del mundo interior femenino.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2021
ISBN
9788418342462
Categoría
Literature
IVANA
Cuando nací había Ivanas a patadas. Te tropezabas con una Ivana a cada paso. En primaria éramos tres en mi clase. En el instituto, cuatro. Una vez, en una tutoría, mi madre se llenó de orgullo cuando la profesora se puso a contar lo inteligente y apañada que era Ivana, lo bien que le iba, hasta el momento en que cayó en la cuenta de que la profesora hablaba de la Ivana que se sentaba a mi lado. Sí: estoy acostumbrada a ser la segunda, la tercera Ivana para muchos. Pero con los caballos… Con los caballos era la primera Ivana y por eso era lógico que a la segunda Ivana, a la que llegó después que yo, la bautizáramos Nina, como su hermana. Luego olvidé que ese no era su verdadero nombre, que se llamaba como yo. Era, simplemente, mi buena amiga Nina. En equitación yo era la primera Ivana, la Ivana principal, la única Ivana, porque los caballos eran mi vida. Habría dado mi vida por los caballos. Bueno, en fin, en cierto modo lo he hecho.
Es la primera vez en dieciocho años que soy capaz de pensar en los caballos, en aquella época de mi vida, sin estremecerme, sin salir corriendo al armario de los medicamentos a tragarme un Xanax para los nervios. Los recuerdos suben a mi cabeza como la sangre, uno tras otro. Evoco hasta el más mínimo detalle, como la montura de piel marrón de Tristan, las arrugas del señor Ble, que se crispaban cuando me pegaba gritos en el picadero para que mantuviera las manos en la cruz del caballo, el pelo rubio de Žofia cuando galopaba en círculos a lomos de Corneja. Todo vuelve a mi cabeza, de repente, pero ya no me afecta. Los recuerdos no me rompen por dentro como hasta ahora, como estos dieciocho años, cuando bastaba cualquier indirecta, una palabra mal elegida, una imagen en televisión, para que me desmoronara. Ahora simplemente los registro y los archivo en mi cabeza en un montoncito, junto a los demás. Y es gracias a él. Gracias a R.
Mamá está poniendo la mesa. Se entretiene un rato más en la cocina junto a los fogones. Lame la cuchara una última vez para probar el goulash de Szegedin que acaba de guisar. Está convencida de que me gusta. Me lo prepara como mínimo una vez cada dos semanas, en tal cantidad que dura cuatro días. Estoy sentada a la mesa, hojeando las revistas y los periódicos que me trajo ayer Zuzka. Lo importante es que no se me note nada, ningún cambio. «¿Lo quieres con tres knedle o con cuatro?». «Con tres me vale», grito en dirección a la cocina, porque sé que si dijera cuatro me pondría como mínimo cinco. Llega el Szegedin con cuatro knedle. Mamá se sienta junto a mí. Me pone delante el plato a rebosar, al lado el dosificador de medicamentos. ¿Eso me lo ha dado Zuzka? «Ni se te ocurra volver a leer mientras cenas. Eres una cerda, siempre lo pringas todo». Sin decir ni pío, empujo los periódicos y las revistas hacia ella. Abre la revista de cotilleos Plus 7 dní. De todas formas, no va a comer más que una rebanada de pan con mantequilla. Mi madre, por norma, no ingiere comida recién hecha. Cocina para mí. Aprovecha los restos cuando me niego a comer algo por quinta vez. Entonces puedo hacerlo. A la quinta puedo negarme. Contemplo el dosificador de medicamentos. De repente se me pasa por la cabeza: ¿sigue siendo el mismo? No logro recordar si alguna vez he tenido otro. Este está bastante gastado. Le falta la tapa del martes y el sábado. Saco las pastillas de la noche, me las trago con un knedle.
Mi psiquiatra del policlínico en la calle Tehelná le explicó a mamá que lo más importante era que nunca me tomara las pastillas en ayunas. Siempre con panecito, con queso, con rabanitos. Mi madre, que cada mañana estaba encima de mí antes de marcharme al centro de día, vigilaba que le diera un bocado a algo: al panecito, al queso, al rabanito. Se lo tomó al pie de la letra. Nunca pimiento ni tomate ni pepino, siempre eran rabanitos, que, en consecuencia, a los trece años los tenía aborrecidos. Y la palabra «panecito»… Ese diminutivo insoportable. ¡A cuento de qué venían esos diminutivos, en semejante situación! Hasta entonces solo me bebía un té, no comía nada por las mañanas. De camino al centro de día siempre tenía la sensación de ir a echar la vomitona por culpa del panecito, los rabanitos, el queso.
Después de cenar, mamá se apoltrona en la butaca frente a la televisión. No sé qué debate, algo de política. Entretanto sigue hojeando las revistas. Me encierro en mi cuarto. Ahora, con la puerta cerrada, ya puedo pensar en ello. Ahora estoy relativamente a salvo. ¿Qué fue lo que me dijo? Dijo que sonaba interesante, que la próxima vez tenía que contarle más del tema. Me esfuerzo por recordar con exactitud sus palabras, su tono de voz y, sobre todo, cómo me miraba al decirlo. Fue solo un instante, luego cambiaron de tema. Discutían sobre la necesidad de separar la Iglesia del Estado. ¿O era la imposibilidad de separar la Iglesia del Estado? A saber. Algo sobre las propiedades de la Iglesia, los impuestos. Decía que hasta que la Iglesia no tribute y en el Vaticano no sé qué… ¿Propiedades? ¿La mitad de Roma pertenece a la Iglesia? ¿Cómo era? No podía seguir el hilo de la conversación, de lo turbada que estaba porque me había dirigido la palabra. Zuzka mencionó el asunto de los curas pedófilos. Sé que es un tema que le parte el corazón y no la ablanda que ahora el papa Francisco pida disculpas. «¿De qué les sirve ahora eso a las víctimas?», dice. Nadie más me prestó atención. Pero aquel instante, aquel instante en que me miró y dijo que sonaba interesante, que tenía que contarle más del tema, sucedió, tuvo lugar, ¡existió! Eso nadie puede arrebatármelo.
Aún tengo que regar las plantas y las flores, pulverizar las hojas. Lo hago por la noche, aunque da lo mismo. ¡Ni que estuvieran en un balcón, recociéndose al sol todo el día! No están en un balcón y fuera la temperatura es de siete grados bajo cero. Echo un vistazo a mi cuarto. La verdad es que tengo un vergel: las plantas cubren casi por completo las paredes. La mayoría son de Ikea, porque las vende baratas. Aunque Zuzka me asegura que sus plantas de Ikea la palman por norma al año, las mías proliferan. Se me dan bien. Tengo palmeras, sobre todo una enorme datilera que me dio mi padre, pero también una areca. Hay un ficus al que le limpio las hojas a diario, un rododendro, esparragueras, un aloe vera, un kalanchoe que acaba de echar flores amarillas. Me gusta observar cómo se cierran las flores por la noche. En las ventanas casi todo son cactus. ¿Me quedaré soltera? ¿Soltera? ¿Estoy siendo supersticiosa? ¿Me importa? Y, por supuesto, orquídeas, que florecen ininterrumpidamente todo el año. Siempre alguna flor. También medra de lo lindo el bambú, que se eleva en el centro de la habitación, aunque no tiene todo el sustrato que necesitaría, pero agua…, agua le proporciono la suficiente. Mi amada dieffenbachia. Esta la tengo, igual que la datilera, desde la infancia. Ni sé cómo la conseguí. E incluso una planta carnívora que me trajo hace un par de años Zuzka de Flora. Se alimenta ella sola, aunque es tan pequeña que no caza más que moscas de la fruta. Una vez probé a echarle una moscarda de la carne y casi me la parte. Bueno, y una drácena, con esas preciosas hojas verdes y amarillas. Un ciclamen que también echa flores. El olor de las flores inunda mi habitación, pero por lo general no lo percibo. Y también un crotón con su vistosa nervadura. Quién sabe por qué siento debilidad por las plantas venenosas. Pero no tenemos en casa ni niños ni animales, así que no es un problema. Y yo no estoy tan mal de la cabeza como para pegarle un bocado a hojas o flores venenosas. Si tuviera un balcón, me compraría una adelfa sin dudarlo ni un segundo.
Le dije a Zuzka que era una tontería, que no iba, que no pintaba nada allí, pero ella insistió. «Por favor, ven. Verás cómo te sienta bien. No le des más vueltas. Eres una buena amiga mía… Escritora». Y yo: «Pero ¿cómo voy a ser escritora si ni he acabado la secundaria?». Y Zuzka: «Por favor, hoy en día cualquiera es escritor. ¿No acabaste la secundaria? Tanto mejor: puedes poner en la contraportada que tu escuela fue la calle, que has pasado por un millón de trabajos basura. Eso es lo que se lleva ahora. A la gente le pierde», se rio Zuzka, que continuó: «¿Qué te crees? Los demás no hacen más que dar la matraca con lo mucho que escriben. Sufrimiento creativo de la mañana a la noche. Y, sin embargo, no publican nada, como mucho alguna birria de plaquette. Eres escritora y punto. De momento, lo que escribes lo dejas en el cajón, hasta estar segura de que lo que ve la luz es una gran novela contemporánea». Cuando, como último recurso, argüí débilmente que una escritora no tenía estas pintas, que qué iban a pensar de mí, Zuzka respondió: «Eso no es así. ¿Qué pintas tiene una escritora? Eso lo has sacado de las revistas del corazón que le mando a tu madre». Así que, cuando él me preguntó direc­tamente de qué iba el libro que estaba escribiendo, le respondí también directamente que estaba escribiendo una novela sobre caballos.
Eso a Zuzka la arrebató por completo, aunque también iba conmigo a equitación. De ahí nos conocemos. Es la única de mis amigas que vivió conmigo todo lo que sucedió allí: el circuito, los dos Juraj, el señor Ble con sus bassets, cuando empezamos a trabajar como mozas de cuadra, la muerte de Tristan, los tres días que estuve desaparecida y anduve vagando por la zona de Žitný ostrov, lo que vino a continuación. A pesar de todo continuó siendo mi amiga. Todos estos años. Y cuando comprendió que yo no quería hablar del tema, nunca volvió a mencionarlo, aceptó mi silencio. Aquel territorio se convirtió para nosotras en un campo de minas. Con esto no quiero decir que, entretanto, dejara de vivir su vida, a diferencia de mi madre, para quien todo terminó con mi colapso: aquello fue el fin del mundo para ella. Zuzka estudió Periodismo. Trabaja para un gran periódico. O sea, me doy cuenta de lo grandilocuente que suena esta frase por estos andurriales, pero ¿cómo expresarlo de otro modo? ¿Para uno de los principales periódicos? Zuzka siempre ha abogado en favor de los débiles y los desfavorecidos. Ayuda a las personas sin hogar: escribe para su revista, en Navidad les cocina kapustnica y tal. Así que a veces se me pasa por la cabeza la incómoda idea de que quizá yo también sea uno de sus proyectos humanitarios, pero por lo general logro apartarla. Naturalmente, admiro mucho a Zuzka por cómo escribe, lo que escribe, las entrevistas que le publican. Envidio sus relaciones con los hombres, pero eso ya desde equitación, cuando empezó a salir con Juraj el pequeño, que nos gustaba a casi todas. Y la admiro por atreverse a invitarme a sus quedadas de los viernes con otros periodistas. A mí, que no tengo ninguna vida social, y precisamente allí. Hace falta valor.
Solo gracias a eso conocí a R. Nos presentó, aunque yo ya lo conocía, por supuesto. Sabía quién era. Zuzka me había hablado mucho de él y había visto su cara a menudo, en los periódicos y hasta en la televisión. Mamá tiene la televisión puesta todo el rato. Le hace compañía, como suele decir. Como si mi compañía no fuera digna de mención, no fuera importante, no fuera suficiente. Por el contrario, la compañía de la televisión, eso sí.
R. Me muero de ganas de escribir su nombre, sin parar. R, R, R. Me dijo que tenía que contarle más acerca de la novela que estoy escribiendo. A mí, en aquel momento, se me quedó la mente en blanco. Lo único que me vino a la cabeza fue la vez que Zuzka y yo fuimos a pie de no sé dónde a no sé dónde, ya no me acuerdo. De lo que sí me acuerdo es que caminábamos junto a la autopista, por algún lugar a las afueras de Bratislava. Seguro que veníamos de montar a caballo o íbamos a montar a caballo. ¿Cuántos años podíamos tener entonces? ¿Doce, trece? ¿Qué demonios hacíamos solas con doce años por la autopista? Pero dejemos eso a un lado. Íbamos caminando y Zuzka me contaba una película que acababa de ver. Se llamaba El hombre que susurraba a los caballos y salía una chica que había tenido un accidente montando a caballo. Un caballo murió y otro tenía un trauma a consecuencia de ello. Por no hablar de su amiga, que tampoco sobrevivió. Luego se llevaban al caballo a un sitio donde había un tipo que sabía hablar con los caballos, etcétera, etcétera. Eso fue lo que se me pasó por la cabeza: la oscuridad junto a la autopista, Zuzka y yo, las luces de los coches y el susurrador de caballos, mientras R me miraba. Y pensé: «Como le cuente esta película, relativamente conocida, de Scarlett Johansson, va a pensar que estoy chalada. “Me resulta familiar, como si ya lo hubiera visto antes”». Al imaginármelo, sonreí burlona para mis adentros y, bajando la cabeza, balbucí: «Vale, en otro momento, más adelante». Así que, en otro momento, más adelante, tendré que inventarme algo que contarle, dado que a Zuzka se le ha ocurrido decir que soy escritora.
Claro que ¿significa esto de veras que habrá otro momento más adelante? ¿Que lo volveré a ver? Me mareo solo de pensarlo. Abro la ventana, me asomo a la calle Vajnorská. El aire de enero corta. Los récords de temperatura ya han quedado atrás, pero estos siete grados bajo cero no son moco de pavo. Observo la vela que arde en un paso de cebra en el que han atropellado a alguien. La vela está encendida día y noche. Unos familiares entregados. Voy a ver otra vez a R. Tomo total conciencia de ello y, por primera vez en mucho tiempo, siento algo que temo llamar felicidad.
Antes del club de equitación en el barrio de Petržalka, el club serio, el club donde ocurrió todo, hubo otro lugar, en la colina del castillo, en el complejo histórico Ekoiuventa, a tiro de piedra de mi colegio. Desde la escalinata del imponente edificio principal incluso podía ver las ventanas de mi aula. Cuando hacía novillos y me saltaba las clases para ir a los caballos, tenía que andarme con ojo para que nadie me viera. Dios, mira que era ingenua. Me creía de verdad que la profesora me reconocería desde aquella distancia. Pero yo era consecuente: cuando me dirigía a Ekoiuventa en trolebús, a la altura de nuestro colegio siempre echaba cuerpo a tierra, me agachaba bajo el asiento. La certeza es como una ametralladora. Y allí, con el entrenador Branˇo, junto al parque Horský, éramos un trío inseparable: Nina, Edita y yo, entusiasmadas con el asunto, con los caballos. Íbamos a diario y nos peleábamos para ver quién iba a montar ese día a Maša, quién a Tang y a quién le tocaría en suerte la indomable Dakota. Competíamos para ver qué caballo estaba mejor cepillado, con el pelo más brillante, con los cascos más limpios, quién conseguía llenar la carretilla con más estiércol y volcarla más rápido en el estercolero. Nos quedábamos a menudo hasta que se hacía de noche. Recuerdo perfectamente una vez que estábamos en el porche del edificio de atrás, el que está al pie del bosque, el que tenía el cartel del zoo sobre la puerta, y enfrente dos chavales que nos molestaban hacía algún tiempo: nos seguían, nos tiraban piedras y nos espantaban a los caballos. Y nosotras, desafiantes: «Bueno, ¿qué queréis de nosotras?». Y el más alto le susurró al más bajo: «Para mí la del medio y para ti la del lado». No pude dejar de darle vueltas durante años, porque en medio estaba, por supuesto, Nina, la más guapa, la más alta, la que estaba más buena, y al lado estábamos las otras dos: Edita y yo. Y, aunque Nina, en secreto, siempre me aseguraba que la del lado era yo, sin lugar a dudas, porque Edita tenía los dientes torcidos, la nariz chata y, en general, no valía gran cosa, la incertidumbre nunca llegó a desvanecerse, dado que aquellos dos chavales nunca más volvieron a aparecer para llevarnos con ellos.
Por cierto, quién sabe cómo le habrá ido la vida a Edita. Hace tiempo que no sé nada de ella, pero seguro que tiene una familia, un marido, hijos, trabajo, un hogar, una vida normal y corriente, así que da igual cómo fuera entonces: la tercera, la chica a la que nadie escogió, en realidad fui yo.
A mi psiquiatra de Tehelná le costó años ajustarme la medicación, equilibrar los altibajos para que no estuviera demasiado apagada y ralentizada o, por el contrario, excesivamente animada y alerta. Para que estuviera bajo control: el de mamá, el suyo propio. Para que no me escapara volando a algún lugar lejano del que tuvieran que traerme para ponerme los pies en la tierra, o volver a ponerme en pie cuando me hubiera desmoronado. En resumen, para que no fuera yo misma más que dentro de unos límites razonables perfectamente marcados: yo misma de aquí a allí. Hasta que lo logramos, hasta que consiguió delimitar mi ...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. MI PADRE
  5. IVANA
  6. OLIVIA
  7. LARA
  8. VERONIKA
  9. Notas