La alternativa republicana
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La alternativa republicana

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La alternativa republicana

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Información del libro

"Ningún otro nombre como el de república tiene su potencial transformador. Sin embargo, su principal obstáculo para convertirse en sinónimo del cambio en España es su clara vinculación simbólica y emocional con la izquierda clásica y el pasado. Nada ayuda más al deterioro de la monarquía que los monárquicos; pero nada frena tanto una república como (nosotros) los republicanos". La tesis de este libro es, en efecto, que no hay cambio si este no tiene un nombre, y que no existe, por el momento, ninguno mejor que el de república. Pero para que este signifique verdadera transformación resulta imprescindible enriquecer el término con aspectos mucho más compartidos, modernos y esperanzadores, y desvincularlo de las connotaciones de la II República. Hugo Martínez Abarca comienza su análisis con la Transición, diseccionando en especial la construcción posterior de su "mito" para aterrizar en los escándalos de corrupción que han debilitado claramente la monarquía.

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Información

Año
2021
ISBN
9788413522807

PRIMERA PARTE

FORMACIÓN DEL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN


A mí nadie me dice a la cara “derechita co­­barde”.
José María Aznar

Régimen

Los últimos cuarenta y cinco años de la historia de España han tenido distintas etapas, algunas muy diferenciadas y cada una con sus características y su legado. Es difícil saber en cuál estamos ahora, aunque sin duda viene marcada por los acontecimientos de 2020: el primer Gobierno de coalición democrático y, sobre todo, la crisis sanitaria y sus terribles consecuencias políticas y sociales.
Bastante antes de 2020 ya había concluido un ciclo que cambió la perspectiva política con la que miramos la Transición y, por tanto, la monarquía española. Ese ciclo, lo que vinimos a llamar “el 15M”, introdujo cambios sustanciales en la cultura política española. En España no se produjo una revolución clásica. Nadie del 15M tomó Palacio de Invierno alguno; no hubo “asalto a los cielos” más que como lema autocomplaciente. Sin embargo, del 15M surgió un cambio irreversible en la cultura política de los españoles y fundamentalmente de las generaciones de españoles que no protagonizaron la Transición, españoles que heredaron la Constitución de 1978 con todo su peso político institucional y cultural.
Cabría definir el 15M como un clima social que im­­pugnaba la vigencia del régimen del 78. Esta expresión, “régimen del 78”, se popularizaba por primera vez, para disgusto de toda una generación de intelectuales, periodistas y políticos desconcertados ante un nuevo sentido común que no comprendían.
Nos explicaron que régimen es una expresión reservada a dictaduras, a la dictadura franquista que ellos habían sufrido y que en España parece que solo debe ser recordada para silenciar a quienes no vivieran la dictadura porque solo quienes la conocieron (los artífices de la Transición) tienen legitimidad para discutir y diseñar la política española.
El diccionario de la Real Academia Española define régimen como “sistema político por el que se rige una nación”, por lo que objetivamente no habría ningún problema en hablar del régimen del 78 si no fuera por una de las carencias de la democracia española: el pudor que se impuso para hablar de la dictadura franquista. Esto ha provocado que, en vez de utilizar la decena de sustantivos precisos con los que podríamos referirnos a lo que sucedió en España al menos entre 1939 y 1975, hayamos hablado de “régimen franquista”. Tan natural ha sido el uso del eufemismo régimen en lugar de dictadura que, cuando se empezó a hablar de régimen político con rigor, como el sistema político por el que se rige España, nos regañaron explicándonos que esto no era un régimen sino una democracia. Tampoco se puede negar con falsa ingenuidad que usábamos la expresión “régimen del 78” aprovechando la connotación que acompaña a la palabra en la España de la Transición.
Lo importante de esta impugnación de la expresión “régimen del 78” no era tanto la meramente nominal. Lo que revelaba la incendiada indignación que generó la crítica al régimen del 78 fueron sobre todo tres aspectos, obviamente nunca afirmados expresamente:
  • Que se consideraba la existencia de dos categorías políticas dicotómicas, cerradas y excluyentes: los países son dictaduras o democracias. Con fronteras rígidas entre ambas formas políticas y sin matices relevantes en el seno de cada una de ellas.
  • Que, dentro de esa concepción dicotómica, el sistema político surgido de la Transición es una democracia y que, al ser todas las democracias esencialmente iguales, cualquier crítica sustantiva o la mera manifestación de la necesidad de superarla esconde un ataque a la democracia (a toda democracia posible), ya sea consciente o fruto de la ignorancia.
  • Que existe una especie de reserva de intelectuales rigurosos y sabios, viejos políticos, columnistas y tertulianos con autoridad para distinguir los juicios razonables de la demagogia iletrada e inexperta.

¡Manos arriba! ¡Esto es un consenso!

Solíamos llamar intuitivamente “Transición” a un grupito de años (la segunda mitad de los años setenta y, en todo caso, primeros años ochenta) en el que se pasó de una decrépita dictadura de corte fascista cañí a un régimen constitucional democrático, con todas las peculiaridades y límites que se quiera. No tiene mucho sentido político (sin duda sí académico e intelectual) discutir sobre lo que efectivamente se hizo en aquellos años, si fue un éxito, un fracaso, una rendición o una victoria… Sobre todo, no tenemos mucho derecho los nacidos en esos años o después a pasar una factura a quienes venían de luchar contra una dictadura, de sufrir cárcel, muerte, torturas… a quienes en aquellos años vieron la posibilidad de que su país fuera habitable y se agarraron a ella. No fue algo unívoco, por supuesto que hubo demócratas que se oponían a tal o cual cesión; tampoco se puede negar que algunas de las cosas que después nos han contado como cesiones fueron conquistas (la Ley de Amnistía, por ejemplo, que después se ha usado para defender la impunidad de los crímenes franquistas, fue vista entonces como una conquista para los presos políticos). Quizás deberíamos perder menos tiempo en discutir sobre si aquello fue lo mejor posible y centrarnos en dos aspectos:
Por un lado, señalar que tanto si en los años setenta se hizo un camino heroico ejemplar para el mundo como si lo que hubo fue una operación poco menos que lampedusiana, cuarenta años después los elementos institucionales y constitucionales de 1978 no son los del futuro, que han cubierto su ciclo, que están agotados.
Por el otro lado, identificar y desmontar los elementos políticos y culturales de estos años más conservadores (en el sentido de freno de todo cambio), los más hostiles a las ideas democráticas y emancipadoras. Fundamentalmente, la exigencia de consenso se ha transformado en una suerte de derecho de veto a cualquier cambio tanto para mejorar la democracia como para “elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal”. Curiosamente esa frase de Adolfo Suárez de 1976 hoy choca con la retórica que nos dice que cualquier coma que corrijamos de lo que se hizo en la Transición debe contar con consenso parlamentario… por muy normal que sea a nivel de calle.
Un ejemplo notable, y perverso, es la ley electoral, diseñada en aquellos años para generar un mapa político estable, potenciando dos partidos centrales (Unión de Centro Democrático, UCD, y, algo menos, Partido Socialista Obrero Español, PSOE) con dos partidos menores a su derecha (Alianza Popular, AP) y a su izquierda (Partido Comunista de España, PCE). No tiene mucho sentido discutir, insisto, si en aquel momento era conveniente o no condicionar el mapa electoral. Parece haber un amplio consenso en que hoy no tiene ningún sentido premiar a partidos solo porque son más fuertes en las provincias menos pobladas. Pero cada vez que se ha planteado la posibilidad de reforma de la ley electoral para hacerla más proporcional, los par­­tidos sobrerrepresentados (PP y PSOE, al menos hasta ahora) se niegan con el argumento de que una reforma de la ley electoral exige consenso, es decir, que cualquiera de ambos tenga derecho de veto. ¿Cómo va a dejar de ejercer tal veto un partido que obtiene una representación extra inmerecida? ¿Alguien se imagina que un partido que no ha dudado en saquear las cuentas del Estado para que los constructores financiaran irregularmente sus campañas electorales accediera a apoyar una ley electoral que no le beneficiara tanto solo porque sea más democrática? La perversión es que esa reforma no solo generaría un natural consenso popular, sino que haría que las instituciones se parecieran más al país, por lo que los ingredientes de futuros consensos estarían mucho más equilibrados y por tanto habría menos capacidad de vetar7.
La apelación al consenso no conduce a rebajar la conflictividad política sino, sobre todo, a dificultar todo cambio. La justicia nunca se conquistará por gracioso acuerdo con quien se beneficia de la injusticia. Y la democracia no es el sistema de los consensos sino todo lo contrario: un sistema que reconoce los disensos y los gestiona para que el conflicto inherente a una sociedad plural no se resuelva mediante la violencia, sino de forma pacífica traduciendo a una sola la multiplicidad de voce...

Índice

  1. PRÓLOGO, por Luis Alegre
  2. INTRODUCCIÓN
  3. PRIMERA PARTE. FORMACIÓN DEL ESPÍRITU DE LA TRANSICIÓN
  4. SEGUNDA PARTE. ¿SUEÑA FELIPE VI CON ESPAÑOLES ELÉCTRICOS?
  5. TERCERA PARTE: EL EMPERADOR ESTÁ DESNUDO
  6. CONCLUSIÓN. COMO EL JUNCO QUE SE DOBLA PERO SIEMPRE SIGUE EN PIE
  7. NOTAS