Sentada en su verde limón
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Sentada en su verde limón

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Sentada en su verde limón

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Información del libro

Las verdaderas historias de amor suelen terminar mal (al menos en la literatura). Sentada en su verde limón se desarrolla en una Cuba que intenta emerger del llamado período especial, quizás por ello tenga tanto de conjuro, de intento de exorcizar los fantasmas que acechan al hombre y la mujer contemporáneos. Es necesario tener un caos adentro para engendrar una estrella danzarina, dijo Nietzsche alguna vez. Kirenia, Harris y Ricardo, los tres protagonistas de la novela intentan mantenerse al límite como único modo de no caer en el abismo. La música, el sexo y las drogas son los tres aparentes temas de Sentada en su verde limón, pero en realidad la muerte, en su aspecto más despojado de atributos, es el verdadero eje alrededor del cual gira esta historia.

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Información

Año
2014
ISBN
9789500532112
Categoría
Literature

Sentada en su verde limón

Acababa de terminar el duodécimo grado y le gustaba leer, preferentemente autores cubanos contemporáneos. Nos conocimos en la biblioteca provincial y nuestra primera conversación versó sobre Florencia y sobre Savonarola el monje. Quedó fascinada. ¡Cómo tú sabes, Ricardo!, me dijo sin asomo de ironía. Luego compré una botella de vino y nos sentamos en el viejo muelle de Cienfuegos a beber y a cantar canciones de Joaquín Sabina. Al final la besé en la boca y decidimos ser amigos para siempre, aunque cayera la bomba atómica.
Pasaron unos meses y cuando la volví a ver, era rockera, andaba con el pelo sucio y un viejo pulover de Iron Maden. Me asombró verla así. ¿No te has enterado, Kirenia?, los rockeros en Cuba se acabaron hace años. Ahora la onda es ser rastafari, jinetera o culturosa, una rockera en Cuba es como un ajo en saco de cebollas, le dije y la invité a mi casa. Luego de tomar café, oímos música y luego fui a buscar más ron y más hierba, pero al desnudarnos dijo que tenía la regla. Ricardo tú eres como un hermano para mí, dijo después, y con la familia una no hace ciertas cosas.
—Hace demasiado calor para pensar –le dije– voy a refrescar.
Me vestí.
—Quiero ir contigo –dijo de pronto.
Dos cuadras más adelante se encontró un pequeño gato y lo tomó en los brazos y se agachó a acariciarlo y se le veían los blumeres y ambos estábamos borrachos y alguien gritó: ¡Puta! y yo me cagué en su madre y ese alguien paró el carro y se quería fajar conmigo, pero ella tomándome por el brazo me suplicó vamos y nos fuimos Prado abajo y no había más marihuana y nos estábamos hartando de todo, sintiendo el tren de la vida sobre nuestros hombros, sintiéndonos casi aplastados por la irrealidad, sentados en los bancos de un fantasmal Prado rodeados de gentes también fantasmales. Mierda, tuve deseos de gritar, pero me contuve.
—Kirenia –dije– estamos entrando por uno de esos canales sombríos que nos llevan directo a la nada, no te asustes si a partir de ahora todo toma aspecto de salirnos mal.
Yo me sentía elocuente, no sé. Para acabar hundí mi sucia lengua en la boca de Kirenia. La llevé para el destruido Círculo Deportivo, sitio preferido de masturbadores, cagadores furtivos y otros especímenes, nos metimos en la playa a templar con el agua al cuello y Kirenia afirmaba haber escuchado a una gaviota gritar nuestros nombres, pero por más que me esforcé no oí nada.
Luego al salir del agua, seguimos cantando temas de Joaquín Sabina. Le cambié las zapatillas Adidas de Kirenia a un revendedor de ron por dos botellas de Damují y seguimos bebiendo y de pronto Kirenia empezó a llorar, no recordaba dónde estaba. Me llamó Ania y alegó amarme mucho, mucho. Mucho como un cartucho, dije yo para joderla y la llevé hasta su casa y me dijo que debía haberme puesto preservativo pues no me conocía lo suficiente.
—Vete para la mierda, Kirenia –le dije.
Dos días después volvió a visitarme, estaba muy seria y me pidió disculpas por todo lo que había pasado entre nosotros. Me extendió su delgada mano y me rogó que fuera su amigo, nada más que eso, pero cuando lo acepté, me dijo abrázame y volvimos a templar y el mundo es lindo y en colores, al menos mientras dura un palo. Se sentía suave, se sentía especial: cagándose en la madre de Dios a cada rato para demostrarle al mismo padre celestial su independencia, fabricando unos poemas de lo más extraños, llenos de afirmaciones absurdas y de gerundios mal empleados. Venía a verme y yo nunca sabía qué era lo que esperaba de mí. A veces le daba por ser la dama sofisticada y entonces se vestía con unos ropajes de calidad poco común, otras veces era la puta triste y otras era la lesbiana en busca de pareja y entonces nos quedábamos los dos mirando pasar las muchachitas por el Prado y yo le decía ¿Kirenia, quieres que te presente a una chica linda? Ella se reía y yo al cabo fui una tarde a visitarla con Liset, veintiún años y un cuerpo de hetaira griega. Liset era hija de Harris y se presentó a sí misma bajo el curioso título de la exestudiante Liset.
Venía cargada, traía parkisonil, hierba y un litro de alcohol de noventa y nos fuimos para su casa y yo puse a Billie Holliday para llenar la noche de afectación y que la vida se nos empezara a ir despacio como los dientes a un hombre que envejece. Liset jineteaba y después llegó el Pepe de turno con una botella de ron dispuesto a participar en el jolgorio. Liset no estaba para él, a las claras se le notaban sus intenciones de jamarse a Kirenia. Así que embarajó al yuma y se las arregló para dejarlo sin botella de ron y mandarlo al hotel como un corderito.
—¿Y ese quién es? –preguntó el extranjero antes de irse señalándome a mí, y Liset le dijo que yo era su hermano. Para ese entonces ya Kirenia estaba borracha y se dejó desnudar y abrazó a Liset y me abrazó a mí y nos dijo que nos quería como a nadie en el mundo. Así era ella, siempre estaba queriendo a la gente más que nadie. En fin, me las templé a las dos, pero no fue la gran cosa, al final fue un asunto bastante triste verlas quedarse dormidas.
—No apagues esa música –fue lo último que dijo Kirenia.
Era triste. Es triste ser tan triste, pensé. Me he vuelto todo un pensador, pensé asomado al balcón de mi casa con marihuana en la boca y mirando a lo lejos.
Se pasa la vida fumando marihuana, dicen de mí en la cuadra.
Cómo si uno tuviera dinero para tanto, digo yo.
Dicen de mí: es mierda lo que pinta.
Dicen de mí: ese hombre no vale un kilo.
Dicen de mí: vive como un animal.
Dicen de mí: es un hediondo.
Dicen de mí: si la pobre madre estuviera viva se volvía
a morir para no verlo.
Hasta maricón es, dicen de mí, pero este es el cuento de Kirenia, así que me reservo lo otro que dicen de mí.
Al día siguiente, Liset llevó a Kirenia a casa de Harris, a esa casa llena de polvo e instrumentos musicales y le dijo, Mira, el mejor músico de la ciudad y mi padre. Kirenia, se presentó ella con una sonrisa. Harris sonrió también y la invitó a sentarse en uno de los viejos sillones y luego le preguntó si había leído a E.E Cummigs.
—No.
—Él tiene un poema que habla de tus manos –dijo Harris y siguió sonriendo y a Kirenia le parecía que nunca en su vida había visto un hombre tan negro y tan grande. Allí en la sala de esa casa, entre los delicados instrumentos músicos parecía tan anacrónico como un animal fabuloso en una plaza pública.
—Eres hermosa –dijo él de pronto, pero no de una hermosura fácil, tu belleza es de las que uno descubre pasito a paso como el amanecer cuando surge vestido de raso. A las claras se veía que se estaba burlando de ella. No me gustan los viejos, estuvo a punto de decir Kirenia pero se contuvo, el hombre era viejo y no era viejo a la vez y Kirenia lo miraba, sin poder sustraerse a la impresión de que esos ojos carmelitas lo sabían todo.
—Bueno, me voy –dijo Liset y se puso de pie.
Kirenia también se levantó.
—Adiós –dijo Kirenia.
—No te vayas todavía –susurró Harris y Kirenia volvió a sentarse.
—¿Te quedas? –preguntó Liset extrañada y Kirenia se limitó a afirmar con la cabeza.
—Bueno –dijo Liset y le dio un beso al padre y otro a Kirenia y salió. Durante unos segundos se miraron sin decir nada y luego Harris empezó a hablar de Nueva York, pero no de la gran ciudad fácilmente imaginada por todos, si no de una Nueva York secreta, mágica.
Harris había nacido en la urbe, hijo de un inmigrante del caribe anglófono y una cubana y a esa ciudad estaban asociados los primeros recuerdos de su vida. Hablaba como si estuviera convencido de que ese tema, su propia vida, nunca podría aburrir a Kirenia y era verdad, Kirenia lo escuchaba sin decir palabras, muy interesada. ¿Quieres beber algo? Preguntó Harris de pronto y sin esperar la respuesta volcó un poco de licor en dos vasos y le tendió uno de ellos a la muchacha. Ella lo probó, era whisky. La bebida le quemó la garganta y le provocó un agradable calor. Se sentía bien.
—¿Liset es su única hija? –preguntó por decir algo.
—Sí –dijo Harris y luego le pidió a Kirenia que le contara algo de su propia vida.
—No tengo casi nada que contar, solo tengo dieciocho años y me he pasado la vida estudiando en escuelas en el campo y deseando ser poeta, pero todo el mundo dice que en este tiempo ese no es un deseo cuerdo, que uno debe desear ser médico o especialista en informática.
Harris rompió a reír.
—Eres toda una loquita –dijo pero luego al ver la cara de Kirenia, aclaró: Lo digo en el buen sentido de la palabra. Me gusta que seas así.
—¿Ese es Dizzi Guillespie? –preguntó Kirenia mirando un retrato desde el cual el músico afroamericano abraza a Harris y sonríe.
—Si no le han cambiado el nombre es él, el viejo Diz que vestía y calzaba y ahora es sólo abono para jardines.
Kirenia miró con curiosidad a Harris:
—¿Siempre habla usted así?
—¿Así cómo?
Ella dibujó con las manos un enrevesado gesto.
—De esa forma un poco pintoresca.
—Eso depende de cómo tenga el día, hoy tengo mi sentido macabro alegórico en su apogeo.
Tenía cincuenta y cinco años y luego de darle la vuelta al mundo, había terminado en Cienfuegos tocando en un bar de mala muerte para un público constituido en su mayor parte por aficionados de los más diversos países que venían a Cienfuegos con el confesado objetivo de escucharlo. Gracias a él, la ciudad se había convertido casi en una meta turística. Supongo que a ellos dos, algún dios con un muy peculiar sentido del humor los había destinado a encontrarse, supongo que esas cosas suelen pasar y no hay quien las evite. Kirenia y yo seguimos tomando ron y yendo al malecón a mirar las gaviotas y a contarnos cosas pero me hablaba cada vez más de Harris, me decía que era una lástima que un hombre así tomara tanto. Yo no le decía nada, yo esperaba y cuando caía la noche y los pescadores por mucho que se esforzaran no podían vernos, entonces decía a templar que se fue la luz, y allí mismo en el muelle como si no se hubieran inventado las camas nos acostábamos y yo le quitaba la ropa y ella me hablaba de Italia: soñaba con ver la capilla Sixtina.
—Yo estuve en Italia y es mejor soñar con San Pedro que ir a verlo –le dije– y en Italia conocí a una eslovaca y me gasté todo el dinero que gané vendiendo cuadros, fumando marihuana en un cuartucho tan estrecho que me parecía estar en la Habana Vieja.
—¿Eso fue en Roma? –preguntaba Kirenia.
—En Milán –respondía yo y me movía más rápido hasta que Kirenia empezaba a suspirar y decía que rico y entonces yo preguntaba: ¿Te gusta? Y ella me decía que sí y que me moviera más rápido y luego decía: ¡Ay! y yo le decía que esa eslovaca era el amor de mi vida y que tenía los pendejos pelirrojos y padecía de cáncer y ella decía pobrecita y hacía un frío delicioso y nos veníamos juntos y luego seguíamos tomando vino y ella volvía a hablarme de Harris y a decirme que el músico no era como yo sino un hombre muy moral y muy caballero sí señor, muy medido y me va a llevar a La Habana a ver si puedo coger teatrología. No te imagino de teatróloga, le dije.
— ¿Y de qué tú me imaginas? –me preguntó.
—De puta de burdel –le respondí y la muchacha me echó el vino en el rostro y me dijo que yo a veces me olvidaba de que ella tenía 18 años y se fue caminando muy seria. Yo no hice nada por retenerla. Seguí bebiendo mi vino y a la media cuadra volvió.
—No quiero verte más –dijo y yo me encogí de hombros y la vi irse, la espalda más triste del mundo era la de ella.
Abrías la puerta del bar y entrabas en una atmosfera distinta, la vida dejaba de ser el asunto poco claro que es habitualmente, allí sentados en la mejor mesa estaban los amigos con los vasos en las manos, saludándome. Yo les sonrío, los quiero, digo y ellos me creen y a algunos se les humedecen los ojos, hemos vivido tantas cosas juntos. Somos los conejos salidos del sombrero de copa del mago, les digo con algo pastoso en la voz y es que me emocionan mis amigos y es que ya vamos quedando menos, los demás ya se han ido, los demás, ya son fantasmas. Kirenia está muerta, me dicen y yo no lo creo del todo, tengo que verla para creerlo, además dicen que es culpa mía. Siempre dicen lo mismo, son viciosos de hallar un culpable para todo los muy perros. No se conforman con ver las cosas como son. Caminar una cuadra, doblar en la esquina, saludar a las muchachas, regresar al bar, coger el saxo y sacarle tres notas, una nota colorada, otra azul y otra amarilla para ti princesa le diría, para ti princesa que quieres saberlo todo inclusive qué color tiene la muerte pero ten cuidado, soy sólo una minúscula partícula constituida cien por cien con polvo de estrellas, una bacteria que le emite música al universo. Ese soy yo, Kirenia, nada más, le decía esas tardes cuando estábamos de ánimo de conversar y entonces parecía que el universo cabía dentro de unas pa...

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