Un muerto en el baúl
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Un muerto en el baúl

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Juan, un oficinista promedio con una familia promedio, descubrirá una mañana en plenas vacaciones en Mar de Ajó que un hombre yace en el baúl de su auto. La aparente normalidad de su vida quedará amenazada, a punto de desintegrarse, a menos que reaccione pronto.El tiempo se astillará en todas las direcciones. Juan buscará en el pasado las causas que lo dejaron al borde del abismo, con un muerto a cuestas al que apenas vio una vez en su vida y del que deberá deshacerse cuanto antes; en el campo, en el mar o en cualquiera de los pueblos que orillan la ruta. La travesía tendrá nuevos peligros, acaso mayores que los originales, y esos trances ruteros lo llevarán a recordar cada una de las piezas de un rompecabezas que parece condenarlo.En su familia política Juan hallará parte de las respuestas. Su esposa, la hermana melliza y su concuñado Walter han tejido en torno a la figura patriarcal de Alessandro Stampone, un parco abuelo siciliano, una red densa que una vez cerrada le dejará pocas vías de escape.

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Información

Año
2021
ISBN
9789500533102

Capítulo Ⅱ

El vecino volcó su mirada a la escena, mientras yo trataba de reponerme del espanto. Desde su ángulo vería la trompa verde del Chevrolet y la tapa del baúl abierta. La cerré luego de acomodarle a Giménez el brazo que colgaba afuera.
Entré a la casa. Un tumulto de golpes me sacudía el pecho y las piernas me temblequeaban. Busqué papel y una lapicera. Le dejé una nota a Lorena: “Me llamó Cristian. Lo internaron en el hospital de Santa Teresita. Se lo escuchaba bien, pero voy a ver qué le pasó. Vuelvo rápido. Los quiero”. Traté de no hacer ruido al salir. Mi amigo me necesitaba, era una buena excusa. Abrí el portón, empujé el auto hasta la calle y recién ahí encendí el motor. El vecino, escoba en mano, miró toda la escena, como si conociera los detalles del crimen. Me volvió a saludar. Respondí la gentileza alzando la mano.
Para llegar hasta la ruta, a unas quince cuadras de la casa, debía tomar una avenida que se iba empobreciendo a medida que uno se alejaba de la costa. De los chalets y negocios con fachadas modernas se pasaba, de forma paulatina, a terrenos baldíos, a un puñado de viveros, a casas de artículos para pesca y a otros comercios que habrían tenido su esplendor décadas atrás, pero a que ahora penaban en los márgenes de esa calle. El camino que desembocaba en la rotonda de la interbalnearia también finalizaba en un puesto de control policial. Jamás lo había visto: estaba camuflado a unos metros del ingreso a la única estación de servicio de la localidad.
En el tránsito de lunes a la mañana, circulando solitario, era número fijo para que me obligaran a entrar en la órbita de los oficiales, con seguridad ávidos de coimas a esas horas bajo el pretexto del “desayuno de los muchachos”. El soborno no me provocaba ningún conflicto ético. El problema era que si descubrían al muerto en el baúl no me alcanzarían todos los billetes del mundo para deslindarme del asunto. Ya no tenía forma de escapar por una calle transversal. Fue entonces que un toque de silbato y una seña con la mano me dieron a entender que debía estacionar entre dos conos naranjas dispuestos contra el cordón de la vereda. Bajé la ventanilla y se acercó el oficial. Me esforcé desde el saludo por mostrarme sereno. El agente respondió serio: “Documento, registro, cédula verde y pagos de patente y seguro”. Se notaba que su dureza era tan fingida como mi amabilidad, una máscara cuyo objetivo era atemorizar al interlocutor; prepararlo para el chantaje. Le entregué la documentación.
El tipo se fue a verificar los datos hacia el patrullero, ubicado delante de mi auto. Regresó cinco minutos después y me devolvió los papeles. Como todo estaba en regla, buscó otras grietas por donde escarbar. Yo llevaba el cinturón de seguridad abrochado y el estado general del auto, que incluía una silla para bebés en el asiento trasero, no daba lugar para sospechas. Igual inquirió por rutina: “¿Balizas, matafuegos, botiquín?”. Lo dijo así, sin emplear artículos ni verbos. Le dije que sí, acompañando las palabras con un gesto afirmativo, pero el agente no se movió. Esperaba que le mostrase la existencia física de esos objetos. Resignado, bajé del coche y fui hasta el baúl. “Estoy perdido”, pensé y se me vino a la mente la imagen de Lorena y Benjamín. En ese momento sonó el celular del policía. “Hola, corazón”, atendió, con voz de galán y se quedó allí, girando sobre su propio eje. Fui rápido hasta el baúl. Lo abrí y Giménez parecía tener otra expresión, más bienhechora que un rato antes. El cana, en tanto, seguía diciendo cursilerías en el otro extremo del auto. Volteé un poco de lado a Giménez y tomé los elementos. Bajé la tapa y se los llevé al oficial, que casi sin mirarlos levantó el pulgar en señal de “OK” y agitó la mano dándome a entender que estaba habilitado para seguir viaje.
Subí al coche, dejé el kit de seguridad vial en el piso de la parte trasera y arranqué. Saludé al policía con un movimiento de cabeza, aunque no pareció verme, atareado como estaba en su simulacro de conquista. Puse primera y como quien dice, sentí que me volvía el alma al cuerpo. Recorrí apenas unos metros e ingresé a la estación de servicio. Después del susto necesitaba cinco minutos de sosiego antes de continuar. Fui al baño y me lavé la cara con agua fría. Repetí la operación varias veces. Luego me miré al espejo, con las dos manos apoyadas en el lavatorio. La imagen devolvió un otro en el que no me reconocí. “¿Cuándo fue que te jodiste, Juan?”, le dije al reflejo. Observé los ojos cansados. Alrededor de ellos se marcaban unas arrugas incipientes, finas, escasas, imperceptibles desde una distancia media pero que sin embargo denotaban el paso a una adultez sin retorno. Si alguien hubiese pensado años atrás que iba a estar en esta situación, hubiera parecido un disparate. Pero ahí estaba, en un parador rutero con un muerto en el baúl del auto. Un tipo al que apenas había visto una vez pero con quien me sentía atado por lazos indefinibles y al que tenía que abandonar sin sepultura en cualquier lugar en el que yo pasara desapercibido. De Giménez se encargaría el tiempo. Acto seguido, un par de señores entraron al baño. Por la palidez supuse que eran turistas recién llegados a esa zona de playas.
Salí. Caminé despacio rumbo al auto. ¿Dónde dejaría al Negro?, me pregunté. Descarté llevarlo al mar, opción que se caía de maduro en esos pagos. No recordaba ningún punto de toda esa extensión de costa en el que pudiera arrastrar un cuerpo sin ser visto, tampoco tenía posibilidades de ingresar con mi coche en la arena. Necesitaba una 4x4 para poder hacer algo así. Elegir esa alternativa me llevaría a un solo derrotero: el auto encajado en la playa y yo en un callejón sin salida, con las evidencias en bandeja frente a una investigación. Tampoco podía acudir a ningún amigo, mucho menos a la policía. Decantaba una única determinación: el campo. Y si algo sobraba a la vera de la ruta era, justamente, campo. Entonces sí, volví a andar. Tomé hacia la derecha, en dirección a Buenos Aires, atenta la vista a ambos lados por si hallaba el hueco salvador entre pastizales y malezas. Volví a reflexionar sobre el origen, en el punto de partida de ese proceso que me dejaba de rodillas y, peor aún, amenazado, contra la pared y con mi familia en riesgo. La extorsión portaba un mensaje: “Podemos matar, inclusive a uno de los nuestros. Podemos llegar más lejos. Esto no es un juego, Juancito”.
¿Cuál fue el comienzo de este desastre? Creo que empezó en el puto momento en que conocí a Walter, ese flaquito sin gracia que noviaba con mi cuñada Fernanda, la hermana melliza de Lorena. Lo había visto por primera vez unos cinco años antes, cuando todo era posibilidad. Claro que, como siempre sucede, esto lo supe después. En aquel entonces creía que el futuro estaba determinado poco menos que para siempre. Lo cierto es que habíamos empezado a salir con las mellizas casi al mismo tiempo. Sin embargo, no nos conocíamos. Walter era para mí un nombre que cada tanto brotaba de la boca de esa Lorena veinteañera y excitante, calificativos que también le calzaban a su hermana, tan parecida.
Nos vimos por primera vez en un almuerzo familiar, lo que significaba, de alguna manera, el paso de ambas relaciones al terreno de lo formal. Además, ese fue el debut de los dos en las tertulias de los Stampone. Sin duda, las hermanas se habían puesto de acuerdo para que nuestra primera aparición pública coincidiera en tiempo y espacio. Así ninguna captaría la totalidad de la atención. Esa repartija, pensada para sí mismas, de rebote nos aliviaba a nosotros. Por cuestiones de orden de llegada nos sentamos enfrentados, en diagonal, en la larga mesa de Don Alessandro que albergó aquella vez, como tantas otras, a una veintena de personas entre hijos, nueras, yernos y nietos. El flamante novio de Fernanda era flacucho, un poco narigón, de estatura media, con el pelo lacio castaño oscuro cayéndole sobre la frente al que trataba de acomodar con la mano a cada rato. Vestía jean y remera blanca, atuendo sobrio pero a tono con lo que se usaba en esa fecha. Salvo por el vestuario y por el aplomo de su postura, costaba entender a simple vista cómo Fernanda se había enamorado de él. Llevó un vino tinto. Yo, nada.
Los padres de las chicas llegaron un poco más tarde, demorados en menesteres que trataron de justificar. De todas formas, los había conocido alguna vez en la puerta de su propia casa al ir a buscar a Lorena un sábado a la noche. La situación no era diferente en el caso de Walter. Por eso, nuestro suegro, Emilio, nos saludó sin demasiado protocolo y se confundió en seguida entre la parentela. Era obvio que prefería no intercambiar palabras con los novios de sus nenas. Resignado y con esos gestos nos marcaba la cancha: “Los acepto porque no tengo más remedio. No voy a ser amable pero podemos tener una convivencia pacífica. Aunque parezca que no estoy, sí estoy. Ojo”.
Don Stampone, el prócer y cabeza de las ramas vivas del árbol genealógico, nos había ignorado hasta que le preguntó a Walter: “¿Usted trajo ese vino?”. Le respondió con un tímido sí desde su asiento. “Es basura, está lleno de conservantes. Lléveselo”, le dijo el viejo, sin tutearlo, y se fue. Tuve ganas de solidarizarme con Walter pero creí prudente no emitir sonido. Al minuto, el veterano reapareció con una botella de Seven Up desbordante de un líquido oscuro. La destapó y vertió en nuestros vasos lo que terminó siendo un vino de dudosa procedencia. Se quedó parado esperando que bebiéramos mientras el resto observaba ese circo, ya fuera de reojo o en forma abierta. Nosotros lo miramos a él, sin hacer otra cosa. Las hermanas habían enrojecido y hubiesen querido desaparecer de allí, como luego confesaron. “¿Y?”, nos apuró el viejo, impaciente. Entonces mandamos el contenido a bodega. Un alcohol caliente y áspero me raspó la garganta, fue quemando todo a su paso hasta llegar al estómago donde de a poco comenzó a apagarse. Respiré hondo y un dejo ácido me impregnó la nariz. Intuí una experiencia similar en Walter. En seguida, Don Stampone repitió: “¿Y?”. “Muy bueno”, le dije. “Excelente”, concedió Walter. “Lo hice yo mismo –proclamó el abuelo con el dedo en alto–; seleccioné cada uva, las pisé con mis propios pies, le separé los hollejos con mis manos, lo vi fermentar, lo embotellé y ahora lo serví”, y sin más se fue a sentar a la cabecera.
Al rato, le pedí hielo a Lorena para aguar el tinto, se levantó y fue hasta el freezer. Para nuestra desgracia, el viejo lo había desconectado con fines de comprimir sus gastos en la factura de luz. Mi novia volvió a la mesa con un sifón Drago. Completé el vaso con soda y le pasé el recipiente metálico a Walter.
Las mujeres trajeron bandejas con jamón y queso cortados en cubo, rodajas de matambre y pan. Tomé un miñón, corté un trozo con la mano y lo comí. Percibí ese sabor a nada que se repetiría hasta el cansancio. La única sensación que registraba en la boca era el lento humedecer de la masa que se desintegraba de a poco. Bebí otro trago del vino patero para bajar la pasta, Lorena me miró y completó con palabras el sentido final de la acción: “Es sin sal, el abuelo come sin sal. Le sube la presión, pobre viejo…”. Con mi lógica externa no comprendí por qué, si había casi veinte personas y una sola era hipertensa, los dos kilos de pan –a ojo de buen cubero– prescindían de sal. Con un par de flautas insulsas para Don Stampone hubiese bastado. Pero no acoté, ni esa vez ni ninguna otra.
El abuelo, firme en la cabecera, escoltado por una lámina enmarcada con una panorámica de la costa de Sicilia, consultó a Miguel, uno de sus hijos, si su casa seguía con humedad en el techo de la cocina.
—Le puse una membrana nueva, pero sigue pasando agua. Tengo que subir un día de estos –respondió Miguel.
—Yo te dije que tenías que curar bien el techo –acotó Luis, el otro hijo de Alessandro, además de mi suegro Emilio.
—No, es el soplete, no termina de calentar la membrana y entonces no se pega bien. Tengo que desarmarlo –dijo Miguel, cuyos “tengo que” siempre ponían nervioso a Don Stampone.
—Igual, cuántas veces te dije que la membrana de 2 no sirve. ¡Tenés que poner de 4, cazzo! –se agrietó el abuelo.
—Eso es cierto. Y tampoco levantaste las puntas con la cuchara, como te dije –aseguró Luis.
—¡Ma’ que va a ser cierto! La otra vez papá me hizo poner pintura común en vez de asfáltica y casi se me cae el techo encima –retrucó Miguel.
El viejo ya estaba colorado de ira. Apretó el puño y frunció el ceño. Se guardó las palabras para no proferir groserías pero al final, de todas formas, estalló: “¡Porca troia! ¡Las construcciones de antes eran buenas! ¡Lo de ahora no sirve, no sirve!”. Se levantó de su silla y golpeó la pared con la mano cerrada. “Miren: esto es una pared. Gruesa, sólida, no pasa la voz del vecino. ¡Y la membrana tiene que ser de 4!”. Soltó un flechazo, mirándonos a Walter y a mí: “Y ustedes dos: ¿qué opinan?, ¿no es como yo digo?”. No nos quedó más remedio que afirmar sus dichos para ganarnos la simpatía del viejo. El tío Miguel, ya envuelto en el calor de la conversación, no comprendió de forma cabal nuestra respuesta y nos ubicó del otro lado de la línea de fuego. Disparó: “Estos dos qué saben. Mirale las manos, ¡en su puta vida cambiaron el cuerito de una canilla!”. Por instinto miré mis manos, nada curtidas, sin signos de haber tomado jamás un rodillo para pintar una pared. Me quedé mudo igual que Walter, resignado a que me siguieran vapuleando hasta el momento del café, como esos equipos que tiran la toalla al segundo gol y terminan perdiendo por goleada. Por suerte, la escalada no continuó y se produjo un silencio súbito que fue como el toque de campana. Final del round. Las mujeres aparecieron ahora con platos con canelones. Tres para cada hombre, dos para cada mujer y para nosotros. Es decir, aún no habíamos ascendido a la categoría de miembros masculinos en el organigrama familiar de los Stampone.
Los canelones, alabados por demás en la previa, lucían algo flacos de relleno –una mezcla de ricota, espinaca y menta– y ya llegaban apenas salseados y con queso rallado encima, a gusto de quien servía y no del comensal. Comí mis dos canelones y dado que Alessandro calculaba las cantidades con exactitud matemática, no hubo chances de repetir. En el medio, se desató una segunda conversación, esta vez sobre mecánica de autos.
Intercambié una mirada rápida con Walter y vi que estaba tan perdido como yo. La rama masculina seguía charlando, escarbadientes en boca, sin darnos lugar, dando por hecho lo que era una verdad: no entendíamos un pomo. Don Stampone tampoco participó. Como una señal de buena voluntad, o al menos eso interpreté, se levantó de su silla y nos convidó una segunda vuelta del vino de elaboración propia. Bebí otro trago, puro, y el borde del vaso quedó surcado por una línea violácea, formada por esa especie de borra que se había estancado en el fondo de la botella. En silencio, bajé el contenido como si fuera un placebo que me abstraería de todo aquello. Y algún efecto debió haberme causado, porque caí en un estado de duermevela por el que transité hasta el final del postre, un flan con base de vainillas humedecidas en licor.
Al rato, los tíos buscaban sus abrigos para comenzar el éxodo de la larga mesa de Don Stampone, imitamos el gesto y minutos después estábamos en la calle. Como Walter había llegado caminando, me ofrecí a llevar en el auto a las hermanas y luego a dejarlo a él en el subte más cercano. Mis suegros se quedaron a tomar mate en lo del viejo, quizá para no compartir el regreso con nosotros.
Lorena y Fernanda no mencionaron nada acerca de lo ocurrido. Tampoco lo hicieron al despedirse una vez que llegamos a su casa. Se les notaba cierta aflicción, lo que significaba, de alguna forma, un pedido de disculpas. Cuando traspasaron la puerta, ambos suspiramos al mismo tiempo y nos relajamos. Puse primera y Walter rompió el silencio, atrapando el sentido que flotaba en el habitáculo para condensarlo en cuatro palabras: “Qué viejo de mierda”.
Antes de llevarlo hasta la estación de subte tomamos un café en un bar que estaba en el camino. Necesitábamos recomponernos de los golpes. A mí me dolía la cabeza; los nervios de la previa al almuerzo, la tensión posterior, el vino patero… todo eso se me acumulaba en la nuca y se expandía hacia las sienes. Distenderme un rato con aquel compañero de desventuras me haría bien, pensé. Además, tampoco tenía demasiadas cosas que hacer un domingo a la tarde.
Walter resultó un tipo agradable. Trabajaba en el Estado, me dijo, aunque no entendí muy bien qué hacía ni en qué área. Por supuesto, nos desquitamos sacándole el cuero, por lo menos, a la mitad de los Stampone, en especial al viejo Alessandro. “Desconectar el freezer, en qué cabeza cabe, ni que estuviera en la lona”, empezó él. “Todo lo contrario, está forrado en plata el abuelito”, acoté en un exceso de confianza del que luego me arrepentí. Walter se quedó callado, con una expresión vacía. Hablé de más, pensé de inmediato. Y, si se quiere, acababa de fallarle a Lorena, quien me había confesado la pequeña fortuna amasada por Don Stampone con la absoluta certeza de que yo jamás abriría la boca, haciéndome parte de su círculo más íntimo quizá de forma prematura. A mi favor, puedo asegurar que fue sin intenciones de chusmerío. Simplemente, se me escapó, debe haber sido por la bronca que mastiqué por aquellas horas.
Seguimos charlando un rato más: un tanteo de temas superficiales. Luego, al recuperar la tranquilidad y dejar atrás el mal trago –tanto en su sentido literal como simbólico–, un sueño pesado se apoderó de mí. Por eso, apuré la cuenta y partimos.
Recién años más tarde pude comprender que mi relación con Walter se forjó por la negativa, rasgo que se acentuaría con el tiempo. Nuestro acercamiento fue simplemente por no ser Stampone, y nada teníamos que ver con los canelones, las membranas y el vino patero. Partimos desde allí y ahora pienso que hacer tratos con él como si hubiera sido un amigo fue un error que no tuvo en cuenta la génesis de esa dupla, nacida apenas con fines defensivos. También, creo, estábamos unidos por una fantasía que compartíamos en silencio, como un pacto implícito. Salir con una melliza lleva a un problema: desear, de a ratos, más a la hermana que a la mujer propia. Miles de veces miré a Fernanda y me pregunté cómo sería en la cama, cómo gemiría ese doble de mi Lorena, con qué se excitaba. Hubo días en que llegué a su casa y Lorena estaba retrasada; a solas, Fernanda me miraba como seduciéndome. Tuve ganas de avanzar sobre mi cuñada pero siempre me frenó un hilo de duda. El desorden interno se agravaba por hechos aislados con que Fernanda me provocaba, no sé si de ingenua o por simple perversión. Por ejemplo, cuando salía del baño apenas envuelta con una toalla, o cuando se paseaba por la casa con una remera sin corpiño como si yo fuera un cactus, una prima o un canario, despojado de toda masculinidad. Otro día, me preguntaba delante de Lorena cómo le quedaba determinada bikini. Su hermana, en lugar de enojarse, decía: “Dale, vos que sos objetivo, ¿te gusta?”. Y yo sentía una ebullición que empezaba en el cerebro y terminaba en la bragueta.
No tengo dudas de que las sensaciones de Walter eran idénticas a las mías. No podíamos blanquearlo, claro, pero nos llevó a tener un segundo guiño cómplice, también de signos negativos: el no tener a las dos hermanas para uno más que en la imaginación.
Mucha agua había corrido entre aquellos años y este presente donde manejaba por una ruta bonaerense con un muerto a cuestas, fruto de haber entrado en una espiral de decadencia de la que nunca supe cómo salir.
Miraba atento hacia ambos lados del camino. La propiedad privada se interponía en mi empresa; apenas unos metros después del asfalto, el alambrado que delineaba los lotes se alzaba como un obstáculo bien concreto, y me impedía internarme en esos campos que mucha gente supone sin dueños, como en los principios de la historia.
Al pasar por un puente sobre un arroyo tomé un atajo lateral y bordeé el hilo de agua. Sin embargo, un grupo de pescadores de mala muerte no quitaba su atención del cauce donde pensaba tirar a Giménez. Parados como estatuas, firmes sus cañas en las manos, custodiaban el lugar. Una vigilancia inmóvil, pasiva, pero vigilancia al fin. Entonces, tomé un camino alternativo hasta que no pude seguir, la calle de tierra se cortaba en un recodo y el arroyo se perdía quién sabe dónde. Busqué variantes para abandonar el cuerpo, pero sobraban testigos por todas partes. Desanduve el trecho y volví a la ruta. Debía decidir rápidamente qué ...

Índice

  1. Capítulo Ⅰ
  2. Capítulo Ⅱ
  3. Capítulo Ⅲ
  4. Capítulo Ⅳ
  5. Agradecimientos