Los espejos del miedo
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Los espejos del miedo

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El muestrario de miedos en los cuentos de Irma Carbia es variado: miedos infantiles y miedos adultos, intensos unos, sutiles otros, pero siempre presentes en los personajes y en las historias, tal vez porque el miedo, lo creamos o no, siempre está presente en nuestras vidas. Temer, con o sin fundamento, forma parte del ser humano y, si bien a veces nos salva de un peligro, otras nos sumerja en la desesperación.Los personajes sufren esas situaciones que se les presentan como angustiantes porque son personajes sensibles, vulnerables, y no les vale la pena ocultarlo por vergüenza, ya que, de algún u otro modo, aflora e irrumpe en sus vidas sin desearlo y a veces las trastoca para siempre. No hay antídoto valedero para el miedo. Siempre va a terminar reflejándose, como en un espejo.

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Información

Año
2019
ISBN
9789500532280

Los espejos del miedo

EMI

Después de ese día del cumpleaños de su nieta, Mónica cada vez que iba a la casa de su hija, si ella le decía que venía su amiga Rita con las chicas, empezaba a sentirse incómoda. Se acordaba de la primera vez que había visto a Emilia, la más chica de las hijas de Rita, el día del cumpleaños de Valentina. Desde esa vez se pegaba a ella sin quitarle los ojos de encima. Por eso ya estaba inquieta al oír el nombre de la mamá. Trataba de ser racional y se decía que le molestaba Rita porque no se ocupaba de sus chicos y siempre terminaban todos llorando. Pero Rita iba bastante seguido y Emilia siempre trataba de estar con ella, pero sin decir nada, solo la miraba y nada más. Llegó a pensar que la tomaría por una abuela quizás, ya que la suya vivía en el interior, por el simple hecho de ser la abuela de sus amiguitos. Vaya a saberse por qué reclamaba su compañía o su atención. Quería que Mónica supiera que estaba ahí y que la quería para ella. Mónica por supuesto que se daba cuenta pero no le seguía el juego y trataba de deshacerse de la chiquita.
—¿Qué querés?
Emilia no respondía.
—¿Querés algo?
La nena la seguía mirando sin contestar. Le tocó la mano. Ella le sonrió. La nena la miraba muy fijo. Mónica le volvió a sonreír sin saber qué otra cosa hacer. Entre su poca edad y el chupete puesto, Mónica no supo si la nena le devolvía la sonrisa, pero se acercó poco a poco hasta quedar pegada a su silla. Y la miraba. Mónica estaba algo molesta, no entendía. No se separaba de su lado aunque ella hiciera la que no se daba cuenta de que la miraba. La nena seguía ahí. Le hizo algo así como un mimo, o trató de llamarle la atención poniendo su mano sobre la pierna de Mónica. ¿Por qué hacía eso? No le gustaba el lenguaje mudo de los chicos pequeños, salvo el de sus propios nietos, por una mezcla de cariño y costumbre. A esta nena no quería entenderla y sentía que no se la podía sacar de encima.
Recordó que en el momento en que abrieron la puerta para recibir a los chicos que venían al cumpleaños, la nena entró, sola y decidida. Y le clavó su mirada infantil en cuanto la vio. La miraba y se le acercaba para darle un beso; no necesitó que la mamá le dijera es la abuela de Valentina, dale un beso. La nena quería darle un beso y Mónica se dio cuenta. La saludó con un hola sonriente y un beso, sin soltar a su nieto menor de la mano. Y dio la vuelta para ir hacia adentro sintiendo la presencia de esa nena detrás de ella. ¡Qué confianzuda! Bueno, la mamá es muy relajada, ni se ocupa… pero tan chiquita. Se olvidó del asunto mientras abría los paquetes para que los chicos se entretuvieran sin hacer demasiado lío o escándalo. Después, cuando estaba sentada alrededor de la mesa y la nena se le acercó y no respondía a sus preguntas pero la miraba con insistencia, volvió a sentir la misma incomodidad. Tratando de sacársela de encima se dirigió a la mamá. ¿Emi querrá algo? No sé, no la entiendo. No te preocupes, ¿qué querés, Emi? La nena no contestaba, la mamá insistió otra vez y se olvidó de ella. Mónica se levantó y fue hacia algún sitio que la alejara de esa presencia y se puso a conversar con la otra abuela. La nena entonces se entretuvo un rato con las cosas nuevas pero peleaba bastante con los demás, aunque no le hicieran mucho caso. ¡Tan chiquita y qué carácter! pensó Mónica. Emi no tenía tres años, pero no parecía una nena tan chiquita, era rara. Una vez, la tomó de la mano en un descuido de Mónica, que realmente no quería hacer de abuela de chicos ajenos, e insistió en subir la escalera. Arriba estaban los cuartos de sus nietos y entonces pensó que querría ir a jugar o ver las muñecas de Valentina. Tuvo que subir con ella. En el final de la escalera, se dirigió al cuarto de su nieta. Le apretaba la mano y no decía nada.
—¿Qué querés acá, Emi?
Emilia miraba todo y no contestaba. Se subió a la cama, se tiró en ella y apoyó su cabeza entre los peluches y almohadones. A Mónica la situación no le resultaba cómoda. ¿Qué hace esta chica acá? ¿Qué diablos querrá?
—¿Vamos, Emi?
—Sí –al fin había dicho algo.
Después agregó en su media lengua algo así como ya está y quiso bajar enseguida. Pero en la puerta del cuarto, se paró, miró hacia la cama y la miró a Mónica. Abajo la mamá preguntaba qué fueron a hacer arriba, a ver el cuarto de Valentina, contestó Mónica. Valentina era unos años mayor que Emilia. Era compañera de colegio de la hermana y para que las chicas jugaran, Rita solía ir a la casa y llevaba también a la chiquita. En el momento en que Mónica dijo eso de ver el cuarto de Valentina, Emi levantó la cara y la miró fijo y casi como con reproche. Mónica no pudo evitar soltar casi con rechazo su mano y se fue a la cocina. ¡Mocosa de mierda, qué pesada! La madre se podría ocupar un poco, ¿no?
Al tiempo, un día, su hija, Gaby, le dice que Valentina está durmiendo mal, que se despierta llorando, que quiere que vaya a su cuarto, que la tiene harta porque no la deja descansar. Mónica trata de suavizar la cosa y le dice que son pesadillas, seguro, como tienen todos los chicos a veces. ¡Qué pesadillas, quiere llamar la atención, ya estoy cansada de sus caprichos! Bueno, aguantala un poco, ya se le va a pasar. Después, Valentina empezó a quejarse de dolor de cabeza. ¡Si está todo el día mirando televisión cómo no le va a doler la cabeza! Su hija tenía muy clara la explicación, y entonces Mónica, para que no protestara, iba a buscar a su nieta para salir a andar en bicicleta un rato y que dejara de ver televisión. En esos paseos, Valentina se quejaba con la abuela de que su mamá no le creía que le dolía la cabeza y que de noche veía cosas feas que la hacían llorar. Trató de consolarla y ese día la vuelta en bici fue más larga. Valentina dijo que no quería volver a su casa, que quería ir a dormir con ella. Regresaron y Mónica se lo comentó a su hija; esta puso el grito en el cielo porque la mocosa no iba a hacer lo que quisiera. Se quedaba en casa y listo. ¡Cada día está más caprichosa! Y ahora con que se sentía mal y que no quería dormir en su cuarto y, ¿dónde iba a dormir? Que se dejara de joder un poco, por favor, que ya estaba grande para eso.
Pronto empezó el verano y las clases terminaron. La pileta de la casa de su hija atraía a muchos chicos y a muchas mamás que no sabían qué hacer con ellos. Buen programa en medio del calor de la ciudad. A Gaby no le molestaba recibirlos. Charlaba con las otras mamás y Vale se entretenía y pasaba la tarde con amiguitas. Rita iba mucho para que las nenas jugaran. A veces, Mónica coincidía con ella en una visita a los nietos en tarde de pileta, y con Emi, por supuesto, porque a ella también la llevaba. Llegó a preferir no ir y no ver a sus nietos si sabía que estaba Rita. Ya casi no podía soportar a Emilia siempre buscándola, siempre acercándosele sin motivo, pidiéndole a ella el jugo o las galletitas, que le pusiera los bracitos para la pileta, que le pusiera la toalla al salir. ¡Y la madre que no se da cuenta! O se hace la distraída para seguir charlando y no ocuparse de la mocosa molesta. Una de esas tardes, muchos chicos en la pileta, muchas madres afuera, y Mónica mirando desde el borde, un poco alejada del grupo, con su nieto más chico cerca. De pronto gritos y un llanto desesperado, una zambullida violenta, otra madre en el agua que se acerca con rapidez y alguien que saca a uno de los nenes, vomitando agua y llorando muerto de angustia. Emi estaba en la pileta con todos. Alguno de los chicos se asustó y salió. Valentina, aún dentro del agua, se largó a llorar con desesperación sin poder explicar por qué, sin poder consolarse ni con la madre, que se le acercó enseguida, ni con nadie. Solo se le entendía ¡No!, y miraba aterrada al nene que habían sacado del agua. En el griterío de chicos y madres, nadie lograba enterarse de nada. Los pocos que quedaban dentro terminaron de salir. El chiquito se tranquilizaba en brazos de su mamá pero miraba hacia la pileta y volvía a llorar con angustia. Valentina todavía no se había podido calmar y nadie entendía qué era lo que le pasaba. Mónica intentó acercársele, con su nieto en brazos que también lloraba porque lloraba su hermana y de pronto vio, azorada, que solo Emi estaba en la pileta. Emi que la miraba. Tranquila a pesar de lo que sucedía a su alrededor. No parecía asustada con todo ese alboroto. Seguía con sus bracitos que la mantenían a flote en medio del agua. No se había puesto a llorar como todos los demás ni intentado salir o pedir que la sacaran. Y a su mamá no se le había ocurrido. Valentina no lograba o no podía hacerse entender. Su madre ya estaba perdiendo la paciencia y los mimos se transformaban en retos. El nene al que habían sacado, mirando la pileta y agarrado al cuello de su madre con fuerza, dijo:
—Emi me quiso ahogar.
—¡No! ¿Cómo va a querer ahogarte? –se escuchó una voz.
—Sí, me empujó para abajo y no me dejaba subir –dijo entre sollozos y toses.
Vale en ese momento se aferró a su madre y se largó a llorar con más fuerza. Decía que le dolía mucho la cabeza. Emi seguía en el agua y solo la miraba a Mónica como diciendo ¿ves? aquí estoy. Rita trató de explicar que seguramente como Emi era chiquita se apoyó en el nene y no se dio cuenta de que lo hundía. Emi no pestañeaba, pero se negaba a salir. El nene insistía en que lo quiso ahogar. Valentina no paraba de llorar y se agarraba la cabeza. ¡Me duele! ¡Me duele mucho! Mónica se alejó del grupo. Estaba con una sensación fea que no quería aceptar. Emilia era una nenita, nada más. Caprichosa, empecinada, con una mamá que no se ocupaba mucho, eso era todo. Prefería pensar eso a escuchar sus presentimientos, con toda seguridad infundados. Emi la miraba desde el agua. ¿La quería hacer cómplice de algo? ¡Qué estupidez! Es una mocosa de mierda, nada más. Ojalá no viniera, hace lío, los chicos terminan peleándose siempre que aparece. Se calmó el alboroto en la pileta, aunque nadie más quiso entrar otra vez. La reunión al borde del agua se iba disolviendo. Entraron un rato a la casa, los chicos comieron alguna galletita que trajo Gaby, un vaso de gaseosa, todo como para hacer olvidar el momento que no había sido lindo ni para los chicos ni para las mamás. Y alguien dijo bueno nos vamos y fue como el puntapié inicial para la desbandada. Nadie tenía ganas ya de estar allí y el regreso a casa era una especie de tranquilidad que se ansiaba conseguir cuanto antes. Cuando Rita se iba con sus chicos, ya en la puerta, Valentina se negó a saludar a Emi, siempre aferrada a su madre, aunque esta le dijera que se baje que es grande y que salude a sus amigos. No hubo forma y Rita, dejá, está nerviosa, chau a todos. Mónica se acercó a la puerta a saludar, Emi se soltó de la mano de su madre para acercársele y mirarla, como siempre. Sin poder comprender por qué, Mónica sintió rechazo, pero tenía que saludarla. Emilia la miró de frente y agarrándole la mano, se largó a reír, se dio vuelta y corrió hacia el auto de su mamá.
—¡Eh! ¿qué te pasa a vos? Vení, Emi, no corras, ya vamos. –Rita se apuraba para darle alcance.
Con la casa ya sin chicos ni grandes ajenos, Mónica trató de convencer a Valentina de que soltara a su mamá, de que ya había pasado todo, de que le iba a leer un cuento lindo que ella misma eligiera. Lo logró al fin y empezaron a subir la escalera. Llegaron arriba y en la puerta de su cuarto, Valentina se negó a entrar. Mónica trató de empujarla hacia adentro mientras le preguntaba qué libro quería que le leyera, pero Valentina decía ¡No, no, no! De pronto, se soltó de su mano y corrió hacia la cama. Se tiró sobre ella y empezó a pegarle con rabia y fuerza a su almohada, a tirar los peluches al suelo, a revolear los almohadones, mientras gritaba ¡No, Emi, no! ¡No, Emi, por favor! Mónica corrió a sostenerla sin poder evitar que mientras le pegaba a la almohada, se golpeara su propia cabeza contra el respaldo de la cama. No entendía qué le pasaba a su nieta y llamó a la hija que se había quedado abajo con el chiquito, poniendo un poco de orden en la casa. Cuando Gaby apareció con un ¿qué pasa ahora?, Valentina seguía gritando ¡Emi, Emi!
—¡Qué pasa con Emi, Vale! Emi ya se fue con la mamá, ¿para qué la querés?
Mónica estaba segura de que su hija no entendía que no la llamaba a la nena, que lo que Valentina quería decir era otra cosa, algo que no podía explicar. La extraña risa infantil de Emilia se presentó ante los ojos de Mónica de golpe. Y entonces ella también comenzó a gritar ¡Emi, Emi! sin saber por qué.

EL COSTO DE UN NO

Sintió ruidos en el palier. La una y media. Se había quedado leyendo y no se dio cuenta. Es arriba. No, parece en el palier de acá. No, otras veces ya pasó lo mismo. Son los chicos del tercero que se equivocan de piso y quieren meter la llave en mi cerradura, como no entra, forcejean. Deben venir un poco pasaditos. O vendrán apretando con la novia, ni se fijan. Pero el ruido continuaba. Hubo pasos, movimientos, ¿voces? Escuchó una puteada. Alguno pateó sin querer el jarrón que está en el palier con las cañas y la orquídea roja. Ya pasó otras veces. Un shhhhh bajo y contenido retumbó. Los chicos del tercero se dieron cuenta de que no era su piso y se van puteándose entre ellos, siempre lo mismo. Trató de que su corazón latiera con menos fuerza. Sin embargo, la llave trataba de girar en la cerradura, el ascensor no anunció la partida con su ruido inconfundible, el chirriar de las puertas de la salida de servicio tampoco se oyó. Alguien había allí. Victoria ya no podía tratar de engañarse, era su palier, era su puerta, no eran los chicos del tercero. Con un miedo desconocido, tiró el libro y se incorporó en la cama. El silencio solemne de la noche le dejaba escuchar con claridad. Apagar la luz. Lo pensó y lo hizo al mismo tiempo. Que creyeran que no había nadie. Si entraban, que revolvieran el living, ¿y después del living? se preguntó en un grito mudo. Seguirían, y sería el dormitorio, ella estaba allí, y el corazón latía con desesperación, sola. La llave giró.
Entonces se levantó porque no iba a esperarlos en la cama. No podía. Al llegar a la puerta de su habitación, oyó abrirse la del departamento y con las manos en el pecho y la boca abierta de terror, recibió la luz de la linterna que iluminó su cara y ocultó en la sombra a quien la esgrimía como un arma.
—Cerrá. Despacio, no hagas ruido –oyó.
—Sí –y era otra voz diferente la que contestó.
Ya estaban adentro de su departamento. Victoria miró aterrada a los hombres en la poca luz que la persiana del living filtraba de la calle. El de la linterna la encaró:
—¡Dame todo lo que tenés, ya!
—No tengo nada.
—¡Lo que tengas, te dije!
Y entonces vio otra arma. El revólver, pistola, lo que fuera, que apareció en la mano del segundo hombre apuntándole:
—¿No oíste?
Victoria tenía miedo, pero también tenía la estúpida idea de que los podría convencer, o al menos darles algo y que se llevaran el televisor, el equipo de música, la computadora. Eso es lo que siempre buscan, pensó, y se aferró a su no tengo nada lo más entera que pudo. Llévense el televisor, la computadora, no tengo plata.
—Nos llevamos lo que queremos, ¿entendiste? ¿Dónde tenés la plata?
—No tengo plata en casa, ya les dije… En la cómoda puede haber algo –no pensaba abrir la boca acerca de los pocos dólares que todavía quedaban dentro de algún libro de la biblioteca.
Uno de los hombres sacó el dinero que había en la cómoda y, ¿esto es lo que nos pensás dar, nena? y el otro, ¿cuánto es?, nada, basura, ni para porros como la gente, ¿entonces qué hacemos?, vos esperá.
—¿Estás segura de que no tenés más en otro lugar? –y el sopapo retumbó casi al mismo tiempo que su grito.
Victoria se aferró a su no inconsciente y otro sopapo para la otra mejilla y unas gotas de sangre de la nariz. El otro hombre la sacudió fuerte haciéndole doler el brazo, sus dedos se hundían en la carne como tornillos con punta. Se puso a llorar con dolor, con desesperación, a llorar sin poder parar a pesar de los callate que subían de tono y alguna patada en las piernas para hacerla caer. Y cayó. Cayó en la cama, y fue sentir al mismo tiempo la blandura del colchón bajo su espalda y la dureza de la mirada que se le echó encima. Comprendió y el horror la hizo gritar hasta que la mano tapó su boca y, esperá que ahora te la tapo mejor, mientras reptaba sobre ella desabrochándose el pantalón. No veía, el cuerpo del hombre la aplastaba, pero oyó un andate para el living, y sintió su miembro tratando de entrar en la boca que ella apretaba espantada. Otra vez un certero sopapo le hizo abrir esa boca obstinada para lanzar el quejido que se ahogó con esa entrada violenta y profunda de olor desagradable, nauseabundo, que se debatía entre su lengua, tanto como sus piernas y brazos que querían apartar el peso que tenía encima. El hombre no cejó, hacía cada vez más fuerza, intentaba lograr lo que quería. Con su cuerpo sobre la cara de Victoria, no la dejaba casi respirar, y ella, desesperada, apretó los dientes con repulsión.
—¡Puta! ¡Puta! ¡A mí, no! –otro golpe en la cara, en el pecho, brutales, mientras salía de su boca y de encima de ella, dolorido y humillado.
—Eh, ¿qué pasa? –la voz desde el living.
—Vení, empezá vos nomás, ablandala, que cuando la agarre yo…
El otro hombre entró desabrochándose el pantalón. Victoria lloraba y se quejaba cubriéndose los pechos en forma instintiva, ¿y si empezamos por acá?, sacá las manos, boluda, y un mordisco en el pezón. La boca, desenfrenada, lastimaba. Victoria sentía el aliento horrible de cigarrillo y alcohol que lamía sus pechos, que bajaba por su vientre, la saliva ensuciándola, y la risa del hombre, ya llego donde vos querés, esperate un poco, nena. Llegó donde quería él. La mordisqueaba, Victoria gritaba con las pocas fuerzas que tenía. Nada. El hombre levantó la cabeza de pelos grasientos y callate, dejá de chillar, no jodas, seguro que te gusta, hasta que la lengua entró y empezó a hurgar, y cada vez más profundo. Victoria se retorcía en su intento de zafar de eso, no, por favor, no, la lengua seguía y más y más y cuando finalmente salió fue para que entrara el miembro duro que lastimaba sin miramientos y empezaba un juego despiadado que provocaba al mismo tiempo rechazo y una sensación irremediable, hasta que el hombre agotó su aire en un movimiento espasmódico sobre su vientre dolorido y con un resoplido brutal se desplomó sobre ella con su olor repugnante de tabaco sucio. El llanto de Victoria se hizo mudo, las lágrimas se escurrían por sus mejillas como por sus muslos bajaba lo que el hombre le había dejado adentro. Por fin se hizo a un lado, metió su camisa, arregló el pantalón y se ajustó el cinto para salir de la habitación, sonriente. El otro tomó su lugar como lo había prometido.
—Ahora vas a saber cómo duele –y la dio vuelta sobre la cama de un golpe mientras bajándose los pantalones se metió con fuerza desgarradora y obstinada dentro de ella. El grito de Victoria resumía el dolor de lo brutal. El hombre se movía lastimando y vejando. Insultaba con rabia, seguía sin escuchar súplicas, el deseo de venganza era atropellado y furioso, y no paró en su movimiento hasta que Victoria volvió a sentir el desborde caliente que mojaba otra vez sus muslos y las sábanas.
—No estuvo mal, no te podés quejar. ¿Nunca habías probado? ¡Lo que te perdiste, nena!
Y al otro:
—Ya está, nos vamos.
—¿Terminaste? ¿Le rompiste bien el culo?
—Esta aprendió a no querer largar la guita.
Y el portazo anunció la partida.
Victoria se levantó de la cama como pudo con el pensamiento único de lavarse, lavarse toda, limpiarse bien, no podía parar de llorar con convulsiones, lavarse, limpiarse. Abrió la ducha, se arrancó el camisón y se metió en la bañera. El agua caía y caía, Victoria no atinaba a nada, solo lloraba. Le ardía todo el cuerpo al contacto con el agua; una gota de sangre resbaló desde lo hondo de su cuerpo ultrajado y se mezcló con el agua que corría rápida. De pronto comenzó a fregarse con desesperación, se pasaba jabón donde más lastimada estaba y más le dolía, pero no importaba, lavarse, limpiarse, el pelo que llenó de shampú y dejó que se enjuagara con el correr del agua de la ducha, y más agua, y más jabón, hasta que dejó de llorar y se quedó muy quieta como si esperara que el agua se llevara todo el horror. Volvió al cuarto chorreando y desnuda, sin siquiera cerrar las canillas, arrancó las sábanas y tuvo aún fuerza para sacarlas del dormitorio en medio de la náusea y el asco. Se tiró sobre el colchón y el miedo se instaló en el silencio de la noche insondable. El miedo para siempre.

DEUDAS DE JUEGO, DEUDAS DE HONOR

Las visitas eran siempre a la nochecita. Sin avisar. A mí me intrigaban. Pensaba que eran un poco raras; no sabía qué palabra darles. Tampoco sabía muy bien por qué pensaba eso. Tendría once años más o menos, doce tal vez. Un día había escuchado a mi papá que hablando con mamá le había dicho, también tu madre podría dejarse de joder con el francés ese. Después, si tu padre le pone cara o le dice algo, se la buscó. No me acuerdo la respuesta de ella. Yo me quedé con que si había dicho algo así por algo se...

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