Del Aleph a Guernica
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El signo distintivo de los cuentos de Juan Marcelino Ruiz es el humor. Del Aleph a Guernica, primer libro de narrativa de un autor asombroso, profesor de primaria en el norte del país, se mueve entre lo imposible y lo posible, entre lo ficticio y la noficción, para adentrarse en el relato de corte fantástico, histórico, urbano, rural, autobiográfico, crónica de viaje a la vez que remembranza de infancia, éxodo continuo en el que los personajes —no más extraños que el lector o el escritor de estas líneas; no más extraños que el padre de familia, la prostituta, el vendedor, el académico, el artista, el campesino, la mantenida, el cura o el sodomita, entre otros—, quedan al desnudo en un mundo de ilusiones perdidas, deseos insatisfechos, bajos fondos y posiciones seguras, marcados para siempre en un estatus que, más que divertido, suele ser agridulce, irónico, cruel, en el que las verdades, sumergidas en un finísimo lente de aumento, saltan a la vista dentro de la mejor tradición humorística de la literatura mexicana.

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Información

ISBN
9786077693901
De palomas
Pues, la mera verdad, yo nací en Juárez, pero nunca digo que soy de ahí, porque desde muy chico me llevaron a vivir cerquita, a un pueblo que se llama Palomas; tal vez lo haya oído nombrar; también es una frontera. En aquellos tiempos mucha gente iba para allá a arreglar el pasaporte.
Mi papá era fotógrafo en Juárez, de esos ambulantes, andaba con su cámara por los bares y tomaba fotos a los turistas que cruzaban el puente para venirse a parrandear acá, de este lado; les salía más barato y, aparte, todas las cantinas estaban llenas de mujeres para pasarla bien; no sé qué harían con la foto, me imagino que después la tiraban, va usted a creer que llegaran a su casa a ponerla en un marco.
Pero, bueno, más bien lo de la retratada era para apantallar a la chamaca y hacerla sentir importante, y de paso servía para que nosotros tuviéramos que comer. A papá le iba más o menos, pero de repente la competencia se puso canija, y a mi progenitor que le da un día por juntar los tiliches de la fotografía y que nos vamos para el pueblito: si la gente arreglaba pasaporte, a fuerzas necesitaba fotos. Y ese fue el motivo, aunque, por pleitos que después oí, yo creo que también hubo algún lío de faldas de por medio.
Cuando llegamos a Palomas, yo tendría unos siete años si mucho, entonces el pueblo sí que estaba chico, deje usted lo chico, no había ni focos en los postes, nomás una calle pavimentada, y eso porque era la carretera que llegaba del entronque y cruzaba hasta el otro lado para pasar a Estados Unidos. El pueblito se veía bien amolado, nada que ver con Juárez, pero en fin, donde manda capitán… eso sí, todo el centro, lleno de cantinas, en fin frontera.
La primera casa que rentamos estaba pegada a la iglesia, a la vieja; después hicieron una nueva, aunque muy fea: parecía bodega; al principio, ni padrecito había de planta; los domingos venía de Columbus el padre Valadez, un pocho alegre que, después dijeron, lo habían matado en el d.f. por ir a ayudar a los cholos de allá; el caso es que fue entonces cuando empecé a tomarle cariño al pueblito; como éramos los más cercanos al templo, el cura les agarró confianza a mis papás.
Como en todas las iglesias, al frente del altar, había un Cristo y, entrando a la derecha, la santa patrona del pueblo: la virgen de Guadalupe; debajo de ella, incrustada en la pared, había una alcancía, a la que la chapa ya no le funcionaba; el padre le jalaba de la ranura con un alambre, se abría facilito, y nos dijo que todos los días recogiéramos lo que hubiera de limosna y que se lo echáramos a la otra alcancía, una grandota que ni quien la moviera.
Créame que, por esos días, incluso dormía con mi alambrito en la bolsa, pero eso sí, como me la pasaba en el templo, cuidando que no me fueran a volar las ganancias, le daba duro a la rezada hincado junto al confesionario en un reclinatorio; a veces, hasta me dolían las rodillas. Me convertí en algo así como un rezador a sueldo, pero Dios lo sabe que pedía por todos, no nomás por mi familia.
Mi mamá decía que yo iba que volaba para padrecito; a mi papá como que no le gustaba la idea. Aunque estaba bien lepe, no vaya usted a pensar que agarraba todo, no, no era tan bruto como para comerme la gallina de los huevos de oro. Lo malo fue que al año llegó el padre Pancho, recién salido del seminario de Guanajuato, y lo primero que hizo fue arreglar la chapa, y mi madre vio con tristeza como se fue esfumando la vocación tan arraigada que tenía por la oración.
Pues dicen que “a todo se acostumbra uno, menos a no comer”, y como la comida estaba mejor, sólo fue cosa de tiempo para sentirme como si toda la vida la hubiera pasado ahí. Y aunque se pudiera pensar que en un pueblo tan chico no hay en qué matar el tiempo, no se crea, donde hay gente hay ambiente. Ni cómo comparar con el escándalo que lo rodea a uno en Juárez, menos que nosotros vivíamos en la pura Calle Mariscal para estar cerca del trabajo de mi papá.
Si le contara, las primeras letras que aprendí eran de los anuncios de neón de los cabarets; ahora les dicen antros pero para mí que son lo mismo. Sí, las primeras palabras que pude leer eran los nombres de los tugurios, quesque El Flamingo, La Rata Muerta, El Linterna Verde, el Noa Noa. Vaya forma de iniciarse en la lectura ¿no cree? Es que para donde volteara era lo único que se veía.
Acá, en Palomas, estaba más serio el asunto, a veces hasta muy callado, pero por las tardes prendían las bocinas del cine, unas bocinotas de esas en forma de cono, de las viejas, le ha de haber tocado ver una alguna vez; las tenían arriba del techo, ponían música y luego anunciaban las películas; aunque de repente les dio por dar comerciales de todo; por una lana eran capaces de vocear lo que fuera: que si se perdió la vaquilla de don Chente con una mancha en el ojo; que si doña Cruz extravió la bolsa con todo y pasaportes; que si se murió fulano y lo estaban velando en su casa; hasta saludos para la novia o el novio…
Pero cuando se puso feo fue cuando les dio por pasar la lista de los que debían en la tienda de don Pepe; algunos fueron rapidito a pagar para que no los estuvieran quemando con el pueblo, pero quién sabe a qué malamansado no le cayó en gracia y un día amaneció una de las bocinas mortalmente herida, con seis balazos que la dejaron a no servir más que para coladera.
Los pocos que tenían tele no le sacaban mucho jugo, sólo se mal veía un canal y, para colmo, en inglés; creo que era el nueve de El Paso; si te gustaban las películas no había más que llegarle al cine y, uno de chamaco, en serio que la disfrutaba; no recuerdo bien, pero debían cobrar menos de un peso; entonces estaba en chino conseguirlo, aunque la función era doble y con joyas de lo que fue el cine nacional; viera que aplaudidera se armaba cuando entraba el Santo en escena entrampado a madrazos con las momias de Guanajuato, y las películas de risa con Tin Tan o con Viruta y Capulina, o la chilladera general en las de Pepe el Toro, y también ponían una que otra de letritas, casi todas de indios y vaqueros. No salían todavía esas de narcos, matones y ficheras que llegaron después.
Aparte de eso, la gente como que presentaba su propia función; era cosa de que se chamuscara la cinta o se apagara para que empezáramos a mentarle la madre al pobre de Navarro, que era el que movía las máquinas. Fíjese que un día, recién llegado el calor, que se les ocurre prender el aire acondicionado a media función; no, hombre, viera qué desorden; como no lo prendían desde hacía unos cinco meses, primero se quedó trabado un rato, con un ruido como de que no podía agarrar vuelo y, cuando empezó al fin a aventar el aire, salió un polvaderón que Dios guarde la hora; no se veía nada, plumas de pájaros, los nidos que ahí estaban y que nadie se acordó de quitar, entre risas y mentadas, tuvimos que tirar las palomitas, porque quedaron llenas de tierra, telarañas y demás mugrero que salió volando. Pero lo tomábamos por el lado amable.
Si usted entra de Estados Unidos para acá, lo primero que se encuentra es la Aduana; quién sabe si todavía esté: una casona grande y vieja, mal pintada de amarillo y con unas letras negras para que la gente supiera que era; yo no sé para que servía el edificio, porque los aduanales siempre estaban en la pasada de la línea. Todo mundo los tenía por tracaleros, y de mordelones ni quien los bajara, pero ayudaban a la gente, al menos a los del pueblo los dejaban pasar lo que necesitaban sin ponerse muy exigentes, y cuando agarraban cosas de contrabando, me imagino que las que no les servían, incluso se ponían a repartirlas; me acuerdo que una vez decomisaron un contrabando de manteca, quién sabe para adónde iría, pero en las bocinas del cine, ¿si le conté que había unas bocinas grandes arriba del cine, verdad?, pues por ahí dijeron que las señoras que quisieran, nomás fueran y se formaran con su ollita y se la llenaban gratis.
Lo bueno fue cuando hubo juguetes, como cuando agarraron un cargamento de armónicas y flautas de esas para pitar, no crea que finas, pero para uno, de chamaco, pues estaba rete bien; muchos se formaban de a dos veces y les daban, y yo, pues como era el único con el pelo colorado, como que no me iba a funcionar, así que me fui a la casa por un bonete para taparme bien el chirisquero; cuando llegué de nuevo a la fila, le dio risa al aduanal; con los calorones de Palomas y yo muy de bonete; pero sí me volvió a dar; santa pitadera la que se armó por todo el pueblo, aquello parecía jaula de pájaros, hasta que las mamás nos apaciguaron, al menos por esa tarde, Sin embargo, la escandalera siguió por varios días y en la escuela, en horas de recreo, se ponía poquito peor.
Por cierto, en la aduana tenían un perro enorme, decían que era un San Bernardo, se llamaba el Door, qué iba a saber yo de razas en ese entonces, y menos allá en Palomas, que si en algo había igualdad era en los perros; para donde uno volteara, los perros eran casi iguales, muy comunes y corrientes, unos negros, otros pintos, otros un poco más chaparros, de manera que para nosotros eran solamente perros; yo tenía uno que se llamaba Pinto; cuando le gritaba, al rato tenía como a cuatro animales ahí cerca, porque hasta los nombres eran los mismos, por eso nos llamaba tanto la atención el Door: diferente incluso en el nombre y ese sí tenía raza, pero ni esperanzas de que le fuéramos a decirle San Bernardo, capaz de que Marthita, la catequista, nos excomulgaba por andarle diciendo santo a un animal tan baboso, porque viera usted cómo estaba baboso ese animal. Durante mucho tiempo, pobres de los chamacos que empezaban a crecer más que los otros, tenían que cargar con el apodo del Door, no sé si por grandotes o por babosos.
Esa Marthita que le cuento era todo un personaje, una señora ya muy mayor que nunca se casó, no porque fuera de esas quedadas de rancho, lo que pasa es que estaba tan metida con las cosas de la iglesia que, o se dedicaba a Dios, o se dedicaba a andar lidiando con un viejo borracho, que era lo único posible de encontrar en el pueblo. Trabajaba como administradora del correo, y como no había cartero, en la pared de su casa ponía una lista con los nombres de las personas a las que les llegaba carta. Era costumbre que al salir de la escuela, le echáramos un vistazo a la lista.
Con las pocas cartas que llegaban o salían del pueblo, a Marthita le quedaba tiempo para los asuntos de la iglesia y para darnos a conocer, por cierto, de manera muy emotiva, el terror de las llamas del infierno que nos esperaba si no nos portábamos de acuerdo a sus santas enseñanzas.
En mayo era el mes de María; a diario organizaba rosarios en el que los niños íbamos dizque a ofrecer flores, pero enmedio del desierto como que no había mucho de dónde escoger; lo divertido era que nos organizaba para ir a buscar nuestras ofrendas al monte, y era un verdadero río de chiquillos por los cerros cercanos, pelándonos por conseguir un puñado de pálidas y malolientes yerbas que, con todo el fervor religioso, iban a parar a los pies de la virgen.
Para diciembre organizaba las posadas; en el norte esas tradiciones no funcionan tanto como en el centro del país, pero se las ingeniaba para que tuviéramos, al menos, una vela en la mano, y que alguno de los ricachones del pueblo cooperara con una piñata y una bolsa de dulces duros para los integrantes de la procesión. Pero más allá del sentido religioso de la celebración, a los chamacos nos fascinaba la posibilidad de quemarle al que iba a delante las greñas, con la velita, y la bronca de andarse cuidando que no se las fueran a chamuscar a uno, nomás olía a quemado y era señal de que ya se habían fregado a alguien.
La fiesta grande era el 12 de diciembre; le platiqué que la patrona del pueblo era la virgen de Guadalupe, pero aún en eso, Palomas era diferente, con una sola escuela y catorce cantinas; hasta las fiestas religiosas tenían su propio estilo.
En cada cantina trabajaban entre diez y veinte mujeres dedicadas al oficio más antiguo del mundo. ¿Que de d...

Índice

  1. El vendedor más grande del mundo
  2. El tigre
  3. Te amo Cecy
  4. La leyenda del beso
  5. El olvidado hijo de Ixión
  6. Del Aleph a Guernica
  7. Breve crónica de una vida inconclusa
  8. El habano encendido
  9. La marca
  10. El cuarto en el orden
  11. El gallo colorado
  12. El sembrador
  13. El tambo de la Calle Once
  14. La cárcel
  15. Martín el de Cuca
  16. Yo sólo fui por el vino y las limosnas
  17. El sodomita
  18. De palomas