Como una rana en invierno
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Como una rana en invierno

Tres mujeres en Auschwitz

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Como una rana en invierno

Tres mujeres en Auschwitz

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"Considerad si esta es una mujer | quien no tiene cabellos ni nombre | ni fuerzas para recordarlo | vacía la mirada y frío el regazo | como una rana en invierno". Con estos descarnados versos Primo Levi, en el célebre comienzo de Si esto es un hombre, se dirige a los lectores evocando la imagen de una mujer despojada de su identidad, expoliada de su propio cuerpo, de su regazo en cuanto lugar donde se origina la relación con el otro. ¿Qué implicaba ser mujer en Auschwitz? ¿Qué supuso y cómo se llevó a cabo esta doble profanación del ser humano y de la feminidad como elemento generador de vida?A estas preguntas contesta Daniela Padoan mediante el testimonio directo de tres mujeres –Liliana Segre, Goti Bauer y Giuliana Tedeschi– que sobrevivieron al campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau. Sus recuerdos, plasmados en una narración dialógica lúcida e implacable, contribuyen a dar visibilidad a las vivencias de las mujeres, cuya voz, silenciada por el relato de la experiencia masculina, ha sido tradicionalmente relegada a los márgenes de la historiografía de la Shoah. Y sin embargo, tal y como se lee en el epílogo de este libro, "sin olvidar ni siquiera un instante que el objetivo de los nazis era eliminar del mundo a los judíos, fueran hombres o mujeres, afrontar la particularidad del sufrimiento y de los abusos padecidos por las mujeres, así como su específica forma de resistir y testimoniar, puede servir para ampliar el ámbito de la reflexión".

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Información

Año
2021
ISBN
9788418481024
Categoría
Historia

Goti Bauer

«En ese momento vivimos la pérdida de la menstruación como una liberación, porque era dramático no tener nada con lo que protegerse, con lo que afrontar la situación cada vez que se presentaba».
Agata «Goti» Herskovits Bauer, nacida en Béregovo, Checoslovaquia, el 29/07/1924. Hija de Luigi y Rebecca Amster. Última residencia conocida: Fiume. Arrestada en Cremenaga (Varese) el 02/05/1944 por italianos. Prisionera en la cárcel de Varese, en la cárcel de Como, en la cárcel de Milán, en el campo de Fossoli. Deportada a Auschwitz desde Fossoli el 16/05/1944.
Número de identificación: A-5372
Lugar y fecha de liberación: Theresienstadt, 09/05/1945.
Fuente primaria: convoy 10
Convoy nº 10
El convoy salió del campo de Fossoli el 16 de mayo de 1944 y llegó a Auschwitz el 23 siguiente. Se trata del convoy que tardó más tiempo en recorrer aquel trayecto. Viajaba bajo las siglas de la rsha. Según los documentos conservados en el archivo del Museo de Auschwitz, 186 hombres superaron la selección para la cámara de gas y fueron internados en el campo con número de identificación entre el A-5343 y el A-5528. Las mujeres identificadas fueron 70, con números entre el A-5345 y el A-5414 (la superposición de números fue efectuada por la oficina de identificación de Auschwitz).
La Transportliste se conserva y registra 564 deportados; en el curso de la investigación fueron confirmados otros 17 nombres. Los retornados fueron 60. Entre los identificados había 41 niños (nacidos después de 1931) y 114 ancianos (nacidos después del 1885). El más joven, con poco más de un mes, se llamaba Richard Silberstein.
(En: L. Picciotto, Il libro della memoria, op. cit., pp. 46- 47.)
El testimonio de Goti Bauer se recogió entre el 22 de junio de 2002 y el 6 de noviembre de 2003.
¿Considera usted que hombres y mujeres vivieron de manera distinta su experiencia en Auschwitz?
No estoy segura de poder responderte de forma precisa. Creo que depende mucho de la sensibilidad individual. Estoy convencida de que hubo hombres con un carácter muy sensible que sufrieron tanto como las mujeres y de que hubo mujeres más frías, más firmes, que no tuvieron la misma sensibilidad que otras. En ese entonces yo era una chica de diecinueve años, y no creo haberme planteado nunca ese problema, porque tenía un hermano de diecisiete —al que, a diferencia de mis padres, no mataron nada más llegar— y pensaba constantemente en él, que era un chico extremadamente sensible. Tenía miedo de que no soportase esa situación. En cuanto al drama específico de las mujeres, recuerdo que las hubo que llegaron encintas a Auschwitz sin que los verdugos se dieran cuenta y que vivieron el embarazo allí dentro, rodeadas de temores aún mayores que los nuestros. Soportaron en ese estado aquellos sufrimientos indescriptibles debidos al hambre, al cansancio y a todo lo que implicaba la deportación. Me acuerdo de una mujer que dio a luz en el barracón en el que estaba yo; inmediatamente le quitaron al niño. No recuerdo qué le pasó a ella, si la mandaron rápidamente a la cámara de gas o si se murió allí. No puedo decirte más. En cuanto a lo que se refiere a la feminidad, en ese momento vivimos la pérdida de la menstruación como una liberación, porque era dramático no tener nada con lo que protegerse, con lo que afrontar la situación cada vez que se presentaba. Aparte de eso, los problemas de vanidad ni existían, ¿sabes? Estábamos todas rapadas, todas vestidas con andrajos, pero, respecto al sufrimiento moral —y ese sí que es verdaderamente inenarrable—, creo que la humillación por el aspecto físico pasaba a un segundo plano, tanto que nunca nos supuso un problema.
Cuando se aprobaron las leyes raciales usted tenía catorce años. ¿En qué cambió su vida?
En comparación con la experiencia del campo de exterminio, los recuerdos de las leyes raciales parecen relativamente insignificantes, y sin embargo estas desataron situaciones dramáticas, porque la gente perdió su trabajo o tuvo que dejar de ir al colegio. Yo era una chiquilla, vivía en Fiume con mi familia, y las leyes raciales supusieron un viraje en nuestras vidas, un viraje tremendo que sobrevino de un día para el otro. Hasta entonces vivíamos perfectamente integrados en todos los aspectos y teníamos buenos amigos: los adultos, en el trabajo y en otros ámbitos sociales, y nosotros, los jóvenes, entre los compañeros de clase.
¿A qué curso iba?
En esa época había cuatro cursos inferiores y cuatro superiores, y yo había terminado tercero inferior. Experimentar la indiferencia de la mayoría de la población respecto al drama que estábamos viviendo fue algo horrible, y también lo fue el alejamiento de los que hasta ese momento habíamos considerado nuestros amigos más queridos, los compañeros de clase, aquellos con los que habíamos compartido toda nuestra adolescencia. Por interés de sus padres —que temían sufrir algún perjuicio si sus hijos continuaban frecuentando a sus amigos judíos—, en cierto momento se alejaron de nosotros. Ya no nos saludaban. Cuando nos los encontrábamos por la calle, se cambiaban de acera para no verse obligados a dirigirnos la palabra.
¿Le viene a la memoria algún episodio en concreto?
El distanciamiento por parte de quien yo consideraba una de mis amigas más cercanas. Nos unía un profundo afecto, una confianza muy íntima, como suele suceder entre las jovencitas, pero de un día para el otro ella empezó a fingir que no me conocía. Durante mucho tiempo lo achaqué a la falta de sensibilidad y a que había sido falsa conmigo, y solo más adelante, reflexionando sobre el tema, entendí que no había sido su culpa; probablemente habían sido sus padres quienes la habían convencido de que debía alejarse de mí. Aquello fue un duro golpe, porque éramos chiquillas de catorce años. Después se madura, se cambia. Por otra parte, en aquella época era habitual que los amigos te dieran la espalda. Casi todos lo hacían, porque no convenía estar relacionado con los judíos. Aunque también se dieron episodios de gran altruismo y solidaridad.
¿Recuerda alguno?
Claro. Recuerdo con inmensa gratitud la ayuda, el apoyo moral y el consuelo que recibimos de nuestra vecina, la señora Angelina Braida, que se expuso a graves riesgos por ayudarnos e incluso involucró a otros familiares suyos. Aquí mismo, en mi casa, puedes ver algunos objetos que conservo únicamente gracias a que Angelina Braida los salvó. ¿Sabes lo que hizo esta señora? Tenía una casa de vacaciones en Laurana, cerca de Abbazia, y mandó tapiar uno de los espacios, en el que escondió los objetos de valor de algunos judíos. Si la hubieran descubierto, la habrían mandado a Auschwitz, y aun así ella corrió el riesgo; pero es que ella era una mujer especial, maravillosa…
¿En qué trabajaba su padre?
Era comerciante, se dedicaba a la importación de vinos. Tenía una amplia clientela, pero llegó un momento en que tuvo que cerrar porque los clientes ya no querían proveedores judíos. Fue un drama para todos. A los que tenían trabajo por cuenta ajena los despedían, y los que tenían su propio negocio se veían obligados a cerrar. Tuvimos que enfrentarnos a grandes dificultades económicas.
Antes de las leyes raciales de 1938, ¿había habido algún indicio de un cambio en las relaciones?
No. Yo no lo recuerdo. De un día para otro las cosas cambiaron y todo se volvió horroroso para nosotros. No podíamos asistir al colegio, aunque sí se nos respetaba el derecho a presentarnos a los exámenes. Era muy difícil continuar estudiando de forma particular, porque carecíamos de los medios, pero me acuerdo de que los jóvenes —yo tenía catorce años y mi hermano, doce— intentábamos encontrar actividades con las que ganarnos algún dinero. Algunos de mis profesores, que me tenían afecto y que entendían las dificultades por las que atravesábamos, me enviaban chiquillos más pequeños para que los ayudase con los deberes. Esto me permitía ahorrar lo suficiente para recibir clases de estudiantes mayores que yo, ya que obviamente no podía permitirme profesores. A mi hermano, en cambio, lo contrató un relojero que le enseñó a reparar despertadores. En aquella época los despertadores eran grandes relojes que un jovencito podía aprender a arreglar fácilmente. Algunos los arreglaba en el negocio y otros se los traía a casa, y trabajaba hasta medianoche para poder estudiar y hacer los exámenes.
Así pues, ningún episodio violento.
No, en absoluto. Solo que nos prohibían muchas cosas. No podíamos tener una radio, por ejemplo, y no se nos permitía tener a una persona que nos ayudara con las tareas domésticas, lo que se convertía en un drama si en la casa había familiares ancianos o enfermos. Nosotros no teníamos la costumbre de ir a sitios de veraneo famosos, porque Fiume se encuentra sobre el mar y en verano nos íbamos de vacaciones por allí cerca, a Abbazia o Laurana, adonde llegábamos en bicicleta. No estábamos confinados en guetos y podíamos ir a las playas comunes, pero la gente que estaba acostumbrada a pasar las vacaciones en localidades importantes como Forte dei Marmi o Cortina d’Ampezzo tuvo que dejar de ir porque allí ya no se admitía a los judíos.
¿Recuerda que más hacía en esos años, además de estudiar?
Fiume era una ciudad preciosa. Pequeña, de provincias, pero desde el punto de vista de la vida era equiparable a una capital, porque allí se mezclaban tres culturas: la austrohúngara, la eslava, la italiana. Todos tenían ganas de hacer cosas, todo el mundo desbordaba iniciativa, deseo de profundizar en lo cultural. El teatro estaba siempre repleto y nosotros, los jóvenes, no nos perdíamos ni un espectáculo, ni de ópera ni de teatro como tal. Lo veíamos de pie, porque solo pagábamos por la entrada, pero teníamos tal sed de cultura que hacíamos lo que fuera necesario: renunciábamos a los helados, íbamos andando para ahorrarnos el dinero del tranvía. No había un espectáculo que no nos interesase. Era otro tipo de vida que, obviamente, genera nostalgia. Alguna vez en estos últimos años he vuelto a Fiume con mi marido, porque su madre está enterrada allí, pero está irreconocible. Es otra ciudad, se ha convertido en una gran ciudad de la que se ha desalojado a su población originaria. Después de la guerra, cuando pasó a formar parte de Yugoslavia, la gran mayoría de los italianos se fue de allí, y fue reemplazada por gente de Croacia, de Bosnia, de todas las regiones de la antigua Yugoslavia. Está irreconocible.
¿Cómo vivieron el momento en que su padre tuvo que cerrar el negocio?
Fue una vida difícil, muy, muy difícil. En aquella época no había seguros sanitarios, había que pagar por todo, y cuando deja de haber ganancias se hace arduo sobrevivir. En cualquier caso, respecto a lo que sucedería después, y aun plagada de problemas, la recuerdo como una vida que todavía era posible vivir.
¿Cómo se imaginaba entonces su futuro?
Cuando pienso en aquella época, no puedo ni siquiera comparar mi situación con la de Liliana Segre, a la que me une una amistad fraternal y a la que quiero mucho. Ella tenía seis años menos que yo: yo era una señorita y ella, una niña. Si pienso en aquella época, tengo que decir que no tuvimos juventud; no vivíamos despreocupadamente, no teníamos ganas de disfrutar de la vida ni de hacer planes para el futuro. No podíamos hacer nada de eso porque vivíamos al día, con la esperanza de que algo cambiara. No se hacían proyectos; no teníamos esa posibilidad. Cuando me da por comparar, de vez en cuando, aquella vida que tuvimos nosotros con la que tienen los jóvenes ahora, constato lo afortunados que son ellos y la absoluta carencia de estímulos con la que vivíamos nosotros. Quizá por eso íbamos tanto al teatro. Todos leíamos muchísimo, porque no había televisión y porque, a pesar de todo, teníamos muchas ganas de estar informados, de cultivarnos, de aprender. No tengo el recuerdo concreto de haber hecho proyectos para el futuro, porque no era posible, pero de todas maneras, de uno u otro modo, llegamos a 1943. Vivíamos la vida enfrentándonos a los problemas del día a día. En 1940 empezó la guerra en Italia y, con ella, vinieron problemas para todos. Los bombardeos, la dificultad para conseguir provisiones, las cartillas de racionamiento, las carreras a los refugios, la angustia por el que estaba en el frente. Todos teníamos infinitos problemas. Pero para nosotros, los judíos, las cosas habían empeorado, ya que entretanto se sabía lo que estaba sucediendo en Alemania. El nazismo se había instaurado en 1933 y en esos últimos años muchos judíos habían emigrado a Fiume.
Pero no sabían nada de los campos.
No, entonces aún no se sabía. Las cosas se precipitaron después del 8 de septiembre de 1943, cuando los alemanes invadieron Italia, porque impusieron sus leyes antisemitas —aún más drásticas que las que teníamos vigentes— a los judíos italianos. Se llevaban a la gente de sus casas, la detenían en la calle. Había delatores que, por una recompensa de cinco mil liras —que entonces era mucho dinero—, denunciaban a cualquiera sin el más mínimo escrúpulo. El que podía intentaba salvarse, de un modo u otro. Mucha gente trató de irse a Suiza, a algunos los acogieron en conventos, otros intentaron esconder su identidad consiguiendo documentos falsos.
Tengo entendido que se marcharon ustedes a Romaña.
Sí, nos fuimos cerca de Rímini, donde nos enteramos de que un funcionario del Ayuntamiento proporcionaba documentos falsos a los judíos a cambio de una retribución. Era febrero de 1944. Encontramos una casa en Viserba, una localidad de veraneo donde la gente arrendaba viviendas durante el periodo estival. En febrero, obviamente, había muchas casas vacías y los propietarios estaban encantados de alquilarlas. Nos instalamos allí con la convicción de poder esperar a que terminase la guerra. Se sabía que los aliados habían desembarcado en Sicilia y que estaban avanzando península arriba para echar a los alemanes. Como Viserba no estaba lejos de los Abruzos, adonde ya habían llegado, esperábamos que nos liberaran antes o después. Sin embargo, este funcionario había expedido demasiados documentos falsos y, de un día para otro, todos los forasteros pasaron a ser sospechosos. Había policías de paisano parando a la gente por la calle para pedirle la documentación. Si comenzaba el interrogatorio, la situación podía ponerse extremadamente trágica, porque había quien se confundía respecto a su nueva identidad y les contestaba con datos distintos a los que aparecían en el documento. Bastaba con suscitar la más mínima sospecha para que te arrestaran y descubrieran así también a los que no se atrevían a salir de casa.
Ustedes eran cuatro: su hermano, su madre, su padre y usted.
Mi padre, que estaba muy enfermo, estaba internado en Trieste, en la clínica Igea, que aún existe hoy en día. El dueño era el doctor Ravasini, una persona extraordinariamente humana que intentaba salvar al mayor número de gente posible. Nosotros no nos podíamos quedar en Trieste, donde ya estaba funcionando la Risiera di San Sabba,[18] así que tuvimos que mudarnos y mi padre se quedó allí solo. Pensar en esto me estremece, porque él estaba muy enfermo y nosotros lo dejamos allí, en aquella clínica en la que el doctor Ravasini acogía también a otros judíos. Me provoca ternura: una persona enferma debería estar rodeada de sus seres queridos, debería recibir cuidados… Yo iba a veces desde Viserba a Trieste para aliviar su soledad, pero un día el doctor me dijo: «Lo siento infinitamente, pero no puedo seguir acogiendo a judíos. Los alemanes se han enterado de que en mi clínica hay personas sospechosas y vienen para arrestarlas, así que le sugiero que se lleve de aquí a su padre». Y así fue. El doctor Ravasini tuvo que expulsar a todos los judíos, un poco para impedir que vinieran a arrestarlos y otro poco para que no le cerrasen la clínica. Fue un buen hombre. Entre tanta miseria, encontramos también a algunas personas con una enorme sensibilidad, y él fue una de ellas.
¿Regresó a Viserba con su padre?
Sí. Fue un traslado horrible, treme...

Índice

  1. Como una rana en invierno
  2. Introducción: El velo desgarrado
  3. Liliana Segre
  4. Goti Bauer
  5. Giuliana Tedeschi
  6. Epílogo: La invisibilidad de la mujer en la narración de la Shoah
  7. Notas
  8. Sobre la autora
  9. Índice
  10. Créditos