I. Proclamas, correspondencia y partes de guerra (1817)
Proclamas
PROCLAMA DE GALVESTON
22 de febrero de 1817
NOTA INTRODUCTORIA
Según todos los testimonios, esta primera Proclama se redactó con anterioridad a la salida de Xavier Mina hacia Haití. Fray Servando Teresa de Mier afirma que ayudó a escribirla don Pedro Gual, con quien habían convivido a lo largo de las semanas transcurridas entre la llegada a Estados Unidos (30 de junio) y la salida hacia Haití (27 de septiembre de 1816). Es muy probable que en su preparación participase también el propio Fray Servando, así como Joaquín Infante, poeta cubano que en Haití y en Galveston acompañó a Mina sirviéndole de secretario.
El texto que se reproduce aquí está tomado de la obra de Antonio Rivera de la Torre, Francisco Javier Mina y Pedro Moreno, publicada con motivo del centenario de la muerte de ambos caudillos, esto es, en 1917. Existen versiones anteriores, una publicada por Lucas Alamán en el apéndice al tomo IV de su Historia de Méjico (1850), que titula «Proclama de Mina, declarando los motivos de su expedición», y que se diferencia de la transcrita en la acentuación ortográfica, que es más antigua, y en que está firmada «Javier» (no «Xavier»). También hay otra reproducción, la que Carlos María de Bustamante publicó en Cuadro Histórico de la Revolución Mexicana, que apareció en forma de cartas en 1820, editadas posteriormente en libro, que, en su segunda edición, se publicó en la imprenta de J. M. Lara de México en 1844 y tiene la misma expresión ortográfica que el texto de Alamán.
La Proclama de Galveston, en primera persona, está dirigida a españoles y mexicanos, y es al mismo tiempo historia de una actitud, relato de unos antecedentes, justificación de una conducta, explicación de unas circunstancias y declaración de las intenciones del joven caudillo. Es importante tener en cuenta el momento en el que se escribe. Puede considerarse el primer relato autobiográfico que recoge las experiencias de Mina y su participación en los hechos ocurridos dos años antes (estancia en la corte de Madrid, pronunciamiento de Pamplona, etc.).
Llama la atención la precisión de los conceptos y su «modernidad», la pulcritud ortográfica y de la redacción, la propiedad de los juicios, la rigurosa presentación de los sucesos en los que había estado implicado, la belleza de algunas expresiones, la fuerza y emotividad de los apelativos, etc.
TEXTO DE LA PROCLAMA*
(P1) Al separarme para siempre de la asociación política, por cuya prosperidad he trabajado desde mis tiernos años, es un deber sagrado el dar cuenta a mis amigos y a la nación entera de los motivos que me han dictado esta resolución. Jamás, lo sé, jamás podré satisfacer a los agentes del espantoso despotismo que aflige a mi desventurada patria; pero es a los españoles oprimidos, y no a los opresores, a quienes deseo persuadir que no la venganza ni otras bajas pasiones, sino el interés nacional, principios los más puros, y una convicción íntima e irresistible, han influido sobre mi conducta pública y privada.
(P2) Es bien notorio que yo me hallaba estudiando en la Universidad de Zaragoza, cuando las disensiones domésticas de la familia real de España y las transacciones de Bayona nos redujeron o a ser vil presa de una nación extraña, o a sacrificarlo todo a la defensa de nuestros derechos. Colocados así entre la ignominia y la muerte, esta triste alternativa indicó su deber a todos los españoles, en quienes la tiranía de los reinados pasados no había podido relajar enteramente el amor a su patria. Como otros muchos, yo me sentí animado de este santo fuego, y fiel a mi deber me dediqué a la defensa común, acompañé sucesivamente como voluntario los ejércitos de la derecha y del centro: dispersos desgraciadamente aquellos ejércitos por los enemigos, corrí al lugar de mi nacimiento, en donde era más conocido; me reuní a doce hombres, que me escogieron por su caudillo, y en breve llegué a organizar en Navarra cuerpos respetables de voluntarios, de que la Junta Central me nombró comandante general. Pasaré en silencio los trabajos y sacrificios de mis compañeros de armas: baste decir que peleamos como buenos patriotas hasta que tuve la desgracia de caer prisionero. La división que yo mandaba tomó entonces mi nombre por divisa, y escogió, para sucederme, a mi tío don Francisco Espoz: el gobierno nacional, que aprobó aquella determinación, permitió también a mi tío el añadir a su nombre el de Mina; y todos saben cuál fue el patriotismo, cuánta la gloria que distinguió a aquella división bajo sus órdenes.
(P3) Cuando la nación española se resolvió a entrar en una lucha tan desigual, debe suponerse que el objeto de tantos riesgos y privaciones no era restablecer el antiguo gobierno en el pie de corrupción y venalidad que nos había reducido a la miseria. Nos acordamos que teníamos derechos imprescriptibles que nos aseguraban nuestras leyes fundamentales, y de que habíamos sido despojados por la fuerza. Este sólo recuerdo lo puso todo en movimiento, y nos resolvimos a vencer o morir. Se comenzaron, efectivamente, a destruir los antiguos abusos, revivieron nuestros derechos y juramos solemnemente defenderlos hasta el último punto. He aquí el principio que hizo obrar prodigios de valor al pueblo español en la última guerra.
(P4) Al restablecer así en nuestro suelo la dignidad del hombre y nuestras antiguas leyes, creímos que Fernando VII, que había sido compañero nuestro y víctima de la opresión, se apresuraría a reparar, con los beneficios de su reinado, las desdichas que habían agobiado al estado en el de sus predecesores. Nada le debíamos: la generosidad nacional lo había llamado gratuitamente al trono, de donde su propia debilidad y la mala administración de su padre lo habían derribado. Le habíamos ya perdonado las bajezas de que se había hecho criminal en Bayona y Valençey: habíamos olvidado que, más atento a su propia tranquilidad que al honor nacional, había correspondido a nuestros sacrificios deseando enlazarse con la familia de nuestro opresor; confiábamos en que él tendría siempre presente a qué precio había sido repuesto en la posesión del cetro, y en que, unido a sus libertadores, sanase de concierto las profundas heridas de que, por su causa, resentía la nación.
(P5) La España logró por fin reconquistarse a sí misma, y conquistar la libertad del rey que se había elegido. La mitad de la nación había sido devorada por la guerra; la otra mitad estaba aún cubierta de sangre enemiga y de sangre española, y al restituirse Fernando al seno de sus protectores, las ruinas de que por todas partes estaba cubierto su camino debieron manifestarle sus deudas y las obligaciones en que estaba hacia los que lo habían salvado. ¿Podía creerse que su famoso decreto, dado en Valencia a 4 de mayo de 1814, fuese el indicio de la recompensa que el ingrato preparaba a la nación entera? Las cortes, esa antigua egida de la libertad española, a quien en nuestra orfandad debió la nación su dignidad y su honor; las cortes, que acababan de triunfar de un enemigo colosal, se vieron disueltas, y sus miembros huyendo, en todas direcciones, de la persecución de los cortesanos. El encarcelamiento, cadenas y presidios, fueron la recompensa de los que tuvieron bastante firmeza para oponerse a usurpación tan escandalosa; la inquisición, el antiguo escudo de la tiranía, la impía, la infernal inquisición, fue restablecida en todo el furor de su primitiva institución; la constitución abolida y la España esclavizada de nuevo por el mismo a quien ella había rescatado con ríos de sangre y con inmensos sacrificios.
(P6) Libre yo ya, por aquella época, de las prisiones francesas, corrí a Madrid por si podía contribuir, con otros amigos de la libertad, al restablecimiento de los principios que habíamos jurado sostener. ¡Cuál fue mi sorpresa al ver el nuevo orden de cosas! Los satélites del tirano sólo se ocupaban en acabar de destruir la obra de tantos sudores: ya no se pensaba sino en consumar la subyugación de las ...