1. La literatura y la Academia: Ana María Barrenechea / Álvaro Lins
Marcela Croce
Los estudios de género, tan profusos en recuperar figuras femeninas de relevancia dispar, no acometieron todavía la reivindicación de Ana María Barrenechea (1913-2010). Acaso porque, pese a un conjunto de amistades femeninas en el que destacan las poetas Alejandra Pizarnik y Susana Thénon, quedó envuelta en un círculo de hombres brillantes que la formaron y la avalaron como profesional de la crítica literaria. Barrenechea fue discípula destacada de una pléyade hispana y latinoamericana en la que confluyen José Ferrater Mora –que dirigió su tesis doctoral–, Amado Alonso –quien la integró al Instituto de Filología Hispánica creado en 1923 que organizó en la Facultad de Filosofía y Letras durante su exilio de la península (y que ella dirigió durante dos décadas)–, Pedro Henríquez Ureña –interlocutor de Barrenechea, a la vez que co-organizador del instituto en el marco de sus veinte años de vida porteña, y probablemente nexo remoto, junto al más próximo de Emma Speratti Piñero, de Barrenechea con Alfonso Reyes– y Raimundo Lida, que operó como un referente magistral apenas opacado por la erudición igualmente superlativa que exhibía su hermana María Rosa.
Dentro de ese grupo de filólogos inició Barrenechea su carrera, desde la supuesta desventaja que representaba ser egresada del Instituto Superior del Profesorado y no de la Facultad de Filosofía y Letras, si bien en un medio en el cual la exclusividad universitaria no mostraba la virulencia con que despreciaría a los espacios de formación docente a partir de los años 60. La decisión paterna había permitido que Barrenechea asistiera a una sede de preparación profesoral mayoritariamente femenina, descartando el ambiente universitario que estimaba menos propicio para una dama. Tales prejuicios no hicieron mella en el ánimo de la futura crítica, quien desde su labor en el profesorado moldeó a un discípulo como Enrique Pezzoni, y que por sus méritos académicos logró insertarse en la facultad, realizar un doctorado en el Bryn Mawr College (universidad norteamericana de concurrencia básicamente femenina) y convertirse en catedrática de la Universidad de Columbia. Su labor docente en Introducción a la Literatura en los años 60 –cátedra paralela a la que ocupaba uno de los figurones más resistidos de la uba, el doctor José María Monner Sans– le permitió divulgar en la Argentina los trabajos de los formalistas rusos, que luego se convirtieron en una moda y contribuyeron a los enfoques inmanentes de los textos que dominaron la carrera de Letras durante muchos años. Las inquietudes por el lenguaje que acarreaban los formalistas la llevaron a desarrollar artículos gramaticales en los que combinaba los abordajes novedosos con el conocimiento detallado de la teoría de Ferdinand de Saussure y las reformulaciones y ajustes operados por Louis Hjelmslev, a cuyos cursos asistió en Copenhague a mediados de la década de 1960 (Corral, 2013).
Acaso porque las polémicas de esos años estaban hegemonizadas por temas políticos, Barrenechea evitó convertirse en una polemista. La serenidad de un ejercicio recoleto como la filología, complementado y mutado paulatinamente hacia la estilística, la apartaba de las ofuscaciones en que se solazaba la vida política argentina. El antiperonismo al cual resultó asociada por negarse a donar compulsivamente parte de su sueldo a la Fundación Eva Perón –circunstancia por la que quedó cesante de su cargo en el Profesorado y que fue el desencadenante de su partida a Estados Unidos, recomendada por Frida Weber de Kurlat (Corral, 2013)–, fue apenas el comienzo de una intervención no buscada en la agitación nacional. Tras la estadía en Estados Unidos y una etapa cumplida en El Colegio de México, donde se publicaron sus libros más resonantes, La expresión de la irrealidad en la obra de Borges y La literatura fantástica en la Argentina (este último en colaboración con Emma Speratti Piñero), renunció a la uba en 1966 cuando sobrevino la Noche de los Bastones Largos, represión feroz ordenada sobre la universidad por el general Juan Carlos Onganía, flamante presidente de facto.
Aunque se abstuvo de la polémica, Barrenechea no se privó de enzarzarse en una discusión con Tzvetan Todorov en un artículo famoso, “Ensayo de una tipología de literatura fantástica” (1972), que descalabra la Introducción a la literatura fantástica que el crítico franco-búlgaro había publicado en 1970. Varios argumentos despliega aquí Barrenechea: uno demuestra que el libro de Todorov solamente se aplica a la literatura europea y, a fin de denostar esa cerrazón, convoca múltiples ejemplos latinoamericanos –Macedonio Fernández, Arreola, Borges, Lozano Fuentes– que seguirá indagando en lo sucesivo, cuando los nombres de Julio Cortázar y de Felisberto Hernández se recorten con un relieve que difumina las preferencias previas. Al primero la unía una amistad cultivada en reuniones en la confitería del edificio Comega que le deparó, a poco de publicada su obra mayor, el obsequio de los originales de Rayuela con los que la crítica escribió el Cuaderno de bitácora de la novela en 1983. La elección de Felisberto se integra al extenso recorrido “de Sarmiento a Sarduy” que traza en sus Textos hispanoamericanos (1977).
La tipología de Barrenechea continúa arraigada en la formación filológica inicial, como parece probarlo la apelación al modelo lingüístico y la indagación de las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas identificadas por Saussure (Barrenechea, 1972: 393). Sobre tal bastidor establece que el fantástico no es un género sino un modo y acude al auxilio de Borges para rebatir a Todorov en este punto: “Borges es un ejemplo extremo de que para él no hay aparentemente género que no pueda alojar lo fantástico” (394). La esquemática clasificación todoroviana queda más afectada por centralizar el aspecto de la duda que por la circunstancia de no ser exhaustiva. Otro punto de disenso es el apego que Todorov muestra por el modelo del signo de Morris frente al interés hacia los aspectos semánticos que manifiesta Barrenechea, para quien el énfasis en la producción de sentido acarrea una clara disimetría con el puro estructuralismo del crítico franco-búlgaro en esta etapa.
La actuación de Barrenechea, tanto en la docencia como en la crítica, se inicia posteriormente pero se extiende mucho más que la de Álvaro Lins, cuya vida fue más acotada (1912-1970) pero cuya actividad resultó más abarcativa: además del ejercicio profesoral y de un modo de abordaje de los textos que, afincándose episódicamente en la estilística, tributa antes al impresionismo que a la rigurosidad de los modelos que practica su colega argentina, el pernambucano Lins se desempeñó en la prensa y ocupó cargos diplomáticos que le trajeron no pocos sinsabores, como ocurrió con el sonado caso del general Humberto Delgado, que motivó su renuncia a la función pública. La concepción de la crítica que mantuvo Lins quedó asociada a la actividad ética antes que a la profesionalización, donde el rigor escamoteado al ejercicio se trueca en rigidez de aplicación: “Pienso, pues, que el rechazo a juzgar, en crítica, constituye cobardía y traición […] Hay, sin duda, en la crítica, una ‘obligación de juzgar’, como decía el viejo Brunetière” (“Critica: interpretação e julgamento”, en Holanda y França, 2007: 328). Del círculo filológico pasa así a la fundamentación del juicio y se inscribe bajo los auspicios de Sainte-Beuve, no menos que de Matthew Arnold (el juicio como estrategia para otorgar jerarquías literarias), de Croce y Thibaudet (el juicio como derecho y deber del crítico). Semejante codificación deriva lógicamente en una definición trascendente de la actividad: “La crítica es una conciencia del fenómeno literario” (“Critica: bom gosto artístico e consciência do fenômeno literario”, en Holanda y França: 329).
Contra la reticencia a las intervenciones políticas que exhibió Barrenechea, Lins se inició en la Ação Integralista Brasileira (aib) (Holanda: 58), en un recorrido que puede parangonarse con el que siguió Dom Helder Câmara –salvadas las distancias del sacerdocio en el obispo–, dado que a la adhesión temprana al Integralismo le sobreviene la participación en movimientos de izquierda y un apartamiento definitivo de la vida pública al ocurrir el golpe de Estado de 1964, que en el cura se convierte en militancia dentro de la Teología de la Liberación.
Así como Barrenechea logra situarse con comodidad en una serie intelectual en que se alinean Alonso, Henríquez Ureña, Raimundo Lida y Reyes (además de Antonio Alatorre, filólogo mexicano de quien se convierte en corresponsal), Lins permite reponer una línea intelectual mucho má...