Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX
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Esta obra empieza antes de la Independencia, en 1805, con la fundación del Diario de México, y culmina en 1913, cuando la mayoría de los escritores modernistas respaldaron el cuartelazo de Victoriano Huerta. El lector encontrará en este libro a los literatos-historiadores inventando nuestro nacionalismo; a ese moderno olvidado que fue Heredia; a la Academia de Letrán, la cual, en 1836, no sabe si hablarle al romántico Lamartine o al heroico Cuauhtémoc; asimismo, hallará a los maestros liberales empuñando la espada y la pluma, sin olvidar la vida literaria en México bajo el imperio de Maximiliano o la búsqueda de una "antigüedad moderna" de cuyas ruinas nacería la literatura mexicana.

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Información

Año
2019
ISBN
9786075642833
Categoría
Historia
xi
El modernismo, verdadero Renacimiento
(1888-1912)
En el principio, nunca debe dejar de insistirse, está Rubén Darío (1867-1916), quien desde Nicaragua y sus poblachos, a los que volvió para morir, lo cambió todo entre nosotros. De Darío se ha dicho como de Borges que una página escrita en español puede fecharse sabiendo si fue escrita antes o después de su presencia. Uno y otro son inagotables: el centroamericano llenó todo nuestro tránsito entre el xix y xx mientras el argentino fue el dueño de la segunda mitad del siglo pasado. El primero hubo de empujar aún, sin poder abrirla del todo, la puerta que nos impedía la entrada a la literatura mundial.
Darío, desde que el pronto malogrado Pedro Balmaceda Toro, hijo del primer presidente suicida de Chile, puso en sus manos a los maestros modernos en 1886, se convirtió no sólo en un moderno sino además en un cosmopolita. Recuérdese que esa palabra, aún a fines de los años cincuenta del siglo xx, era mal vista. Cosmopolitismo era prueba de descastamiento, de frívola vagolatría por el mundo, en este caso, de la moda literaria. Pero Darío, como su maestro italiano Gabriele d’Annunzio, decidió imitar e imitar sin descanso, hasta robar, si fuese necesario, en búsqueda de la originalidad. De broma o en vera, modernistas (pues ese nombre tomó en español nuestro parnasianismo-simbolismo-decadentismo finisecular decimonónico) y antimodernistas citaban, en su favor o condenándola, la frase, de François Coppée: “¿Qué podré imitar para ser original?”
Pero esa imitación nada tenía que ver con la neoclásica pretendida por árcades y bucólicos ni esa originalidad era del todo romántica. Me explico. Tanto o más que los poetas de 1805, los modernistas se sirvieron del canon literario y mitológico de los griegos. Sus poemas, como los de aquéllos, abundan en endriagos y quimeras de la Antigüedad. El ya muy remoto Menéndez Valdés o nuestro fraile Martínez de Navarrete imitaban, o más bien, copiaban las pinturas clásicas en el museo, domingueros y con un pincel en mano, sirviéndose del atril propio de los talleristas visitantes. Desde esa posición y desde esa pose, también, escribían los poetas-bibliotecarios del Parnaso, uno de los cuales, Baudelaire, se salió a pasear a la ca­lle, con las consecuencias de todos tan temidas desde entonces: se es moderno en la medida en que se es capaz de alejarse del pecado original.
Siguiendo la llamada de Baudelaire —él caminaba, los nuestros corrían—, nuestros modernistas, “magna turba”, saquearon aquellos gigantescos gabinetes de antigüedades. Se llevaron de todo, incluyendo no pocas cuentas de vidrio y baratijas. Como James (vía Balzac) y Eliot (vía Laforgue), Darío “se hizo francés” para encontrarse a sí mismo y lo hizo gracias a Verlaine, ese hombre sin ideas que acaso fue el gran poeta de su lengua, en su siglo, por encima de Hugo, al cual, como a Neruda, le sobran cientos de versos. A Verlaine, muy pocos. Parece que me extravío, pero no. Saqueo, más que imitación, fue la de Darío y su gente. James y Eliot, puritanos al fin, prefirieron mimetizarse y ser más ingleses que los ingleses con tal grado de éxito que no hubo, en su tramo, ni novelista ni poeta inglés capaces de hacerles competencia. Para buscarles rivales había que ir a la vecina y verde Irlanda.
Se pusieron nuestros modernistas, teatrales, toda clase de vestimentas, máscaras, antifaces y bibelots del Occidente europeo, pero también del Oriente, que, bien visto, Nao de China mediante, es nuestro patrio trasero, no el suyo. Los extremos se tocan: pavos reales, cisnes, flamingos, búhos, sirenas y esa vasta animalia modernista presidida por un ser humano: la mujer fatal atrapada por el sabio italiano Mario Praz. Ese saqueo, ya dibujado por Max Henríquez Ureña en las primeras páginas de su esencial y Breve historia del modernismo (1954), los condujo a sí mismos, a la verdadera originalidad, aquella aparecida, antirromántica, cuando ya no se teme imitar a nadie, como lo muestran Darío y todo ese zeitgeist poético que va de Ricardo Jaimes Freyre a Enrique González Martínez. Ese saqueo dio como resultado un verdadero renacimiento.
Quien mire el asunto con imparcialidad verá que entre la llegada de Darío al puerto de Valparaíso hasta, digamos, el Premio Nobel concedido a Juan Ramón Jiménez en 1956, la poesía occidental se extiende hacia el oeste de Europa, en un movimiento que fue menos una expansión natural que el resultado del saco modernista (en los dos sentidos del concepto, el hispanoamericano y el anglosajón). Fuimos a por ellos, como diría un madrileño.
Al empatar su horario con el del parnasianismo-simbolismo-decadentismo, los poetas, y con el naturalismo, los narradores, los finiseculares latinoamericanos no sólo le resolvieron el problema sincrónico a los estudiosos de la literatura mundial, sino que se despojaron del mito de la originalidad y al asumirlo se volvieron originales. Por el camino del escolio se llega al genio. Entendieron que el romanticismo, sobre todo el que mejor conocían, el francés, había sido sepultado por Baudelaire mientras Hugo se consagraba al arte de ser abuelo. Resuena la línea de Coppée: de tanto imitar se volvieron originales. Después de Darío, y empiezo apenas a cumplir mi comisión de hablar de los mexicanos, aparece un Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), quien se creía, mendigo antes que arribista, un parisino sin París. Pero no sólo se volvió, como poeta, una versión benévola del flâneur, sino también el inventor de un género, la crónica que allá, desde las Europas, vendería el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927). Y será la propia hija del poeta, Margarita, quien enumerará los asuntos de la crónica del Duque Job, pequeño Saint-Simon, memorialista de nuestra corte republicana, ocupado lo mismo de los presidentes Sebastián Lerdo de Tejeda y Porfirio Díaz, que en la bohemia y sus poetas, sus maestros liberales como Ignacio Manuel Altamirano (“embozado en su capa de vueltas afelpadas, cubierta la cabeza con un fieltro obscuro”) y Guillermo Prieto, las grandes damas vestidas a la moda de París y Londres, la vida musical o el apunte de que a Federico Gamboa “el puro le nació con el periodismo”.
En Salvador Díaz Mirón (1853-1928) la personalidad byroniana y huguesca se naturaliza como parodia (ya lo indicó Luis Miguel Aguilar) en un bardo persecutor de bandoleros, macho irredimible y, sobre todo, autor del primer libro perfecto de nuestro poesía moderna (Lascas, 1901). Pese a las apariencias, Díaz Mirón no podía ser romántico al estar más cerca de Mallarmé y de la fotografía —“poesía sin música”— que de sus idolatrados Byron y Hugo, como lo subrayó Salvador Elizondo.
Aparecen, también, los antimodernos, que lo son sin ser antirrománticos, aunque profesen de antimodernistas, un poco hipocritonamente, como fue el caso del genial Manuel José Othón (1858-1906), un originalísimo y póstumo neoclásico. Su Idilio salvaje [en el desierto] (1906) pudo ser el gran poema romántico mexicano, pero ya no lo fue...

Índice

  1. SUMARIO
  2. i La Arcadia de México y su fraile poeta (1805-1812)
  3. ii El Súper Periquillo (1812-1827)
  4. iii La era de Bustamante (1805-1847)
  5. iv Justicia para Heredia (1803-1839)
  6. v La academia de Letrán y su leyenda dorada (1836-1840)
  7. vi Maestros liberales en la guerra perpetua (1846-1867)
  8. vii El Renacimiento, salida en falso (1869)
  9. viii En honor de Vicente Riva Palacio (1863-1882)
  10. ix El imperio de la novela (1864-1903)
  11. x Suspiro romántico (1873-1888)
  12. xi El modernismo, verdadero Renacimiento (1888-1912)
  13. xii El fin del Antiguo Régimen (1913): la Contrarrevolución de los poetas
  14. Conclusión
  15. Bibliografía
  16. Sobre el autor