Los textos que configuran el poemario Raíces fueron escritos entre 1973 y 1975 por la escritora nicaragüense-salvadoreña Claribel Alegría (1924–2018) en la localidad mallorquina de Deiá, aunque tuvieron que esperar a ser publicados por primera vez de manera completa en la antología preparada en 1981 por Mario Benedetti, Suma y sigue, editada en España por Visor. Cabría reconocer que los poemas de este libro fecundo y esencial en la obra completa de Alegría responden a un proceso creativo particular, mediante el cual el sujeto lírico del libro toma posesión de una realidad de carácter ontológico. Si bien es cierto que su difusión internacional como poeta tendría lugar con la concesión del Premio Casa de Las Américas en 1978, justamente por el poemario inmediatamente posterior a Raíces, el famoso Sobrevivo, no lo es menos que, en este previo, Claribel Alegría adensa su estilo y conforma de modo genuino la personalidad simbólica y temática que la convertirá en voz esencial de la lírica centroamericana del XX, algo que ya había prefigurado su poemario iniciático Acuario en 1955, y que los poemarios de los años sesenta materializaron, con títulos como Huésped de mi tiempo (1961), Vía única (1965) y Aprendizaje (1970).1 No es extraño, por ello, que el propio Benedetti, en el prólogo a la edición antedicha señalase que el poemario Raíces «tal vez esté destinado a ser el más coherente, el más armonioso, ya que se trata de una sola y nutricia parábola, y esta lo recorre y le otorga unidad».2
Así pues, el incierto futuro personal que parece acechar a su autora se dispone a comienzos de la década de los setenta a transformarse esencialmente en aquello mismo que fue objeto de búsqueda y ahora comienza a ser revelación de identidad. Lo observamos con clarividencia en uno de los textos más emblemáticos de la colección, el titulado precisamente «Soy raíz», donde se advierte con transparencia el veredicto benedettiano referido a la «sola y nutricia parábola» que recorre el libro: una parábola de naturaleza vegetal y de entraña ecológica, si bien es al mismo tiempo un reflejo desgarrador del poder inmenso de cuanto late en la profundidad abismal del ser, bajo la tierra y en las hondonadas de la psique.
No en vano la cita introductoria del poema «Soy raíz» remite a unos elocuentes versos de «Piedra de sol», de Octavio Paz, poeta luminoso y cantor de epifanías, en una línea que cabría entroncarse con la de los «fundadores de la nueva poesía latinoamericana», en el acertado sintagma de Saúl Yurkievich.3 Este vínculo enlazaría con la poética del «naturalismo ontológico» a la que se adscribiría Claribel con este poemario de los setenta. Entendemos por «naturalismo ontológico» aquella tendencia poética caracterizada por expresar referencialmente elementos propios del ámbito natural (especialmente del reino vegetal), que al mismo tiempo están imbuidos de una condición relativa al «ser» y no meramente como manifestaciones del espacio empírico. Se trata de una constante en la poesía de Paz,4 que abarca desde «Piedra de sol» hasta Pasado en claro. Dentro de esta definición cabría incluir las alusiones a una temporalidad vista a través de la materia (por ejemplo, el renacer de la primavera en las plantas, flores y árboles) que, simultáneamente, nos habla de la existencia de un tiempo circular visto de manera genérica y aun filosófica. Sí, es ese tiempo cíclico y repetitivo que, como exalta el mexicano, «vuelve en una marejada / y se retira sin volver el rostro».5 «Se retira», en efecto, pero no se va: permanece, se adensa con la tierra, respira. Dialoga así Octavio Paz con estos versos de la poeta centroamericana, atravesados asimismo por la constancia de ese «naturalismo ontológico»:
Más que piedra pulida
más que mañana ocaso
más que sueño de árbol
y de flor y de fruto
soy raíz
un avanzar reptado
de raíz
sin fulgor
sin futuro
ciego de profecías
endureciendo el suelo
en el que ondeo
saboreando el maná
de la desdicha
de la opacidad
del pájaro sin alas
del alba sin centella
de la nube sin brillo
de las horas que pasan
sin presagios
ondeando
serpeando
la raíz
quizá desenterrando
el relámpago aquel
la piedra aquella
[. . .]
cenicienta raíz
mortal raíz
buceadora en mi zona de tinieblas
caligrafía oscura
heredad del patíbulo
y de cábala
venenosa raíz.6
No se trata ya de aquella «Raíz salvaje» que metaforizó la uruguaya Juana de Ibarbourou a comienzo de los años veinte: aquella muchacha que mantuvo el deseo inmarcesible por pasar un nuevo día abrazada a su amante «bajo el techo alocado de un árbol» fundiendo sus recuerdos y sus semillas en una existencia salvaje.7 Tampoco son las raíces revueltas en esa tierra baldía que el invierno humedeció para convertir al mes de abril en el más cruel de los doce, según el célebre verso de T. S. Eliot. Se trata ahora de una raíz consciente de su fragilidad y de oscuro sino, una raíz cenicienta, mortal y venenosa, donde tampoco llega el canto de cristal ni la caricia de agua de los labios que ama. Una raíz que prosigue un camino solitario, el de su reconocimiento, a la espera de ser cubierta —sin punzadas, reclamos ni miedos— en una «tumba de agua» tras bucear en su insoslayable «zona de tiniebla».8 La raíz que explica el dualismo complementario que Benedetti descubre como singularidad del poemario, pues «si bien Raíces es acaso el más armonioso, también es probable que sea el más desapacible» de los libros de Claribel Alegría, «porque el conjunto, el compás, el ritmo interior, son de vértigo y angustia».9 Para Eva Guerrero, por su parte, la idea de raíz «va unida al suelo patrio, a aquello de lo que está ausente; en los poemas de este libro aparecen imágenes de ausencia de libertad, de oscuridad: «pájaro sin alas»; «alba sin centella»; la poeta se halla «en mi zona de tinieblas», de «grietas», y reaparece una imagen muy querida en su poética: el mar».10
Un ser hecho de raíces que prosiguen su ruta soterrada donde afianzar la posible germinación, aunque ello suponga el encuentro con la parcela más tenebrosa de su propio ser, situada en las regiones de ese pasado ceniciento. Se trataría de un implacable proceso de introspección poética hacia lo más hondo y profundo, en una vía que participa también en gran medida del itinerario órfico, donde el sujeto se sumerge en el abismo sin concesiones ni condiciones y en cuyo desarrollo en ocasiones la voz poética se auto-figura también como una «piel cualquiera» y extendida «sobre el vértigo borde de un abismo».11 Pero en otros momentos la poeta se siente renacer o, incluso diríamos «nacer», como acertadamente apuntara en su momento el César Vallejo de los poemas parisinos: nacer verdaderamente a la vida y observar como de pronto ese aluvión de recuerdos que la inclinaban hacia los estratos más opacos de la tierra revertían su movimiento en un viaje inverso, en un auténtico viaje a la semilla, donde un sutil «parasubidas» —como el...