Ebro 1938
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Ebro 1938

La Batalla de la Tierra Alta

  1. 352 páginas
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Ebro 1938

La Batalla de la Tierra Alta

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FINALISTA de Premio Planeta 2004 Una visión humana de la batalla más sangrienta y más determinante de la Guerra Civil española, un mensaje de muerte que sin embargo nos invita a vivir intensamente. El 25 de julio de 1938, a las 0: 15, las tropas republicanas cruzan el Ebro hacia el sur de la península, es la única salida para el general Rojo. El objetivo, dividir el ejército nacional en dos, dificultar las comunicaciones y, a medio plazo, forzar a los rebeldes a firmar un alto el fuego y forzar a los países democráticos a intervenir activamente en la guerra para defender la libertad. El resultado, la batalla más larga y sangrienta " 116 días, más de 70.000 heridos y más de 17.000 muertos " de toda la guerra civil. Ebro 1938, Finalista del Premio Planeta 2004, nos presenta esta monstruosa contienda desde la perspectiva de los combatientes de ambos bandos, de su dolor, de la amistad y, por supuesto, del amor. Parte Rubén García de una anécdota que su bisabuelo contó a su padre, para indagar en el odio humano y narrarnos la batalla del Ebro como debe narrarse una batalla, desde la perspectiva de muchos personajes implicados, cambiando la voz narrativa de uno a otro en una novela coral en la que la contienda hable por sí misma. Personajes literarios de ambos bandos conviven con personajes como Hitler, Mussolini o Franco en ambientes infernales como Cavalls, el puente de Flix, o la Granollers bombardeada por el ejército franquista en una obra redonda y rigurosa que mezcla dolor, muerte, amistad y esperanza. Razones para comprar la obra: - La obra ha sido Finalista del Premio Planeta en año 2004. - El hecho de que sea una novela coral ayuda a comprender la situación real de la Guerra Civil que se completa además con una ingente documentación. - A pesar del horror del conflicto el mensaje que queda es optimista: hay gente que está dispuesta a luchar hasta el final por los demás.

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Información

Editorial
Nowtilus
Año
2010
ISBN
9788497637183
Edición
1
Categoría
Literatura
1
Nos preparamos
Pocas veces en la Historia una operación militar de tales proporciones se ha preparado en secreto. Ni siquiera yo lo supe, a pesar de que muchos mandos de las tropas que intervinieron eran de la JSU o de que tío Pachi, jefe de Ingenieros en el Estado Mayor, desempeñó un papel decisivo en los preparativos para el paso del río.
Derrotas y esperanzas
Manuel Azcárate
Muchos años después, tras el retorno de su exilio forzoso, el general Vicente Rojo si sabrá qué precio se pagó por la batalla. Antes de abrir la puerta de entrada al Consejo, durante el año 1938, nada sabe sobre quiénes conviven en medio de estos días turbulentos.
Uno nunca sabe su precio hasta que se lo aciertan. Ni hasta qué punto ama algo hasta haberlo perdido. Con los republicanos combaten Basilio Perich, Pedro Hernández, Pablo Uriguen, Diego Zaldívar, Maik O’Donnell Berger, el alemán Ulrich, el polaco Jerzy y tantos otros, lejos de la Barcelona que habita Carmela Miró. Con los sublevados, el requeté Josep Camps, el falangista Andrés Muro, los legionarios Sebastián Ortiz e Isidoro Carmona y tantos otros, lejos del Madrid que habita Elena Domínguez.
Antes de abrir la puerta, de entrada al Consejo, Vicente Rojo desconoce el rostro del soldado Pedro que se embotará entre las aguas del Segre y las del Ebro. Nada sabe del pontonero Roque y su natal pueblecito de Angüés; de la bala que le perforará un ojo al enlace, brigadista internacional, Ulrich durante la segunda gran guerra; ni del dolor de Basilio por su muerta mujer y su fenecido vástago en el bombardeo de Granollers; nada sabe del Mudo, el Napias, el Chichas, el Manolo, de Diego o de Ryan.
Las tropas avanzarán tras cruzar el río. Avanzarán hasta Gandesa. Las crestas de Pándols se teñirán de sangre. Será infernal agosto frente a Vilalba. Corbera caerá mientras Franco contempla desde lejos su caída. Se luchará por el cruce de Camposines. Llegarán las lluvias de septiembre. Se firmará el pacto de Munich. Se luchará en Cavalls. Se despedirá a las Brigadas Internacionales. Se morirá en San Marcos. Vendrán la retirada y el exilio, los lustros del Caudillo y su régimen, la represión y el silencio. En palabras del poeta León Felipe: «el principio del éxodo y el llanto.»
Antes de abrir la puerta, con su discurso de academia meditado, el general Rojo recuerda, cuando era comandante de Infantería, su parlamento con Moscardó en el Alcázar, quien rechaza entregarlo. Habla con oficiales y amigos, reparte cigarrillos, rememora sus clases como profesor de táctica en la Academia, donde estuvo diez años, a quienes hubiera gustado que él dijera que «me quedaría con vosotros si tuviera valor para sacrificar a mi mujer y a mis hijos. Si yo me quedo —les dice—, esta noche serán asesinados en Madrid.»
Rojo quiso decirle a Emilio Alamán que le escribiría una carta, que no sabemos si envió, que los leales al Gobierno republicano no estaban sometidos a ideología alguna, ni a demagogia, postrados, invadidos o hambrientos. No vivían bajo el tirano terror de la anarquía, el comunismo o la masonería, pues él llevaba también en su pecho un crucifijo cristiano y era querido y respetado por aquellos a los que, los rebeldes, califican de «hordas de incendiarios asesinos», que solo sabían matar católicos y pintar tranvías. Rojo se sentía en el bando de la libertad frente al bando del miedo.
Años después el Juzgado Especial para los delitos de Espionaje y Comunismo le procesará por el delito de rebelión militar, por no haberse rebelado contra el Gobierno legítimo de la Segunda República. La vida es una paradoja. Así como él había propuesto a sus alumnos de promoción, en la Escuela Superior de Guerra, pasar el Ebro, para establecerse en la ruta Reus-Granadella, ahora la vida lo pone a él a ejecutar el paso táctico del río.
Aunque Rojo sabía que sus hombres amaban el peligro y lo difícil, quizá lo imposible, un valor reconocido incluso por Yagüe en un discurso en Burgos que le valió un arresto cuando acabaron las operaciones de Balaguer, y cuando entregó el proyecto del paso, el 5 de junio, lo veía de una forma muy diferente a ahora. El agregado ruso, Maximov, dio el visto bueno y después dijo que el paso del Ebro iba a ser un fracaso. Rojo pidió a Negrín ser relevado del cargo, y marchar a cualquier lugar en cualquier frente, pero no fue así.Aunque les fallara la aviación y el armamento, aunque se indignase, aunque volviera a poner su cargo a disposición el 30 de junio, Rojo sabía que con Franco no habría ni paz, ni piedad, ni perdón; sabía que sus hombres lucharían por defender las libertades de su pueblo, la dignidad patriótica; que su infantería sería como la de los Tercios que en Rocroi, según Bousset, eran muros que tenían la virtud de reparar sus brechas.
Solo Negrín desea esta ofensiva. Rojo ha llegado a afirmar, con la boca pequeña, que piensa asistir como turista. Serán Modesto Guilloto y Líster quienes lleven el peso de tan cruel campaña. El general respira hondo antes de comparecer ante el Consejo de Guerra de la República. No desea que el Ebro sean unas Termópilas, aunque exista una posible Salamina.
Un tenue haz ilumina las tres rojas estrellas y la espada, contra la funda en equis, de su distintivo.Viernes, por la mañana, 24 de junio del 38. Etapa final de un plan que lleva casi tres meses de preparación. En mayo la compañía de fortificaciones y obras del Ejército del Ebro construye el observatorio de campaña, en la Mola de Sant Pau de la Figuera. Una estratégica trinchera con capa de hormigón, camuflaje, mirillas, estructura de raíl, una te con vigas y una capa vegetal sobre el hormigón. Los comandos han ido acumulando la información precisa. Desde el observatorio se divisan el valle del Ebro, la sierra de Cavalls, la de Pándols, y muchas cotas más de la ofensiva.
El general, apolítico y bueno, cristiano y español, ante el Consejo, propone atacar al Ejército rebelde en el sector del Ebro, casi a cien kilómetros del mar, en una zona defendida tan solo por una bisoña división. El objetivo es aliviar Levante, unir las dos zonas gubernamentales, y amenazar las comunicaciones facciosas en dicho frente para detener su acción. «Podríamos llegar a Maella, Calaceite o Vinarós» —afirma.
«Ellos nos lo hicieron por Quinto —señala Rojo al Consejo—. Ahora nos toca cruzar el río y aliviar la presión sobre Valencia, Almadén y Sagunto.»
Faltan los puentes que se han de construir en Cataluña y que no se pueden importar.
El trabajo con la tropa es intenso desde mayo. A finales de abril cada unidad y servicio efectúa ya ejercicios para cruzar el río.Aprenden a remar, nadar, combatir y ejecutar marchas nocturnas.
Del Ebro se analizan los lugares de paso, concentración de tropas y material, camuflaje, y emplazamiento de la artillería para que, llegada la hora, las fuerzas, las barcas y los puentes estén listos y el enemigo ni lo intuya.
Pedro Hernandez es un buen nadador, minero de la costa murciana, con buen pulso y puntería con el fusil.
Rompe el silencio un sapo rechoncho, con ojos prominentes y puntual pupila recelosa, de aspecto oliváceo, diminutas marcas oscuras y verdosas, y una aguda y oclusiva llamada pu, pu, pu, que finaliza cuando Pedro encuentra su refugio y lo elimina.
Las libélulas y los saltamontes callan. Una verdosa culebra bastarda, de grandes y amarillos ojos e incisiva mirada, reacciona con fuertes silbidos, que repite hasta que Pedro la estrangula sin dejar que le muerda, pues su mordedura, aunque no mortal, entumece, provoca rigidez, hinchazón o hasta fiebre durante algunas horas.
Acude a su memoria Carmen, su mujer, quien siempre le advertía: «¡Ay, cariño! Abre el ojo y no el del culo. Amigo no hay más amigo, que el más amigo la pega. Amigo no hay más amigo que un duro en la faldriquera.»
El general Vicente Rojo, con sus gafas circulares, su escaso bigote superior, sus entradas pronunciadas y sus grandes ojos, piensa en las intenciones de Companys, lograr una Cataluña independiente con la positiva mediación extranjera, y para ello la ofensiva del Ebro debe alcanzar la línea de trincheras que el Consell de Defensa de la Generalitat construyó en el 36, la del río Algars, los límites territoriales catalanes a la espera de una negociada solución internacional. Le hagan o no a él ministro de Defensa de ese posible futuro estado, quizá algún día alguien encuentre entre sus testamentarios legajos parte de las palabras con las que la ofensiva se fraguó.
El proyecto de operaciones de 5 de junio por fin tiene fecha. Ha llegado el día D y con arreglo a las directrices 1 y 3 que él ha escrito con su puño y letra, por orden del ministro de Defensa Nacional, el ataque se desencadenará durante la madrugada del 24 al 25 de julio, el día de Santiago.
Pedro Hernández se alista, semanas antes de la ofensiva, en el comando donde está Francisco Pérez López, quien tiempo después publicará los hechos en su diario de guerra.
—Siempre me toca a mí hacer de guardia civil —reniega Pedro.
—A alguien ha de tocarle —sonríe Francisco.
Con unos camiones katiuskas los acercan hasta un convento abandonado, cerca de un pueblo deshabitado donde los cerdos, cabras, pollos y conejos campan a sus anchas. Cargan un par de mulos y un burro, y suben hasta el convento abandonado, repleto de aceite de oliva, sacos de arroz, judías y guisantes. Las bodegas rebosan vino y jamón. Desde la cima vigilan el movimiento de las tropas, las armas y la artillería. A diario se aprovisionan de agua mediante una patrulla que, del pueblo abandonado, sube cebollitas, tomates, patatas, rábanos, lechuga y cerezas. Durante tres semanas exploran la región. Logran un par de prisioneros que acabarán yendo a Barcelona. Cruzan el río cada atardecer.
Se enfrentan a los tabores marroquíes, acuchillan centinelas, lanzan granadas y si pueden, regresan con ocho o diez prisioneros. Disparan al recibir el alto; si el enemigo los coge se ensaña arrancándoles las cabezas y empalándolos en los postes de sus tiendas de campaña.
Somos tres grupos de vigilancia. Una noche sorprendemos a los moros, algunos tocan la flauta, otros duermen casi desnudos. Pasamos entre los centinelas que pasean charlando arriba y abajo y en medio del campo empezamos a lanzar granadas. Los centinelas han sido asesinados. Los demás corren en todas direcciones, desarmados. Los masacramos con las dagas. Solo cuatro soldados andaluces quedan con vida. Cargamos las armas capturadas y regresamos. El enemigo dispara a nuestra espalda desde todas partes. Repasamos el río por los pelos. Llueven pepinos de mortero sobre el agua y las balas de las ametralladoras susurran rata-ta-tá y hieren a un americano. Lo ponemos a cubierto. En la otra orilla quedan los legionarios, marroquíes, algunos boinas rojas o carlistas y algún guardia civil. Disparan a los que intentan cruzar. Acuden los tanques.
Los días posteriores nos escondemos en las bodegas con el jamón y el vino. La artillería nos visita.
Volvemos a la retaguardia donde los franco-belgas continúan fumando sus Gauloises.Y algunas noches cantan y bailan y beben.
Roque Esparza tiene las manos huesudas y grandes, el pelo ondulado, los pies enormes, los ojos saltones y líquidos, el cuerpo desgarbado y ancho. Es bromista, piadoso, caritativo, imaginativo, de lento hablar y tranquilo pensar, y cree que no vale la pena meter las narices donde no le importa. Pone su mano sobre su gorro frigio y contempla silencioso el río.
En hay piazos que dan que pensar, reflexionará. Con adobe, vendimia, lagar, ascuas y breñas rondando por su cabeza. Para cuenta, to quisqui y hala, a cascarla. ¡Santa Bárbara bendita! Y sin ir a rondar a las mozas del lugar.
Roque Esparza es largo de piernas, fuerte de brazos, ancho de espaldas, amplio de pies y manos; de cráneo voluminoso, cabeza de silueta rectangular, negro y cepillado pelo, nariz chata, mentón corto, orejas grandes, más tozudo que una mula, más cumplido que un luto, con voz grave, tranquila y un deje aragonés no en exceso marcado.
Angüés huele a tierra seca, a grillo, a sudor y rastrojo de polvorientos caminos, vides y trigales.
Angüés es un pueblo sencillo, casi llano, que está siempre de paso a alguna parte y en el que pocos viven desde siempre. Por un lado lleva a Siétamo y a Huesca, de forma vertical, y por otro, de forma horizontal, lleva a Bespén, o a Junzano y a Casbas. Más adelante, a Torres de Monte y Pueyo de Fañanas.
Las bandadas de palomos sobrevuelan la iglesia, visitan el campanario y describen vuelos sobre algunos pajares que aún esconden recuerdos de mozas que Roque nunca reencontrará, cuando quiera olvidar el Ebro, la cárcel, el cura y el exilio.
El pelo del teniente Andrés Muro es corto, negro y fino. Sus ojos son oscuros y su mirada firme, los huecos de una escopeta de doble cañón. Su tez, olivácea; su voz, suave, fuerte y persuasiva. Luce un discreto bigote. Es incansable, prudente, orgulloso, recio y frío.
El teniente Andrés Muro nace en Madrid el siete de enero de 1914. Lucha en el bando faccioso, al que, obviamente, prefiere llamar «nacional». Se casó en el año 36 con Elena Domínguez, una mujer hermosa y pura, de convicción católica, que le llevó al altar solo unos meses antes del Alzamiento Nacional. El teniente Andrés Muro cree que si una Helena empezó lo de Troya, otra, la suya, es motivo suficiente para salvar a España. Andrés, pese a su juventud, habla tres idiomas: español, inglés y alemán, y tiene algunas nociones, aunque elementales, de francés e italiano.
Madrid es una caja fuerte que atesora a su esposa, Elena Domínguez, con su rostro ovalado, su pequeña nariz de punta redondeada, sus amplios labios, su barbilla pronunciada y su mechón rebelde tan oscuro cual sus ojos, el izquierdo más grande que el derecho, que le estarán buscando, a través de las estrellas, en las inescrutables y celestes entrañas de la noche.
Durante la batalla cada día visualiza a su Elena; el mechón se ondula en el diestro lado de la frente, las ojeras denotan que no lo está pasando bien y sin embargo, los amplios labios trazan un simple rictus que da la sensación, muy agradable, de estar a punto de convertirse en una infinita sonrisa. Su Elena, su mujer.
La noche del 24 de julio el teniente Andrés Muro da de comer a su caballo Galán pensando en las celebraciones del día de Santiago. En Corbera, en un descampado cerca de la carretera, iba a haber una competición de saltos. Se informa y sospecha de la actividad enemiga. Parece que se preparan para cruzar el río. No se cree posible que así sea. Ellos no son capaces.
El teniente alimenta a Galán, le acaricia la quijada, ajeno por completo a la futura muerte del caballo. Para el 25 de julio, fiesta de Santiago, patrón de España, se ha programado un concurso hípico que el general Monasterio, jefe de la Caballería franquista, no ha querido anular. Los rojos no son capaces de cruzar el Ebro.
Pablo Uriguen es delgado, ágil y de altura normal. Sus rasgos son nítidos y finos. Su frente es ancha y su cabeza grande. Sus ojos verdes, casi hialinos, oscilan sin cesar. Allí donde va Basilio, va él; de no mediar orden contraria u otro tipo de causa que lo imposibilite.
Pablo es simpático y, como buen vasco, de nariz bien formada, onerosa y robusta. Habla con un acento marcado y fuerte, grave y altivo; con una voz que p...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Capítulo 1: Nos preparamos
  7. Capítulo 2: El paso del Ebro
  8. Capítulo 3: Avanzamos
  9. Capítulo 4: A las puertas de Gandesa
  10. Capítulo 5: Combatimos en Pándols
  11. Capítulo 6: Agosto en Cuatro Caminos
  12. Capítulo 7: Franco en el Coll del Moro
  13. Capítulo 8: El cruce de Camposines
  14. Capítulo 9: Las lluvias de septiembre
  15. Capítulo 10: Un paseo por Munich
  16. Capítulo 11: Luchamos en Cavalls
  17. Capítulo 12: Adiós Internacionales
  18. Capítulo 13: Sangre en San Marx
  19. Capítulo 14: El repaso del Ebro
  20. Epílogo