Al margen de lo bello
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Al margen de lo bello

Sobre la atracción por el teatro en la historia contemporánea

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Al margen de lo bello

Sobre la atracción por el teatro en la historia contemporánea

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Información del libro

En 1961 fue fundado el Teatro La Mama en Nueva York. Ellen Stewart, su apasionada promotora, era lo opuesto a un típico productor neoyorquino: era mujer, era negra y no tenía dinero. En poco tiempo La Mama se transformó en una importante organización de teatro experimental gracias a la filantropía neoyorquina. La fiebre fue tal que se pensó en una Mama para cada capital del orbe. Uno de los sitios elegidos fue Bogotá. Durante cinco años la franquicia colombiana brilló, pero en 1969 la política precipitó una ruptura definitiva con la casa matriz neoyorquina. Una obsesión unía a todos estos personajes: sentía una intensa atracción por el teatro. El objetivo de este libro es comprenderla y aprovecharla para elaborar un retrato histórico del siglo XX.

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Información

Año
2020
ISBN
9786075642130

III. CIUDAD DE MÉXICO-BOGOTÁ-NUEVA YORK (AÑOS 1920-1970)

5
HISTORIA DE LA ESCUELA MEXICANA DE TEATRO

La Revolución mexicana creó una nueva actitud política y social hacia el teatro. Los primeros rastros de este cambio pueden observarse en la siguiente publicidad radiofónica:
Boletín para la estación radiodifusora X.F.X.
El viernes 12 de octubre el “Teatro de Ahora” hará su presentación en el Teatro de la Secretaría de Educación Pública (SEP). La prensa ha estado informando de los fines de este nuevo espectáculo así como de su alto valor artístico, porque será una grata sorpresa para todos saber que ya se prepara cuidadosamente la inauguración de su temporada. Han comenzado los ensayos de la tragedia de Mauricio Magdaleno “Emiliano Zapata”. Dentro de breves días la estación X.F.X. transmitirá la explicación tanto de lo que es este movimiento dramático como de los temas de sus obras.
Y en la parte inferior del boletín una corta nota manuscrita:
Léase todos los días una vez.1
Era 1932. El régimen había logrado controlar el caos de la Revolución e iba tomando forma la aspiración de crear una sociedad de mayorías integradas, que gravitara en torno a un sistema político fuerte. Una parte considerable de las ideas y estrategias por seguir: educación, higiene, control demográfico, propaganda, sindicalización, en resumen, el mejoramiento de “la raza” y la construcción de una mexicanidad nacionalista basada en “el mestizo”.2 En ese contexto, ¿por qué el Estado apoyaría un proyecto teatral? El Estado era, antes que nada, una idea convexa, que tomaba cuerpo a través de la ingestión voraz de otras ideas: históricas, estéticas, antropológicas. Su atracción por el teatro se debía a que había que poner en escena esas ideas; había que comunicar, y actuar, qué era ese nuevo Estado mexicano, cómo había nacido, por qué, cuáles eran sus principios, a qué tipo humano obedecía. Lo novedoso artísticamente tenía que ser, en primer lugar, lo legítimo políticamente. Así resultaba bastante obvia la importancia dada en este anuncio de la radio pública al trabajo de un teatro (su nombre mismo decía que era el teatro “de Ahora”) y el juicio de elevarlo a la categoría de “movimiento dramático”, si al fin y al cabo se trataba de “un teatro legítimamente mexicano”. Que había llegado con nuevas técnicas era verdad, pero lo novedoso era que ponía en la escena teatral a un Emiliano Zapata que inspiraba simpatía por la Revolución,3 y eso era lo que defendía el nuevo régimen: la Revolución.
Siete años antes el Teatro Virginia Fábregas había organizado la Compañía de los Dramaturgos y Comediógrafos Mexicanos, con el lema “Pro Arte Nacional”; su objetivo: incrementar la oferta teatral “sin tener que recurrir a la extranjera”;4 sus invitaciones ya habían causado especial interés en altas esferas políticas, que al parecer financiaron la presentación de una “obra mexicana mensual”;5 ese mismo año, el Grupo de los Siete (o los “pirandellos”) había deleitado a los capitalinos con algunos melodramas nacionalistas.6 Y tres años antes había florecido brevemente el experimento vasconcelista del Teatro al Aire Libre; probablemente allí había comenzado todo ello.
A finales de los 1920 ya proliferaban voces por una ablución general del teatro: proponían (sin muchos fundamentos) una “mexicanización del público de género chico”, criticaban a los empresarios que saturaban la cartelera con obras españolas, y alababan el teatro popular y educativo, que comenzaba a introducir los temas revolucionarios, por contraposición tanto al “aluvión revisteril” como al teatro “cerebral” de los intelectuales.7 La animosidad por corregir el teatro era tal que Antonio Efrosio, un obrero cualquiera, le escribió una carta a Joaquín Amaro, la máxima autoridad militar, informando que en el Teatro Ideal se estaba exhibiendo una obra antirrevolucionaria, Allá lejos, detrás de la montaña, atribuida al periodista “porfiriano” Carlos Díaz Dufoó. El hombre solicitaba ayuda para que la pieza no se volviera a presentar.8
El ambiente resultaba coherente con el nacionalismo moderado del vasconcelismo, cuyo ministerio, consagrado por el Congreso de escritores de 1923 —de sus filas habían salido los promotores del Teatro de Ahora—, ya había planteado que el arte debía servir a las necesidades del nuevo Estado. No debe pasarse por alto que, en el Congreso, Vasconcelos denostó el teatro “psicológico”, como lo había hecho con la pintura de caballete.9 Ésta fue la base para que pocos años después hombres de teatro como Juan Bustillo Oro —socio de Magdaleno en el Teatro de Ahora— plantearan que con el teatro debía seguirse la misma política que con el muralismo.10 Se refería, de esa forma, a que tenía que surgir un Diego Rivera en el teatro (arte menor que “no satisfacía el anhelo de cosas genuinas de nuestro momento desordenado”). No sorprende que una de las referencias de esta tesis fuera el arte soviético, en el que los intelectuales y artistas tenían un decidido rol como fabricantes de un nuevo gusto cultural.
Tales expectativas eran igualmente compatibles con un nacionalismo más radical, que se había ido construyendo en los gobiernos posrevolucionarios y que de una manera u otra encontraría un lugar dentro del orden para casi todo, incluso para aquellos esfuerzos que no eran completamente afines a los principios vasconcelistas. (Por ejemplo, los Contemporáneos y el Estridentismo, movimientos artísticos vanguardistas, surgidos en los 1920; o, si se piensa en Salvador Novo y Xavier Villaurrutia —promotores de dichos movimientos—, el mismísimo Teatro de Ulises, del que hablamos más adelante). La diferencia entre el vasconcelismo y ese otro nacionalismo era la misma que entre un interés más o menos sublimado en un gusto y un interés cultural político, puro, directo, para el cual el artista no era un creador sino un difusor, cuyo objeto era superar la afonía cultural de una masa erial.
La primera formulación de una política de Estado sobre el teatro fue de Narciso Bassols, como ministro de Educación. Allí podía sentirse la pronta materialización de la premisa “O México está perdido, o convierte rápidamente su gobierno en una poderosa y eficaz máquina en todos los órdenes de nuestra existencia”.11 El arte —defendía Bassols— debía ser una “función pública”, una tarea política, una actividad que el gobierno programaba y ejecutaba para llenar una necesidad del Estado. No se trataba, como en el vasconcelismo, de financiar o inventar algo (un público, unos artistas, arte); la misión era crear el teatro mismo. Dos fragmentos resumen la forma y el sentido de ese extremado pensamiento:
Hay gérmenes que deberían interesar a muchos de nuestros literatos que se pasan la vida quejándose de que no pueden hacer temporadas de teatro cuando ahí tienen un campo virgen, robusto, que puede permitirles todo el desarrollo de su arte, con la única condición de que no pretendan adulterar los móviles esenciales del juego en las acciones humanas y con tal de que se decidan a aceptar que se requiere tanto talento y hay tanto arte en un teatro para ejidatarios —por lo menos tanto, si no más— que en un teatro destinado a expresar problemas humanos de inhumanas y extravagantes minorías. Sin que con ello se afirme el valor artístico de cualquier grito de propaganda, aunque teniendo para este último la apreciación ventajosa de que, si no es obra de arte, por lo menos es eso, propaganda, lección de higiene y de buenas costumbres, en vez de incitación a desviados caminos de insania.
El arte se hará más y más cada día una función pública, un servicio público como los tranvías […]. El artista, particularmente el de teatro, se convierte —se convertirá si no desaparece— en un funcionario que tiene deberes que cumplir: la sociedad le reclama teatro, como a los jardineros les exige que Chapultepec esté bien cuidado. El que no sienta ese nuevo tipo de inspiración, el que necesite enfermar el corazón para “estar en trance” artístico, que cambie de oficio o se elimine, es igual. A nadie le interesa su teatro como no le interesa su muerte. Y quienes no sean capaces de ver en esto algo más que un simple anuncio de burocratización —en el sentido despectivo— del artista, no podrán captar el espíritu del futuro y morirán doliéndose de haber nacido en este siglo.12
¿En qué otros siglos podrían haber nacido? Sin duda, Bassols no pensaba en los del arte religioso (aunque en su texto habló de un campo “virgen” que los artistas no debían “adulterar”) o en los del arte cortesano, aunque tampoco se refería a los de la comercialización del arte (da la impresión de que los aborrecía), que solían ser asociados en sus discursos con la industria cinematográfica estadounidense. Más bien universalizaba una idea, como si no hubiera lugar en la historia para los críticos de aquel concepto de arte. El futuro era toda una época, su nombre era Estado mexicano y el teatro llevaría ese apellido, teatro mexicano. ¿Por qué? Porque sólo lo universal era útil, pero sólo lo propio podía ser universal.13 Surgió entonces un molde ambivalente: para estar afuera (en lo universal) había que permanecer adentro (en lo mexicano).
“Extravagantes minorías”: la distinción entre “teatro de mayorías” y “teatro de minorías” existía al menos desde 1928, cuando el Teatro de Ulises fue criticado por proponer un arte de escasa cobertura y demasiado vanguardismo. Algo similar parece haber sucedido en la literatura de los 1930 con las polémicas entre viriles y afeminados o entre viejos y jóvenes.14 Pero las “extravagantes minorías” tuvieron o se les tuvo que encontrar un lugar, porque no habían surgido uno o dos mexicanismos, sino muchos mexicanismos; porque, en el fondo, lo importante era estar dentro —no tanto cómo— pero no en el margen ni afuera, eso —como decía Bassols— sería la muerte. La idea de las “extravagantes minorías” era, no obstante, una predicción de intolerancia, de incapacidad para integrar expresiones de diferenciación que rebasaran dichos moldes, y señalaba el límite posterior del mundo teatral mexicano: la inexistencia de un lugar autónomo, que en teoría deberían ocupar las verdaderas minorías que serían los artistas desviados. (Todo artista es un desviado; inconscientes de esto, funcionarios como Bassols sufrían más de la cuenta por el tema).
“Si no desaparece”: no era una amenaza, era la consecuencia lógica de una creencia. Se sentía seguro, se veía venir, el advenimiento del nuevo periodo, cuyo mejoramiento eliminaría lo que no encajase. Una rara noción de democracia flotaba en esta visión. ¿Desapareció el teatro desviado? O, lo que es lo mismo, ¿apareció el teatro, todo el teatro, bajo el concepto bassoliano?
“Que cambie de oficio o se elimine, es igual”: del lado de la política no interesaban (¿existían tales distinciones?) los problemas propiamente artísticos; no así del lado del artista, que debía observar cada determinación de la preceptiva política. ¿Qué clase de percepción, qué observador suponía esto? Había una relación asimétrica: un sistema político robusto observaba a un arte enclenque. La existencia del universo artístico sólo se creía posible en su subsistencia dentro del sistema político, pero ¿dónde? Hay que regresar hasta el vasconcelismo para encontrar una respuesta.
En la administración vasconcelista se había comenzado a formar un binomio de funcionarios culturales y artistas, artistas de todos los pelambres y discursos, muy dispuestos a participar en esa oportunidad sin igual que fue el ascenso social a costa de la rápida organización de un Estado fuerte.15 Una de las consecuencias fue la jerarquía artística establecida. Los pintores pintaban, los cineastas hacían películas… los literatos corregían, editaban, administraban y a ratos escribían. En la distinción latente allí entre cultura visual y letras, el teatro adquirió una posición intermedia: era visual, pero sus obras difícilmente alcanzarían la monumentalidad de los frescos o la movilidad del cinematógrafo; y tenía la posibilidad de comunicar discursos —actividad asociada a las letras—, pero sin duda se vería en él la ventaja que la contemplación colectiva de una puesta en escena tiene sobre el ejercicio individual de la lectura (bastante hipotético entonces).
La política cultu...

Índice

  1. PORTADA
  2. TÍTULO DE LA PÁGINA
  3. PÁGINA DE DERECHOS RESERVADOS
  4. TABLA DE CONTENIDO
  5. INTRODUCCIÓN
  6. I. NUEVA YORK-BOGOTÁ (AÑOS 1960)
  7. II. BOGOTÁ (AÑOS 1940-1960)
  8. III. CIUDAD DE MÉXICO-BOGOTÁ-NUEVA YORK (AÑOS 1920-1970)
  9. EPÍLOGO (TIEMPO PRESENTE)
  10. ARCHIVOS
  11. BIBLIOGRAFÍA Y HEMEROGRAFÍA
  12. NOTA DE AGRADECIMIENTO
  13. ÍNDICE ANALÍTICO
  14. SOBRE EL AUTOR