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En la suavidad de la roca
La luz no es la luz del sol.
ezra pound, “fragmento”
En la Madonna Litta (se la llama así, litta, porque la “señora” está amamantando a su hijo), a los lados de la cabeza de la Madonna hay sendas ventanas de arco de medio punto. A través de ellas, se ve un pedazo de cielo azul turquesa y nubes blancas; y más al fondo, montañas azules cubiertas por una gasa de niebla. Este cuadro (fechado por la crítica en 1490) se le atribuye a Giovanni Antonio Boltraffio, quien a su vez lo habría realizado a partir de un dibujo original de Leonardo. La imaginería de Leonardo se encuentra aquí; en el tocado de la Virgen, por ejemplo: una tela que se enreda alrededor de su pelo formando una espiral a la altura de su oreja izquierda, muy similar al remolino que se observa en los dibujos preparatorios que Leonardo realizó para Leda y el cisne (1505 y 1515); los ojos de la Virgen se arroban en la contemplación del Niño, mientras que este nos observa, con el rabillo del ojo tendido a un lado, como hacen los niños que delatan, así de prematuramente, la sagacidad y la inocencia de su espíritu. Pero lo más típicamente leonardesco son las ventanas, a través de las cuales se insinúan las montañas azules, a lo lejos. Las montañas, en Leonardo, parecen hablar de eso, la presencia de una naturaleza sagrada que se yergue frente a nuestros ojos, y que pasamos de largo casi todo el tiempo. Una presencia que damos por sentada pero que está ahí, invitándonos, siquiera una sola vez, a perdernos en su seno.
El pecho desnudo de la Virgen, que el Niño sostiene con una de sus manos, la derecha, rima de una manera extraña con el monte y su consistencia rocosa, fálica. En la mayoría de las obras de Leonardo hay montañas, desde la Anunciación, el San Jerónimo y La última cena hasta la Santa Ana, la Virgen y el Niño y La Mona Lisa. Al fondo de cada uno de estos cuadros, las montañas esfuman sus contornos, y nos recuerdan la unión armónica de la figura con el todo.
Con frecuencia nos referimos al seno de la mujer como a su pecho: una protuberancia del cuerpo femenino distinguida por su turgencia y su jugosidad frutal. El seno es un símbolo de la apetencia, un fetiche del deseo masculino que remite, desde luego, a la infancia y a las primeras pulsiones sexuales del hombre en relación con la primera mujer, su madre. Sin embargo, en un sentido estricto, seno significa cavidad, hueco; y tal es el significado de esta palabra si lo remitimos al cuerpo en un sentido anatómico: los senos son huecos, lugares donde se aloja la conciencia del niño y donde se le protege de las amenazas que lo acechan.
El 25 de abril de 1483 Leonardo firma un contrato con los monjes de la congregación franciscana de la Inmaculada Concepción adscrita a la iglesia de San Francisco el Grande, en Milán, para realizar el panel central de un retablo. A lo largo de dos años, Leonardo se distrae de sus actividades como ingeniero militar en la corte de Ludovico el Moro para realizar una pintura que terminaría llamándose La Virgen de las rocas. En la primera versión (hay una segunda, en la National Gallery, fechada entre 1495 y 1499), María y el Niño Jesús aparecen rodeados de un curioso séquito: san Juan, también niño, y un ángel que ha sido identificado con Uriel, un mensajero andrógino que tiene la enigmática apariencia de una esfinge. Una de las peculiaridades de este cuadro de Leonardo, producto de una concentración y una especulación teológica que en la historia de la pintura solo podría compararse con cuadros suyos posteriores, como el estudio para La Virgen y el Niño con Santa Ana y San Juan Bautista o el San Juan el Bautista mismo, es que la escena representada no se encuentra en un paraje desierto, sino en el interior de una gruta. Esto es, en la entraña de una montaña.
En el inicio de la Divina comedia, Dante asciende la ladera de una montaña en compañía de Virgilio y la penetra para adentrarse en los círculos concéntricos del infierno. Entrar en la montaña es equivalente a penetrar en la superficie de la tierra y descender por sus cavidades intestinas. Así mismo, en el mundo mesoamericano, entrar en la montaña era penetrar en la superficie de la tierra y viajar a las regiones sagradas del inframundo. En esta pintura de Leonardo no estamos, pues, frente a la montaña difuminada por la niebla, sino en el corazón de la montaña misma.
El interior de la cueva donde se encuentran los actores de este tableau es húmedo y frío, y todo en él es una reminiscencia de los mitos primordiales, femeninos, donde la génesis deviene una confrontación de opuestos. Como la cavidad uterina, este interior es oscuro, húmedo, complejo. Leonardo, saliendo de los cánones de la representación de caracteres, ya había reflexionado sobre la Virgen y el Niño en proyectos tan ambiciosos como la Adoración de los magos, donde la Virgen, según la tradición, muestra a su hijo unigénito a los ojos del mundo. Sin embargo, La Virgen de las rocas, desde el punto de vista iconográfico y teológico, es uno de los cuadros de Leonardo más difíciles de interpretar; y uno de los más sorprendentes y logrados. Las palabras languidecen frente a un momento de adoración genuina, donde lo que reina es el silencio y la vocación del gesto. Adoración y reconocimiento, porque en este cuadro se trata también de identidades y jerarquías. Funciones que repercuten en el interior ignoto de una caverna, que tiene la función de acoger y dar forma, pero también de potenciar el símbolo y resaltar el carácter artificial de la imagen que estamos adorando –es decir, atestiguando con los ojos de la inteligencia; los ojos azorados del alma–. Como sucede con Duchamp en Étant donnés, Leonardo deconstruye nuestra posición como espectadores para convertirnos en voyeurs: intrusos que miran clandestinamente por el ojo de una cerradura dentro de lo clausurado y prohibido.
A san Juan, tan niño y tan desnudo como Jesús, lo definen las flores y las plantas que lo acompañan; algunas de ellas, que crecen entre sus piernas, parecen simular la piel de corzo que cubriría su cuerpo en la juventud. Tiene las manos unidas, en gesto de adoración, y está hincado sobre una de sus rodillas. Pero lo más sobresaliente de esta imagen es que se encuentra en un promontorio rocoso, situado, jerárquicamente, arriba del Niño Jesús. La mano derecha de la Virgen lo respalda, contrayendo la muñeca, el índice y el pulgar de manera muy parecida a la Virgen María que aparece en la Anunciación de 1475, impidiendo que la visita inesperada del ángel le haga perder la página del libro que está leyendo. La mirada de la Virgen, nublada bajo los párpados, no parece posarse en su hijo, sino en san Juan, y a pesar de ello, su mano izquierda está colocada encima de la cabeza de su hijo; el pulgar de su mano está totalmente estirado, y las falanges de sus demás dedos están contraídas, en un gesto que delata cierta tensión o energía. O cierta inmanencia entre una y otra cosa, la madre y el hijo. El ángel Uriel es una de las figuras más fascinantes de todo el conjunto. Su figura es una reminiscencia del mundo pagano, al que parece pertenecer no solo por la belleza andrógina de su cara (rizos, labios, nariz y ojos de mujer), sino por su aspecto de esfinge. El misterio de la pintura parece, pues, polarizado en la figura de Uriel, cuyo índice, como si fuera el letrero de una película muda, señala también a san Juan. Jesús está sentado sobre plantas y flores, a la orilla de un espejo de agua acotado por la roca. Y todo, en el interior de la gruta, parece repercutir en la humedad del recinto. Además de remitir al mundo genésico de la entraña femenina, el lugar oscuro, cerrado y húmedo de donde provienen todas las cosas, el agua y la presencia de Uriel nos remiten a la purificación y al bautismo. “En la iglesia de Osios Loukás, en Beocia –recuerda Elémire Zolla en su Una introducción a la alquimia– el fuego...