Ríos que cantan, árboles que lloran
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Ríos que cantan, árboles que lloran

Imágenes de la selva en la narrativa hispanoamericana

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Ríos que cantan, árboles que lloran

Imágenes de la selva en la narrativa hispanoamericana

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Información del libro

Los textos literarios se presentan como una ventana para explorar la dimensión ambiental de la condición humana; por ello, orientado a explorar varios temas clave del canon de las narrativas de la selva, este libro estudia sus imágenes y representaciones en novelas y cuentos hispanoamericanos del lapso 1905-2015, cuya acción se sitúa en la Amazonía —entorno selvático latinoamericano por excelencia—, pero también en la cuenca del Paraná, los bosques húmedos de América Central y otros entornos relevantes. Si bien la metodología privilegió las herramientas del ecocriticismo, la ecología política y la ética ambiental, se apoya igualmente en desarrollos recientes de la filosofía ecológica, la biogeografía de la selva tropical, la historia ambiental y la antropología cultural. Así, mediante este acercamiento pluridisciplinar, Ríos que cantan, árboles que lloran abre un escenario de diálogo fecundo entre la crítica literaria y otras áreas de las ciencias naturales, sociales y humanas, para proveer ideas y puntos de vista que contribuyen a la construcción de una relación distinta, simbiótica y no simplemente extractiva, entre las sociedades humanas y los ecosistemas naturales.

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Información

Año
2021
ISBN
9789587846492
Categoría
Ecología
Capítulo 1
Los ejes articuladores de la narrativa de la selva
Dos hilos conductores claves recorren las narrativas hispanoamericanas de la selva desde los textos de Horacio Quiroga y José Eustasio Rivera, publicados en las primeras décadas del siglo xx, hasta obras recientes como El país de la canela de William Ospina y El sueño del celta de Mario Vargas Llosa: uno es la revisión crítica de los imaginarios de la selva heredados de la época colonial; otro, quizá el más decisivo desde el punto de vista del horizonte de problemas de nuestra propia época, es la exploración del impacto ambiental y humano generado por las oleadas colonizadoras vividas en la selva durante los últimos ciento veinte años.
Los vínculos entre ambos hilos son estrechos. Si bien las expediciones de conquista de los españoles en los siglos xvi-xvii y los viajes de exploración científica de los naturalistas europeos de los siglos xviii-xix no condujeron a una ocupación efectiva y duradera de los territorios selváticos de América Latina (con la notable excepción de las misiones jesuíticas en la cuenca del Paraná), los imaginarios de la selva instaurados en esos siglos abonaron el terreno para la colonización mestiza más reciente. Inversamente, las sucesivas fases de colonización asociadas a la explotación cauchera, así como la deforestación intensiva de las últimas décadas, se apoyan una y otra vez en nociones cuyo origen colonial permanece más o menos velado pero que, precisamente gracias a la penumbra que las envuelve, ejercen su influencia de modo más efectivo. Las narrativas de la selva surgen en un escenario en el que la expresión literaria del destino de las selvas tropicales en el siglo xx implica una revisión crítica de la pesada herencia que lastra nuestras representaciones de lo selvático desde la época de la conquista.
El trasfondo histórico de la cuestión, sin embargo, se remonta mucho más atrás, ya que las narrativas de la selva no se limitan a pronunciarse en pro o en contra de las modalidades de ocupación del territorio puestas en marcha por los colonizadores europeos y mestizos, sino que replantean el debate sobre la legitimidad del proyecto civilizador que subyace a ellas. En rigor, cualquier aproximación adecuada al tema exige tomar en consideración una perspectiva de larga duración, ya que los cinco siglos transcurridos desde el arribo de los europeos a América son un lapso breve en relación con el zócalo profundo en el que hunde sus raíces la colonización en cuanto principio organizador de la civilización occidental. Recordemos que la palabra latina silva, de la cual se deriva «selva», no designa solamente las áreas cubiertas de bosques más o menos espesos, sino también y ante todo las fronteras de la civilización, la materia bruta, el exterior carente de forma sobre el cual avanza la actividad configuradora de la cultura (Harrison 1992: 27-28). Esta distinción entre un espacio interior domesticado por el trabajo humano y un espacio exterior en estado silvestre explica en parte por qué el asedio de los bosques y las selvas del mundo es uno de los factores más persistentes de la cultura occidental. Como lo documenta Williams (2006: 12-34), el uso del fuego por los grupos de cazadores-recolectores luego del final de la última glaciación marcó un punto de giro a partir del cual el avance de la civilización —tanto en Eurasia como en América— estuvo ligado a la deforestación de los bosques; el desarrollo de la agricultura durante la revolución neolítica intensificó esta tendencia al volver común el despeje de claros para el establecimiento de asentamientos humanos y campos de cultivo. Desde esta perspectiva, la colonización de las selvas tropicales en América Latina tiene que ser vista como uno de los últimos capítulos de una historia milenaria.1 Pero hay que verla también como el escenario de un enfrentamiento trágico entre las prácticas europeas de colonización y las de los pueblos nativos del continente, muchos de los cuales ocuparon durante siglos vastas áreas selváticas sin que sus actividades económicas y sociales causaran fenómenos de deforestación masiva o de extinción generalizada de especies como los que nos inquietan en la hora presente. En consecuencia, lejos de corresponder a fenómenos cuyo alcance sería meramente regional o local, los hechos de los cuales se ocupa la narrativa de la selva son parte de procesos históricos de largo aliento que, en el contexto de la globalización actual, plantean cuestiones relativas al choque de culturas, a la explotación de los ecosistemas locales y a las derivas climatológicas de la biosfera.
Las implicaciones del campo de problemas que así surge son enormes. En efecto, si el modelo civilizador occidental implica la ampliación progresiva de los espacios domésticos en detrimento de las zonas silvestres, entonces la meta final hacia la cual apunta todo el proceso consiste en la eliminación de estas últimas o, para ser más precisos, en la supresión de su componente silvestre, reputado como salvaje y refractario al orden de la racionalidad ilustrada. Las selvas tropicales serían hoy por hoy una de las últimas fronteras que haría falta someter para completar la domesticación de la superficie del planeta. De ahí la relevancia de las narrativas de la selva de cara al futuro: al explorar el carácter fronterizo de las selvas y su colapso inminente, estas obras abren la puerta para una reflexión detallada acerca del tipo de escenario biogeográfico en el que queremos vivir. No en vano uno de los rasgos que distingue la historia contemporánea de los países de América Latina radica en el hecho de que sus zonas silvestres están viviendo un proceso de deforestación por el cual los países europeos pasaron hace tiempo, mucho antes del surgimiento de una conciencia ecológica planetaria. La convergencia actual del capitalismo global, el desarrollo tecnológico y la mutación ambiental establece un marco inédito que aporta nuevos elementos de juicio para revisar si las formas actuales de colonización de la selva son un sendero inevitable o si, por el contrario, es posible implementar modelos alternativos viables.
El tema de la colonización en las narrativas de la selva ofrece así un punto de articulación entre los procesos históricos de largo plazo y los problemas acuciantes de nuestro propio tiempo. Las oleadas colonizadoras del pasado y las que ahora mismo se propagan por las selvas tropicales del continente se entreveran en el andamiaje narrativo de los textos, siguiendo patrones complejos y formando figuras cuya interpretación constituye un desafío apasionante para la crítica literaria. En un esfuerzo por hacerle justicia a esta complejidad, mi investigación examina el modo como las narrativas de la selva llevan a cabo una revisión crítica de los imaginarios heredados del pasado (a menudo para conjurarlos y rechazarlos, otras veces reforzándolos consciente o inconscientemente) y el modo como representan la situación de las selvas y sus avatares neocoloniales durante el último siglo (de lo cual se deriva un intrincado horizonte de riesgos y de posibilidades de cara al futuro). Enseguida presentaré con más detalle estos dos hilos conductores y prepararé así el terreno para el abordaje directo de los textos.
1.1. Los imaginarios coloniales de la selva
Uno de los hechos más llamativos a la hora de considerar la narrativa hispanoamericana de la selva es su extraordinaria vitalidad desde inicios del siglo xx hasta hoy, periodo que coincide aproximadamente con la época en la cual la explotación de las selvas tropicales, en general, y de la Amazonía en particular, ha alcanzado una intensidad sin precedentes. La convergencia de ambos hechos —el avance de la colonización, el auge de la narrativa de la selva— dista de ser casual. Contra lo que quizá podría suponerse, el estudio de la narrativa de la selva no nos enfrenta solo a un conjunto de obras que preservan las imágenes de un mundo abocado a la desaparición; existe además un vínculo estrecho entre los desafíos que plantea la apropiación física de la selva, cuya complejidad biológica y cultural los recién llegados casi siempre desconocen, y los que plantea la expresión literaria de una realidad tan apartada y distinta. La escritura de ficciones y crónicas ambientadas en las selvas tropicales de América Latina marca un contrapunto (a veces apologético, otras veces crítico, casi siempre ambiguo y fluctuante) con respecto al proceso de explotación de esos territorios. Pero los escritores rara vez se han limitado a dejar constancia de las formas de vida tradicionales que se desdibujan y de las nuevas que emergen poco a poco, a medida que la colonización avanza en las regiones selváticas; sus textos documentan también, de modo más o menos consciente, las dificultades para llevar a cabo ese trabajo sin sucumbir al influjo de los imaginarios que la civilización ha proyectado por siglos sobre la realidad selvática y que todavía hoy sirven como motor secreto de la empresa colonizadora.
Quizá el más duradero de ellos sea el que nos impulsa a concebir la selva como un paraíso natural. Esta noción se inscribe en el marco discursivo más amplio según el cual la naturaleza americana es paradisíaca, virginal. Ya los diarios de Colón contienen una serie de descripciones en las cuales el asombro del recién llegado ante la diversidad y esplendor de las islas del Caribe es menos el resultado de una constatación empírica que el fruto de la extrapolación de un antiguo imaginario europeo sobre la realidad de América. Como lo muestra Pastor (2008: 61-96), el cuadro de la naturaleza americana trazado por Colón sigue las pautas de una añeja tradición de representaciones según las cuales el Jardín del Edén es un lugar fértil, amplio y rico en recursos, con una vegetación y una fauna tan exuberantes como exóticas. Al darle cuerpo a este antiguo relato bíblico, América parece capaz de colmar a la vez las aspiraciones espirituales y materiales de los europeos: ella ofrece no solo un paraíso recobrado, sino también un territorio idóneo para la expansión de la civilización europea y un manantial inagotable de riquezas. Antes que hacer un recuento fiel y objetivo, Colón deforma la realidad recién hallada de varios modos: resaltando los rasgos que parecen confirmar sus expectativas de haber llegado a Asia y de haber encontrado regiones ricas en oro, especies y otros recursos; pasando por alto otros rasgos que, en cambio, no encajan con las imágenes que trae en su cabeza; proyectando sin cesar en los mares y en las islas del Caribe fantasías nacidas de sus lecturas, o bien de sus esperanzas y temores. Incluso la información que los pobladores nativos aportan acerca de las islas, Colón la reinterpreta para hacerla coincidir con los datos que ha leído en los libros de Marco Polo, Plinio el Viejo y otros autores, creyendo afianzar con ello sus proyectos de explotación económica y de establecimiento de nuevas rutas comerciales.
Se instala así un imaginario poblado de visiones edénicas, cuyo carácter mitificador había de tener un amplio desarrollo en el resto del continente (Slater 2002, Buarque de Holanda 1987). Las selvas no fueron la excepción. Las crónicas que relatan las primeras entradas de los europeos en la Amazonía —la de Orellana, narrada por fray Gaspar de Carvajal; la de Ursúa y Aguirre, narrada por Francisco Vásquez y otros cronistas; la de Pedro Texeira, narrada por Alonso de Rojas y fray Cristóbal de Acuña— fijan una serie de motivos en los que la supuesta abundancia de ciertos productos muy codiciados por los conquistadores —el oro, la plata, la canela— ocupa el primer plano, al lado de la profusa vegetación, las abundantes frutas, la magnitud pasmosa de los ríos (Pizarro 2011: 43-64). Profundizando la pauta fijada por Colón, los buscadores de El Dorado creen encontrar en las selvas de Suramérica figuras procedentes de la mitología griega antigua (las guerreras amazonas son el mejor ejemplo) o añejos personajes del bestiario medieval (como los ewaipanomas, seres acéfalos que, según la crónica publicada por sir Walter Raleigh a fines del siglo xvi, habitan en la frontera de las Guayanas con la cuenca del Orinoco y tienen los ojos en los hombros y la boca en el pecho2). Estas y otras referencias análogas, abundantes en las crónicas de Indias, consolidan la imagen de la selva como un mundo misterioso anclado en un pasado remoto, un ámbito aparte en el que la acción humana aún no ha dejado su huella.
La preeminencia de la naturaleza como eje de la representación gana un nuevo impulso durante la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix, gracias a los trabajos de viajeros europeos como Charles-Marie de La Condamine, Alexander von Humboldt, Robert Hermann Schomburgk y Alfred Russel Wallace, cuyos reportes alimentan otro imaginario muy extendido: el de la selva como territorio donde la mano del hombre brilla por su ausencia y los animales, las plantas y las fuerzas naturales dominan la escena. Especialmente influyentes fueron los escritos de Humboldt (1980), en cuyo caso el rigor científico del naturalista se funde con la percepción romántica del paisaje. De esta conjunción surge un enfoque para el cual el ser humano resulta insignificante ante la sublime grandeza de las montañas, los ríos, los bosques de América, aunque no por ello la naturaleza americana deja de representar una fuente potencial de recursos que vale la pena cartografiar y registrar con minucia. Este doble aspecto hace que la visión de Humboldt satisfaga a la vez, como anota Pratt (2008: 110), intereses diversos y aun opuestos: las potencias coloniales de la época saludan un discurso que describe América como mundo al margen de la historia, sobrecogedor en su gigantismo y su plenitud tropical, pe...

Índice

  1. Lista de fotografías
  2. Obertura
  3. Capítulo 1
  4. Capítulo 2
  5. Capítulo 3
  6. Capítulo 4
  7. Capítulo 5
  8. Capítulo 6
  9. Capítulo 7
  10. Capítulo 8
  11. Capítulo 9
  12. Epílogo
  13. Anexo 1
  14. Anexo 2
  15. Bibliografía