Aquello de la crianza que no debe cambiar
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Aquello de la crianza que no debe cambiar

Un libro para padres y docentes

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Aquello de la crianza que no debe cambiar

Un libro para padres y docentes

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Padres convertidos en extranjeros en la vida del hijo y maestros impotentes ante las dificultades que se les presentan a diario conforman el escenario de las nuevas consultas en nuestra práctica profesional. La vigencia del concepto de infancia surgido en la Edad Media, que hizo de la heteronominia la garantía máxima de cuidado y desarrollo, decae hoy bajo el peso de factores culturales que asumen un papel decisivo en la construcción de la nueva identidad infantil, como lo son las nuevas tecnologías, los medios de comunicación y la ley de mercado. El saber sobre el niño, que por décadas fue patrimonio de la familia y de la escuela, quedó devaluado arrasando con las certezas para el cuidado y del adulto que se espera formar. Este libro se propone analizar cómo impacta la nueva realidad social y cultural en la que crecen los chicos, fundamentando aquellos aspectos de la crianza y educación que no deben cambiar.

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Información

Año
2016
ISBN
9789876991230

1. La asimetría en el vínculo

La asimetría es necesaria en la construcción de la identidad

La siguiente viñeta fue extraída de una de las tantas consultas realizadas por padres jóvenes, preocupados y desconcertados.
“...Felipe fue siempre muy seguro. En la sala de parto el médico nos dijo: ¡lo que les espera con este niñito! este pibe se las trae, eh?...porque no hubo forma de dejarse cambiar por la enfermera, lo trajeron después de las primeras asistencias y mi suegra lo cambió y lo tuvo en brazos y recién ahí se calmó… a partir de ahí, siempre quiso que lo cambie su abuela, siempre nos indicó a nosotros lo que debíamos hacer… aún antes de hablar…”
Paradójicamente, la consulta fue realizada a partir de los intensos miedos de Felipe de 6 años a quedarse en la escuela, en cumpleaños y a dormir sólo en su cuarto, entre otras dificultades.1 (dibujo Felipe)
En este tipo de discurso, que es harto frecuente en estos tiempos, aparece una contradicción entre ese chico seguro y autosuficiente y su condición de miedoso. Es cierto que cuando un niño nace, se le atribuyen aspectos subjetivos que no son sino los deseos familiares, intentos de reconocerlo como parte del linaje, descubriendo rasgos identificatorios (es parecido a, llora como tal, le gusta tal cosa, etc.). Estas proyecciones de las fantasías parentales son indispensables, pues, sólo puede humanizarse y comenzar a identificarse con los de su especie a través de ellas. Los padres piensan al bebé como un sujeto y las investiduras amorosas que le otorgan son préstamos necesarios de los que el Yo infantil se irá apropiando a medida que se vaya construyendo. Es más, esos préstamos son condición necesaria para la formación del Yo, de la individualidad, hasta que en la adolescencia decida por sí mismo cuál de todos esos atributos lo identifican, cuáles siente parte de sí y de cuáles debe despojarse y cambiarlos por lo que dicen de él otras voces, otros modelos de identificación (los amigos, los docentes, los ídolos del deporte, la televisión o el rock).
Pero volviendo al comienzo, una cosa es el bagaje de percepciones y deseos que marcan el camino de la constitución de un sujeto y, otra, la atribución de voluntad y criterio propio.
Por cierto que ante la simple pregunta que apela a la lógica se cae el razonamiento. Basta preguntar:
“-¿usted cree que un recién nacido puede decidir quién ha de cambiarlo? (Silencio) Claro… no… no sé… sin embargo…”.
Existe una tendencia innatista, o creencia en el autoengendramiento, respecto del desarrollo de un niño. Algo así como que nacen desarrollados, dueños de sí, que llegan al mundo con una información que supera la del adulto. Esta creencia “inconsciente” (en el sentido de que se impone en la cabeza aunque la lógica la contradiga) conduce a grandes equívocos y confusiones que dan cuenta de una sensación de expropiación del hijo, por parte de ajenas influencias que los padres no terminan de descubrir, pero ante las cuales parecen someterse tristemente. Tal es así, que aquella concepción mencionada en la introducción respecto de la representación del niño feliz, de la infancia maravillosa, genera el sentimiento en muchos padres de que algo fallido en ellos provoca el llanto y/o la excitabilidad. Peor aún, no son pocas las veces en que, desde muy temprano, se teme la presencia de un cuadro patológico, cuando no se interpreta en escala un simple berrinche y se cae en la remanida frase “si nos maneja así ahora, cuando sea adolescente…”
De estos comentarios e interpretaciones de los adultos se deduce que la brecha adulto-niño está desdibujada. Que la asimetría en el vínculo en la que del lado del adulto está la experiencia, el psiquismo organizado en función de una lógica que permite la preservación de la vida en la cría humana y, lo más importante, su humanización, y del lado del niño está el vacío de referencias respecto de qué hacer con su irritabilidad, con sus impulsos incontrolables, con impotencia por no lograr que alguien grande le diga quién es y por qué le pasa lo que le pasa. Queda anulada, con lo cual se incrementa el terror de estar a solas, sin adultos que le garanticen el control de sus impulsos destructivos y que puedan significar darles sentido a todas y a cada una de las situaciones y circunstancias, del mundo interno y externo, que escapan a la comprensión de los chicos.

La asimetría permite la inclusión del sujeto en la cadena intergeneracional

La asimetría en el vínculo permite que un niño se sienta pensado como parte de una historia familiar que lo identifica, que le da pertenencia y de quien recibe la herencia de la narrativa que le es propia. La fractura o vacíos en la trasmisión del acervo cultural de cada novela familiar deja cabos sueltos en la red de identificaciones, lo que toma al sujeto inerme ante la búsqueda de sentido frente a la realidad. La herencia de legados familiares, las creencias, las costumbres, las posturas ideológicas, la modalidad de vínculos sociales y afectivos, el discurso, etc., nutren de referencias y enmarcan un holding indispensable en la constitución de un sujeto.
Más doloroso que la violencia, que el maltrato, que el odio lo es la indiferencia, no ser pensado por alguien. Y si se es niño requiere ser pensado por un adulto que lo quiera (dibujo Santi). Los chicos, particularmente los menores de seis años, le temen a su propia agresión, a su propia impulsividad y a los deseos de cometer acciones prohibidas por no poder controlarse. Cuando no existe garantía de vínculo asimétrico, el sentimiento es de desamparo, externo e interno. Los miedos se acrecientan y el desborde, el berrinche y/o la hiperkinesia se acentúan en búsqueda de referencia adulta.
La clínica con niños nos muestra sus fantasías de poseer sentimientos mórbidos, ominosos y malvados, con el consecuente terror de que las personas que los cuidan los descubran. Cuando les aclaramos que éstos son conocidos por los padres, los abuelos, los maestros, etc., porque los han vivenciado, porque ellos mismos han sido niños y ninguno está exento de experimentarlos, se tranquilizan al descansar en la larga historia intergeneracional de recursos para ordenarlos (Pedro)
Sin embargo, hoy es frecuente escuchar relatos de impotencia ante estos naturales desbordes infantiles. Los discursos detentan más una representación de dos fuerzas en pugna (veremos quién gana) que la de un “portavoz” de experiencias, sapiencias y palabras que den respuestas a la propia incógnita del chico respecto de lo que le pasa. Si analizamos el crecimiento de un niño, exento de situaciones dolorosas o traumáticas evitables, esto es, muerte de los padres, sufrimiento por enfermedad o privación de alguna necesidad vital, nos vamos a encontrar con que los primeros cinco años de vida son los que más frustraciones, pérdidas y desilusiones encierran, si se pretende que se desarrolle su individualidad, independencia, seguridad personal, socialización y éxito escolar. En los primeros cinco años de vida, existen frustraciones indispensables para la formación del Yo, del Sí mismo y la aceptación (resignación) de la incorporación de nuevos objetos de placer y de nuevos vínculos que sustituyan el cuerpo primero y más preciado que es el de la madre.
Sólo la certeza de que estos sufrimientos precoces son necesarios, permitirán al adulto la firmeza necesaria para la quita de placeres primarios (tetas, chupetes, mamaderas, papillas, variedad de alimentos, cuarto independiente al de los padres, etc.), que deberán ser dolorosamente sustituidos por otros valorados culturalmente, no sólo para hacer posible la socialización, aceptación de nuevos aprendizajes (particularmente los escolares), sino para ampliar la producción simbólica, desarrollar la inteligencia y el pensamiento e incrementar la fantasía y la creatividad. Un bebe que no llora, un niño pequeño que no se enoja y que no se opone carece de deseo e interés por lo que le rodea: es preocupante.
Actualmente, estos conceptos universales en la crianza de un niño entran en contradicción con dos construcciones culturales enunciadas anteriormente, que desvirtúan la necesidad de asimetría en el vínculo y que son la creencia en la felicidad como inherente a la infancia y el derecho del adulto a contradecirla. La postura de los autores citados en la introducción, respecto de que hoy la infancia no está delimitada como momento de tránsito hacia la adultez y que, por lo tanto, las pautas de crianza no están pensadas en función del adulto que se espera formar, dan cuenta de las contradicciones inherentes a las representaciones que hoy los padres y maestros tienen de la misma.2
Los autores citados acuerdan que la concepción actual de la niñez es aquella que le impone el efecto de la posmodernidad, y se preguntan si continúan siendo la escuela y la familia quienes tienen a su cargo de manera exhaustiva la constitución de subjetividad en la infancia actual, poniendo en duda la existencia misma de lo que la Modernidad llamó Infancia.3 Al respecto, Lewkowicz y Corea plantean que la articulación entre el Estado y las instituciones protectoras de la infancia y creadoras de un discurso de saber sobre su crianza y el perfil de sujeto que se pretende formar ha desaparecido y ese lugar, explican, ha sido ocupado por los mass media.4
Parten de la premisa cultural actual que dice “Lo que no está en la tele no existe, si no estás en la imagen no existís”. Consideran que el discurso mediático refiere a la crisis de las instituciones ante los cambios generales en la sociedad, en ese sentido también cambia la infancia. Postulan que los medios tienen un régimen totalizador, bajo el imperativo hay que, y que es imposible constituirse en sujeto social sin ser partícipe de la actualidad mediática. La prevención, dispositivos que intervienen sobre la familia y la comunidad, está a cargo de los medios de comunicación con formatos de paneles, consejos y opiniones de especialistas. Con lo cual, la diferencia que estableció la Modernidad entre el padre y el hijo, como resultante del discurso cívico, queda abolida en el discurso mediático bajo la figura del consumidor. Hipotetizan entonces el agotamiento de la infancia, por cuanto fracasan las instituciones de asistencia a la niñez. Desde este punto de vista, el concepto de niño es construido por el discurso mediático y para ello, los autores proponen observar la imagen de niño que muestra la tanda publicitaria. Lo que muestra la tanda publicitaria es un niño modelo, un niño consumidor y en él, los atributos tradicionales de la infancia están ausentes. Dichos atributos ya no vienen del discurso cívico sino de los medios, los medios interpelan a la familia y a la escuela, convirtiendo al niño hijo/alumno, futuro ciudadano, en cliente consumidor.
Compartiremos con los lectores, algunas de las conclusiones de una investigación realizada en el Instituto Gino Germani, UBA, dirigida por Viviana Minzi, autora de un interesante artículo llamado “Los chicos según la publicidad5. Según la autora, las tandas publicitarias muestran un niño autónomo y con cierto poder en el mundo adulto, en detrimento del párvulo tierno u obediente.
La lógica de “negocio” convive con las nociones de “menor”, “alumno”, “ciudadano”, “hijo” o “feligrés” apuntalados desde el derecho, la pedagogía, la política, la filiación parental o religiosa. Su tesis sostiene que la publicidad apunta al mito de la construcción de la “vida feliz y bella” en detrimento del sentido de realidad. Mundo feliz en el que los niños siempre ríen y juegan. Ese “mundo feliz” está situado en un escenario exento de realidad témporo-espacial. Se construye un contexto que incrementa el deseo del niño de adquirir lo que no tiene y ser como esos chicos que se divierten. Dicho contexto anula las diferencias y la posibilidad de identificación, ya que ser como los niños de la tele es imposible. La publicidad interviene sobre el modo de juego, obturando la posibilidad creativa y la construcción de un relato, “instruyendo” al niño respecto de cómo jugar. O sea que el sentido, la significación del juego (eje principal de la función lúdica), se la da el anuncio televisivo. La publicidad crea un mundo en el que el niño es soberano. Mientras la familia, la escuela y el Estado piensan la niñez como estado de tránsit...

Índice

  1. Agradecimientos
  2. Presentación
  3. Introducción
  4. 1. La asimetría en el vínculo
  5. 2. El control de esfínteres como proceso de individuación personal y surgimiento de sentimientos éticos
  6. 3. La prohibición del incesto y su significación simbólica para el desarrollo de la sociabilidad
  7. 4. La función social de la escuela
  8. Lo que dicen los chicos
  9. Un final alentador
  10. Bibliografía general