Ideas periódicas
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¿Hay límites para la libertad de expresión? ¿De qué hablamos cuando hablamos de moral? ¿Es importante la religión en la sociedad actual? ¿Existen razones para proteger al embrión? ¿Es cierto que el estado es enemigo de la libertad? ¿Por qué hay que ocuparse de los pueblos originarios? ¿Tiene límites la no discriminación? ¿Cuál es el sentido de los derechos humanos y por qué son fundamentales? Sobre estas y otras inquietudes, que abundan en la discusión pública chilena, reflexiona el reconocido columnista de El Mercurio Carlos Peña, intentando esclarecer algunos de los problemas que aquejan al Chile de hoy. Ensayos escritos en un lenguaje simple, pero no menos profundo, que le ayudarán a comprender dilemas éticos, morales, religiosos, políticos y sociales. Ofreciéndole además la argumentación necesaria para dialogar de manera constructiva y tomar decisiones al respecto. En momentos en que la inmediatez de las redes sociales y la desesperada búsqueda del aplauso fácil parecen orientar el actuar de la mayoría, este libro intenta contribuir a que la reflexión no abandone del todo la esfera pública. Advertencias agudas sobre temas contingentes -propias de la pluma de su autor- que, sin duda, serán todo un deleite intelectual para los lectores.

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POLÍTICA Y LIBERTAD
Hoy día suele creerse que la libertad es enemiga del estado y de las instituciones. Y que entonces debe haber menos estado y menos reglas para que haya más libertad. Este punto de vista es un error. Quien se queja de las reglas diciendo que recortan la libertad es como la paloma de Kant que se quejaba de que el aire le impedía volar.
El problema de las relaciones entre la política y la libertad es muy antiguo; pero hay que volver sobre él porque hay ocasiones, como la que parece estar ocurriendo actualmente, en que se extiende, sin mayor reflexión, la idea que la libertad es un rival del estado y que lo único que parecemos necesitar para disponer de más libertad es que el estado se achique y se arrincone.
Esta posición conforme a la cual el estado es necesariamente un rival de la libertad es una opinión errónea y se encuentra a la base de lo que pudiéramos denominar un liberalismo ingenuo. Podemos llamar así —liberales ingenuos— a quienes piensan que los seres humanos son naturalmente libres, que tienen libertad así como tienen pelo o piel, y que cuando se asocian con otros, o cuando fundan el estado, la libertad se recorta o se achica. La libertad sería una condición natural y las instituciones no, de manera que cuando estas últimas aparecen la primera se ve restringida.
Al revés de lo que sugiere ese liberalismo más o menos ingenuo, hay muy buenas razones para sostener que la libertad es también un fruto de la política y del estado y para pensar que cuando desprestigiamos a estos dos últimos, acabamos perjudicando y estropeando a la propia libertad.
¿Cómo han sido presentadas habitualmente las relaciones entre la política, por una parte, y la libertad, por la otra?
Quizá el punto de vista más famoso en torno a las relaciones entre el poder y su gestión, por un lado, y la libertad personal, por el otro, se origine durante el siglo XVII, al publicarse el Leviatán de Hobbes y trabarse una disputa con la obra posterior de James Harrington (a este último debemos algunas de las ideas que hoy se conocen como republicanismo). En esa obra, Hobbes sugirió que entre la libertad y el poder del estado o de la comunidad política existen relaciones, a fin de cuentas, rivales. Si una de esas esferas se acrecienta, la otra disminuye, dijo este autor. Allí donde la ley, que es expresión de la voluntad estatal, calla o guarda silencio, explicó, la libertad se ensancha más que nunca, y si, por el contrario, la ley habla más de la cuenta, los seres humanos vemos disminuida nuestra libertad. En suma, entre el poder del estado y la libertad hay relaciones, dijo Hobbes, encontradas, relaciones de esas que suelen llamarse de suma cero: cada uno de ellos crece a costa del otro.
Ese concepto de libertad de Hobbes es el que inspira algunas de las ideas del que tal vez sea el ensayo más popular de filosofía política del siglo XX. Me refiero, claro está, a Dos conceptos de libertad (1958) de Isaiah Berlin.
El problema de la libertad, dijo Berlin, supone dar respuesta a dos preguntas distintas. Una cosa es preguntarse por cuál es el ámbito en el que yo puedo actuar sin obstáculos o, como prefiere el propio Berlin, una cosa es preguntar por cuántas puertas tengo abiertas ante mí, y otra cosa distinta es la pregunta relativa a quién manda, quién gobierna, o, como el mismo prefiere, quién hace la ley. Se trata de preguntas distintas que poseen respuestas también distintas. Frente a la pregunta acerca de cuántas puertas tengo abiertas ante mí o cuántos obstáculos me impiden actuar, yo puedo responder que hay pocos y decir así, entonces, que tengo libertad. En cambio, y al mismo tiempo, frente a la pregunta quién gobierna o quién tiene el control, yo podría decir que el control está en manos de otros y no en cambio en mis manos, y concluir, esta vez, que carezco de libertad. Otra forma de presentar la distinción es preguntarse quién hace la ley y a qué me obliga: participar en la producción de la ley es tener libertad positiva; que nos obligue a poco o a nada significa que tenemos libertad negativa.
En suma, concluyó Berlin, usted puede ser libre en uno de esos sentidos; pero no en los dos.
La primera pregunta, dijo este autor, se refiere a la libertad negativa, es decir a la carencia de coacción. Usted es más libre en sentido negativo, en tanto menos coaccionado se vea a hacer lo que no quiere o desea. Es cierto —dijo Berlin— que la coacción por parte de los demás no es el único obstáculo que encontramos en la vida para hacer lo que queremos, pero, observó, no tiene mucho sentido llamar falta de libertad a lo que es, por ejemplo, pobreza. Si a usted se le cierran las puertas por falta de recursos, usted es pobre. Si se le impide hacer su voluntad mediante la coacción, usted no es libre, insistió.
La segunda pregunta, en cambio, se refiere a la libertad positiva, es decir a la posibilidad que se le reconoce a usted de participar en las decisiones que le atingen y de tener, en la máxima medida posible, el control de sus actos.
Entre ambas libertades, dijo Berlin, la primera, es decir la libertad negativa, es más sana y preferible.
La prosecución de la libertad positiva —es decir, la pretensión de que cada uno sea el dueño pleno de los propios actos— no solo es confusa, dijo este autor, sino que ha estado en el origen de muchas calamidades. La idea que usted es libre, si es dueño de sus actos, si está al mando de su conducta, puede deslizarse fácilmente, pensó Berlin, hacia un malentendido. El malentendido consistiría en creer que uno es dueño de sus actos no cuando hace lo que decide, sino solo cuando decide de una cierta manera, por ejemplo, cuando al momento de decidir considera los intereses de clase, o el género o la etnia, o la identidad colectiva. Así alguien podría decir, como de hecho se ha dicho, que para estar al mando y ser libre positivamente se requiere no estar alienado, ajeno e ignorante de los propios intereses objetivos.
Quienes han empujado a los demás hacia la lucha por la libertad positiva, sugiere Berlin, se han sentido tentados a sostener entonces que la verdadera libertad positiva, la vida bajo control, se verifica cuando el individuo decide hacer lo correcto —lo que es correcto para la colectividad a la que pertenece o la ideología a la que declaró adherir— y no cuando hace lo que desea o lo que simplemente prefiere luego de reflexionarlo. De esta manera la llamada libertad positiva ha acabado por proveer pretextos para maltratar y coaccionar a las personas. Las mayorías que sobre la base de una amplia participación acaban negando los derechos de las minorías; los partidos que se convencen a sí mismos que conocen mejor que el resto de los seres humanos cuáles son sus mejores intereses, hasta acabar aplastándolos y tratándolos como cosas, son ejemplos de cuán perniciosa, dice Berlin, puede ser la libertad en sentido positivo. Ella es atractiva, es cierto. Todos queremos ser dueños de nuestra vida y nuestro destino y no sentir que somos objeto de una voluntad ajena a la nuestra o de designios que no logramos controlar. Pero la prosecución de ese ideal acaba, constata Berlin, en conclusiones inaceptables: basta que alguien sostenga que usted está enajenado y que no conoce sus verdaderos intereses, para que se sienta tentado a educarlo para que sea libre, para obligarlo paradójicamente a ser libre y logre tener el control de sí mismo. Hay una serie de distinciones, observó Berlin, que acaban teniendo ese uso: verdadera y falsa conciencia, intereses verdaderos e intereses falsos, libertades formales y libertades reales y, así. Todas esas distinciones —la búsqueda de la verdadera conciencia, de los verdaderos intereses— acaban sofocando y ahogando en un marasmo una libertad más modesta y más posible: la libertad negativa, la situación en la que usted o yo, al margen de las penurias que podamos padecer, no estamos sometidos a la coacción, es decir, a la fuerza proveniente de otros seres humanos.
Así, pues, hay una cierta línea de continuidad entre lo que sugirió Hobbes y lo que sugirió Berlin: la libertad más propia y la más al alcance de la mano sería la libertad negativa.
Por supuesto, Thomas Hobbes y Isaiah Berlin (y antes que este Benjamin Constant) no están solos en este planteamiento.
Otro autor, un economista austríaco que inflamó la imaginación de parte de la derecha durante la segunda mitad del siglo XX defendió también la primacía de la libertad negativa. Una cosa, dijo Friedrich Hayek, es preguntarse por cómo se designa a quién gobierna y otra cosa distinta, agregó, es preguntarse por los límites del gobierno. La primera pregunta no es acerca de la libertad, sino acerca de las formas de gobierno. En efecto, frente a la pregunta quién gobierna, usted puede responder «la mayoría» en cuyo caso estará identificando como forma de gobierno a la democracia. Pero una vez que usted ha formulado esa respuesta, está todavía pendiente la pregunta por la libertad que es una pregunta relativa no al origen del gobierno, sino una pregunta por sus límites, de donde se sigue, sostuvo Hayek, que la democracia no siempre provee libertad y la libertad no siempre está ahogada cuando falta la democracia. (Ese punto de vista le costó caro a Hayek. Después de visitar Chile durante la dictadura declaró en Londres que en el Chile de entonces había más libertad que en la época de la Unidad Popular. Como se ve, fue coherente: desde su punto de vista del hecho que no gobernara la mayoría no se seguía que había menos libertad).
Todos estos autores tienen, por supuesto, matices y diferencias que un análisis cuidadoso y analítico obligaría a identificar con cuidado; pero no es difícil advertir que todos ellos convienen en al menos una cosa: la libertad posee relaciones rivales con la comunidad política y con el estado. Todos ellos pensaron que usted era más libre en tanto estaba menos sometido a la coacción por parte de un tercero, pensaron que la modalidad que revestía el poder estatal —si democracia o alguna otra forma de gobierno— era independiente en principio del grado de libertad de que usted gozaba. Todos ellos creyeron, en suma, que la gestión del estado no tenía mucho que ver con la libertad. Lo verdaderamente relevante, creyeron, era la cantidad de estado que existía o, lo que es lo mismo, la cantidad de coacción a la que cada uno de nosotros estaba sometido. Es como si estos autores creyeran que la libertad fuera una playa, y el poder del estado una ola gigantesca que de pronto la cubriera y la borrara. La playa de la libertad quedaría al descubierto cuando el mar del estado y del poder se retirasen.
Esa visión de la libertad —como un don natural que usted recupera cuando removemos los obstáculos del poder estatal— calza como un guante con otras visiones, surgidas también en el siglo XVII, la más importante de las cuales es la de John Locke.
Locke es muy importante por varias razones; pero por, sobre todo, lo es porque con él principia a instalarse un modo de concebir la sociabilidad humana que, como digo, calza como un guante con esa descripción de la libertad que comenzó a expandirse en el siglo XVII.
Con Locke principia a adquirir hegemonía una forma de concebir la sociabilidad humana sobre la base del intercambio. En el lenguaje de hoy, con Locke habría comenzado la «comoditización» de la vida.
Locke sugiere que a la base de la condición humana se encuentra el trabajo (algo con lo que, más tarde, Marx se muestra plenamente de acuerdo) y que, por lo mismo, la ...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Portadilla
  4. Índice
  5. Prólogo
  6. Esfera pública y expresión
  7. Religión y moral
  8. Modernidad y modernización
  9. Pluralidad y libertad
  10. Humanismo y lectura
  11. Epílogo