Estados alterados
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Estados alterados

  1. 120 páginas
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Estados alterados

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Índice
Citas

Información del libro

En Estados alterados Fogwill repasa temas y problemas que lo obsesionaron en su carrera de escritor: la emergencia democrática como última etapa del llamado proceso de reorganización nacional, el lugar del arte y la literatura, las nuevas escrituras. Es, repite una y otra vez el autor, un ensayo sobre literatura. El texto es la última gran intervención de Fogwill y fue escrito a pedido de la revista El Porteño, en el año 2000, pero nunca llegó a publicarse.Esta edición se acompaña con un prólogo de Silvia Schwarzböck en el que da cuenta de la obra del Fogwill ensayista y ubica lúcidamente su producción en el campo del pensamiento argentino.

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Información

Editorial
Blatt & Ríos
Año
2021
ISBN
9789878473154
Edición
1
Categoría
Literatura

Estados alterados

Levinas hace bis1
Y no se lo escuché a un turco. Lo destaco, porque estas son páginas sobre literatura. Y porque si lo hubiera escuchado no lo repetiría por ahí. Sobran historias con comisarios y Levinas y turcos, episodios en los que la prudencia aconseja no intervenir.
Aunque sobre evidencia de que jamás nadie vaya a montar un Nüremberg o una CONADEP para juzgar a los que en los setenta cedieron a la presión ambiente que impulsaba a corear una marchita ajena, ni a mediados de los ochenta marchaban consternados manifestando que recién en ese momento se enteraban de lo que estuvo pasando, siempre hay culpas, para quien las carga cada minuto se siente como el último del jolgorio, o como el primero del velorio sin muertos, donde un solo deudo, Él, debe velar los restos de una humanidad que ha muerto para Él, aunque siga vivito y coleando en Pinamar, Cuba o Piriápolis y en los ensayos de murga de la plaza vecina, que era su plaza y ahora no es más de nadie, también muerta.
Todo esto dicho, sin intención de desacreditar a la narrativa histórica, a los que cedieron a la presión de una industria editorial sedienta de nuevos productos del rubro.
Hacen así: llaman, te dan un librito de historia o un mazo de fotocopias de un librito de historia, y mirando, ves que han subrayado a un malo que tuvo su corazón bueno, o a un bueno de quien se puede ventilar alguna agachada, o a una mujer.
Y te ofrecen una miseria de dinero, unas ruedas de prensa y la fama que puedas conseguir, a cambio de que les armes una novela histórica.
Por ejemplo, hace un par de años Sudamericana mandó a hacer una y entre los datos históricos se le traspapelaron personajes de otra novela histórica, fundando así un nuevo género de ficción, el plagio histórico, ficción histérica que invade librerías y trepa en la lista de best-sellers. O muere en un despacho judicial, porque hay gente chapada a la antigua que se indigna cuando alguien que no es el Estado ni una empresa de servicios recién privatizada avasalla el derecho de propiedad.
Por ejemplo, viendo que una novela histórica sobre el siglo XIX incluía un esclavo, dos domadores y la letra de una vidalita, creación intelectual de autor del siglo XX, sus herederos iniciaron una querella, que, por azar, cayó bajo la competencia de un juzgado dispuesto a hacer justicia, sin contemplar que los imputados por la comisión del flagrante delito eran la poderosa Editorial Atlántida, en connivencia con la Sra. Celia Lucas Casado, casada con un number one, el poderoso Señor Cinco. Ahora ya todo consta en fojas, y se ha vuelto un documento histórico que el futuro encontrará buscando el caso de la familia Gianello contra Chuny de Anzorreguy.2
Cabezas de Turco
Mirar, palpar, reflexionar e intentar comprender hasta entender. Hasta librarse de las más ínfimas y últimas dudas para ceder al sentimiento de que se ha entendido. Es decir, hasta sentir que la casa está en orden.
Y hasta lograrlo, perseverar perversamente en la rutina de intentarlo. Y en el camino, desensillar hasta que aclare, pero no soltar el caballo. Quietos, los dos, el hombre y su bestia, aguardando la luz y al resguardo del riesgo de rodar en una vizcachera y terminar, no se sabe bien cómo, en un zanjón. Y a no quedarse todo el tiempo dando las mismas vueltas alrededor del mismo punto. Y sin saber, ni ver y sin comerla ni beberla. Ir como turco en la neblina. Justo en el medio del único país, donde los árabes son llamados genéricamente “turcos”. Cierto es que los árabes prefieren tomar el café a la turca. Pero también es cierto que… ¡en Siria toman mate!
Sin convidar, de a uno, pero en un mate y con bombilla. Parece milagro encontrar una bombilla en Siria. Rarísimo ver eso: en la vereda, el “turco” sirio, con sus tres minas propias, ellas, ahora sin velos, y sin mostrar ni el menor indicio de celos.
Y los cuatro ahí mateando, matando el tiempo en un milagroso atardecer sin nubarrones ni misiles.
Y cada cual con su propia bombilla, en el atardecer, cuatro chupando, pero de noche, sólo uno bombeando, y por ahora, nadie bombardeando.
Esto no es un mensaje en clave: es un escrito sobre literatura. Temas de la literatura: dispersión, intertexto/géneros de la ficción / caída del muro y a no olvidarse de Yabrán ni de las Madelaine de Proust, que, como las Criollitas –sopadas– y las minas del turco Saer, tienen muchísimo que ver: al final, se ablandan. Como turco en la picana. Como autor que salió en la lista de best-sellers y se la cree.
Nuevamente: estas son frases sobre literatura y su transcripción completa es penada por una ley que ni el autor ni el editor invocarán. Citas parciales desvirtúan todo: desde el sentido de las frases, hasta el efecto de cualquier palabra o letra, y hasta la ínfima conjunción “y” y el escueto sonido del fonema “y” que aparece en la interlocución “¿Y…?” y en las articulaciones “yo” y “Yabrán”.
Pero siempre te citan. Y uno va, y uno allí, como aquí, convidado de piedra, tratando de entender y sin poder, y viendo que no aclara, mira y sin ver y sin montar, avanza igual a pata como turco en la neblina.
Hacia lo que temíamos. Pero sin nada de lo que teníamos.
Lo Que Temíamos
Está escrito en una edición El Porteño de 1984. Ahí, preocupado ante la aparición de un presidente que recitaba de memoria el preámbulo de la Constitución de 1853, cometí el error de escribir que esa segunda etapa del Proceso de Reorganización Nacional parecía comprometerse a reeditar la movida de los próceres de la segunda mitad del siglo XIX. Estos también, calculé, van a mandarse su Campaña del Desierto y lo Único que falta saber –escribí– es quiénes serán los indios.
Y se vio: llegada a feliz término la tercera etapa del Proceso de Reorganización, que piloteó el piloto civil Menem, los técnicos del INDEC identifican un tercio de la población de estas Provincias Unidas del Merdosur, habitando las tolderías que ellos refieren con la sigla NBI, y que demógrafos con veleidades literarias llaman “bolsones de extrema pobreza”.
Caminando por Palermo, Don Bosco, City Bell, Goya o Floresta, se identifican sin tanta encuesta, sigla y metáforas, confirmado que a los de los bolsones consiguieron hacerlos bolsa sin disparar un solo Remington.
Ni a los bolita ni a los coreanos les disparan. Si se propasan sí. A los ladrones también sí. A los presos que se amotinan a protestar y de paso salir una quincena para afanar de nuevo, también les tiran, y es un deber ciudadano hacerlo. Al que engatusado por un pelado delirante toma un cuartel, también le tiran, y más si pierde y comete el error de salir apuntando al cielo con una bandera blanca.
La evidencia que indica que ahora se tira mucho menos que hace cien años no acusa a Roca y a sus hombres de Remington de falta alguna de derechos humanos: la misma idea de humanidad es relativa y está históricamente condicionada, y hay que ponerse en el lugar de esa avanzada de la civilización, compuesta en su mayoría por hijos de familias urbanas, bien asentadas, que debieron cumplir Órdenes constitucionales en desierto hostil, encandilados por el sol, asolados por las bestias, embestidos por sus propios caballos de carga, cargados de pesar por meses de aislamiento, más las inclemencias del calor, el frío, la lluvia y la sequía, que muchas veces se desencadenaron sobre ellos simultáneamente, y sin dar tiempo a adoptar las previsiones que contempla el reglamento de campaña. Esto quedó probado en numerosos testimonios de oficiales, y de personal civil agregado a la tropa, y certificado por el cuerpo de meteorólogos, topógrafos, telegrafistas convocados ad hoc. Hoc: no es ocioso volver a la memoria que todo ocurrió en una época privada de alumbrado público, como es de suyo, también carente de televisión, y en un medio étnico y sociopolítico en el que aún no se había desarrollado una clase media capaz de dar empleo doméstico a las mujeres de esos embolsados con plumas, ni un magisterio oficial en disponibilidad para contener y mantener a raya a esos emergentes del humus y la gleba, creando los indispensables conceptos y prejuicios que, en condiciones ideales, un pampa siempre termina por creerse, aunque monte mejor, tenga una puntería impresionante con las boleadoras, y sea, según se ha podido demostrar, una buena persona.
Hemos avanzado mucho, pero queda mucho por recorrer en el campo de los prejuicios humanos. En ciertos rubros, estamos peor que en tiempos de Yrigoyen, cuando cualquier paramilitar reclutado por el radical Carlés, en el momento de tirar contra la multitud, discriminaba por instinto inocuos argentinos y gallegos, para apuntar directamente a los judíos y catalanes. Los más peligrosos, por más amotinados, adoctrinados, por incurables, por peores.
Lo mismo habría que obtener para la literatura, que es el objeto de estas páginas: mano de obra intelectual capacitada para obrar por instinto. Dotada de un sistema de prejuicios eficaz. Gente dispuesta a moverse colectivamente sola. Como verdaderos samuráis, pero sin tanta aparatosidad y griteríos. Maradonas, pero con menos predisposición a engordar y sin Coppolas.
Si se tiene eso, el resto se consigue en un abrir y cerrar de ojos.
Maneras de Escupir
Habría que afinar los prejuicios. Perfeccionar las supersticiones. Exagerar los tics. Imitar lo indebido. Un escritor notable, que también escribió sobre estética, y justamente, definió al gusto literario como supersticiosa Ética, en su relato “Hombre de la esquina rosada”, figura la emulación con el indicio de que “los chicos le copiábamos hasta la manera de escupir”.
Eso, lo bueno de la literatura. Lo malo no aparece en el cuento: quedó escondido bajo ese “hasta”, que engloba tanto, –todo–, que hace pensar que ninguno de esos copiones llegaría a ocupar el lugar del jefe.
Sólo un supersticioso, engañado por la creencia de que la magia del poder procede de un modo de escupir, puede armarse de la distinción indispensable para estar en carrera. Por ejemplo, Arturo Carrera, uno de los mayores poetas de la segunda mitad del siglo, que tienta a calificarlo como el mejor.
Me tocó presentar su libro La partera canta justo en un negocio de San Telmo que Miguel Briante, a pala y pico, había convertido en loft villero, para vivir ahí, hasta que fue invadido por la redacción del EP. Esa vez –sería por 1982– hablé de todo lo que era y lo que prometía el libro de alguien tan cercano a Sarduy, Lamborghini y Girri, que a pesar de tanta reverencia, influencia y veneración, por léxico y temática, por técnica y referencias ideológicas, nadie reportaría a esa constelación de tres. El poema convenció a los pocos que ya por entonces admirarían cualquier texto que presentara su autor y hubo que esperar la aparición de Arturo y Yo y nadie dudó del lugar de Carrera en la poesía de lengua española.
Se trata de literatura, de modo que en el párrafo anterior, “pocos” debe interpretarse como un conjunto no mayor de una veintena, y “todos”, como el conjunto mayor, que debe andar por los tres mil, entre quienes menos de un tercio está dispuesto a leer poesía, y no más de un décimo está capacitado para juzgarla con un mínimo de criterio.
Pura mentira: “nadie dudó” es una exageración. Por aquellos años, Pablo Ananía –otro que es uno de los mayores poetas argentinos–, no conseguía explicarse mi devoción por Carrera, ni tenía paciencia para atender explicaciones. Ananía acaba de publicar su quinto o sexto libro. Como Héctor Viel, otro de los mayores poetas argentinos, nunca tributó a los sellos de goma que se alquilan para simular el respaldo de una Casa Editora, ni distribuyó sus libros. Al último apenas lo anunció por e-mail, pero nunca cumplió la promesa de enviarlo por OCA, ni accedió al pedido de que la cortase de una vez con ocas y papeluchos y lo attachiase a un “Emilio” que ni necesitaba escribir: clic-copi-peist y a otra cosa mariposa.
Es de los que no quieren aceptar que la poesía tiene tan poco que ver con el papel como con las presentaciones de libros y las letras del Indio Solari.
Es cierto que sobran pruebas de que las pantallas tienen un efecto neurológico que en determinadas circunstancias pueden afectar la autonomía del expuesto a ciertas frecuencias de barrido, o refresh. Y hay pruebas de que mientras Internet idiotiza tanto o más que la tele, el correo electrónico, con la promesa de vincular y comunicar, incomunica, por cuanto los integrados virtualmente no saben si recurren a la electrónica para comunicarse, o si se comunican para usar la electrónica y de ese modo, cumplir con las condiciones de usuario de computadora, que dan por supuesto los vendedores de equipos de programas. Comprado para acceder a los lugares de supuesto descanso. Es algo bien sabido por los fabricantes de automóvil, y por consejeros matrimoniales: las cosas útiles suelen usarse menos por necesidad, que para sentir amortizado el costo de tenerlos. No sólo la señora; la filmadora, la licuadora, la amante, la lancha la quinta, el cuarto de huéspedes, los libros.
Corrigiendo
Así son los prejucios. Sea en poesía, genética o física teórica, las instituciones siguen obedeciendo la ley de hierro que las condena a privilegiar su propia reproducción y la del gallinero que promete a todos el carácter transitivo de la verticalidad. En cambio entre los creadores, sigue vigente como condición indispensable, atender al precepto del Don Pi...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Índice
  4. Materialismo despiadado
  5. Estados alterados
  6. Sobre el autor
  7. Créditos