Jean
Con los bolsillos traseros llenos de lentejuelas. Así es el jean que quiere. Lentejuelas pegadas a mano, distribuidas sobre cada bolsillo de una forma que parece completamente azarosa pero que con seguridad es planificada porque el efecto es encantador y mágico. Pequeños brillos dispersos aquí y allá sobre el fondo azul noche del denim oscuro recién salido de la industria, cargado aún de anilinas; lentejuelas como luciérnagas redondas y gordas volando por un pantano, o como esa fosforescencia que tienen las olas en esta parte del mundo al que ha venido a dar.
—Ostende –murmura recostada sobre la cama sin abrir; sus zapatos manchados de barro por la tormenta ya han dejado su marca sobre el acolchado verde esmeralda–. Ostende, Ostende, –dice, y sigue así por un tiempo indeterminado que podrían ser unos pocos segundos o algunos minutos, y en cada repetición alarga un poco más la “o”. De modo que cuando su madre abre la puerta la encuentra sumida en una suerte de mantra: “Oooooooooostende”, murmura con los ojos cerrados. Para no interrumpirla, su madre se sienta en silencio en la cama contigua. (Les han asignado una habitación doble de tamaño mediano, pero las camas son diminutas y están separadas por una mesa de luz).
No es algo habitual que los encuentros de traductores se lleven a cabo en hoteles en la playa durante el mes de diciembre. Pero como la invitación incluía todo pago, y en general nunca les alcanza para tomarse vacaciones, decidieron venir.
Madre e hija viven juntas desde siempre. Lila se divorció muy joven, y Flora nunca se casó. Las dos tienen la misma profesión y trabajan en extremos opuestos de la casa, pero siempre almuerzan y cenan juntas.
—Ooostende, Oooooooooostende –continúa Flora, y, al escucharla, a su madre se le ocurre que en realidad se trata de un nombre extraño, seco y grave, una gravedad marcada por la “o”, esa o que pesa tanto al comienzo de la palabra inevitablemente alargada por la falta de vocales en los alrededores. Si se la compara, por ejemplo, con los nombres de los balnearios cercanos, “Pinamar”, “Miramar”, “Cariló”, Ostende gana en presencia pero pierde en luminosidad. “Pinamar” sugiere cosas hermosas como árboles, verano, naturaleza; Ostende, en cambio, sólo arena y vacío.
Cuando Flora abre los ojos, tarda unos segundos en notar que su madre se encuentra, también recostada, en la cama de al lado. Está de costado, con la cabeza apoyada sobre un codo, y la mira.
—¿Qué te parece el hotel? –le pregunta.
—Se ve bien –contesta Flora vagamente. Pero lo cierto es que no está muy interesada en el hotel, ni en el encuentro, ni –aunque de verdad ama su profesión– en discutir aspectos técnicos, estilísticos o éticos de la traducción. Por su cabeza tampoco se cruzan conceptos relacionados con la belleza de la naturaleza que las rodea (playas enormes y desiertas), la arquitectura del hotel cuya originalidad y perfección todos comentan, o las delicias que promete el menú según, adelantaron los organizadores. Flora hoy sólo piensa en la ropa. Recuerda el jean azul oscuro y con lentejuelas que vio cuando la combi que las traía hasta acá entró por unos minutos a un balneario cercano. El chofer necesitaba comprar algo en una tienda del centro y detuvo el vehículo frente a una boutique. Flora, que dormía con la cabeza reclinada sobre un brazo, abrió los ojos y al mirar a través de la ventanilla para ver dónde estaban, se encontró con el jean colgado en la vidriera. El brillo de las lentejuelas era tan fuerte que la encandiló.
Ahora, recostada en al cama, se le ocurre que sería imposible comunicarle a su madre la alegría que sintió al ver el jean. Mucho menos decirle que le encantaría de algún modo comprarlo.
Lila se paró de la cama y se dirigió hacia el baño, Flora la observó desde atrás: llevaba una pollera y una camisa anchas de un color indefinido y jamás había querido teñirse el cabello, por lo que a los 64 años lo tenía completamente blanco. Un blanco parecido al de las lentejuelas, pensó.
—Pronto comenzará la cena en la que debemos conocer a nuestros colegas –dijo Lila–. Voy a ducharme.
Flora no contestó. Se incorporó y, de cuclillas en la cama, miró por la ventana. La lluvia se había detenido y ahora había un viento agitado que transportaba enormes cantidades de arena.
—¿Sabías que en la década del treinta este hotel quedó completamente cubierto por la arena durante varios años? –dijo, pero su madre ya se había metido al baño y hacía correr el agua la ducha. (El dato lo acababa de leer de un panfleto que promocionaba el hotel y que estaba sobre la mesita de luz).
En el baño se escuchó el ruido del agua que comenzaba a correr. Del hueco que queda entre la puerta y el piso emergió un vaho de vapor tibio, y Flora cerró los ojos otra vez, e imaginó a personas elegantes vestidas de blanco corriendo entre dunas movedizas.
Luego de la cena, todos los traductores permanecieron en la galería observando la tormenta de arena. Cada tanto, alguno murmuraba una exclamación en algún idioma y los otros sonreían.
—Sandsturm –decía el traductor de alemán.
—Sandstorm –agregaba la traductora de inglés.
—Tormenta de areia –agregaba el de portugués.
Flora y Lila se limitaban a ofrecer su sonrisa más cortés, pero no hablaban con nadie. No eran muy sociables. Nunca habían sido de ver a mucha gente. No les gustaban las reuniones ni las fiestas, y con la poca familia cercana que tenían hablaban una o dos veces por año. Pasaban casi todo el día traduciendo. La única manera de sobrevivir. Si no se hacía como actividad full time, este trabajo no rendía. Por otra parte, era extraño que ninguna se hubiera vuelto escritora, porque a las dos les encantaba leer. Ambas eran traductoras del alemán; traducían a poetas, ensayistas y novelistas. Algunos buenos y algunos malos, algunos divertidos y otros tediosos, pero nunca habían tomado la iniciativa de escribir algo propio, les parecía impúdico, o tal vez inútil. “¿Para qué agregar otra letra más al mundo?”, le había dicho Lila a su hija cuando a los diecisiete años llegó a la casa diciendo que quería inscribirse en la carrera de Letras. Más adelante, Lila había repetido la frase en los pocos bailes a los que había asistido durante su época universitaria. Estudió traductorado literario de alemán y, apenas recibida, comenzó a compartir los encargos con su madre. Traducían libros enteros de a dos, cada una un capítulo, y luego se corregían la una a la otra. Por las noches, después de una cena liviana, miraban la Deutsche Welle, el canal alemán, para no olvidar la música del idioma. Nunca habían pisado Europa; es más, nunca habían salido de Argentina, pero hablaban un alemán casi perfecto, y tenían una vida tranquila.
Mientras los demás participantes del encuentro hablaban alzando la voz de temas que nada tenían que ver con libros o idiomas, Flora volvió a penar en el jean. Tenía una amiga que era cantante de rock que usaba jeans como ese. Habían sido compañeras de la escuela secundaria y ahora viajaba por todo Latinoamérica promocionando sus discos. A veces llamaba a Flora para encontrarse con ella a tomar un café. Se encontraban en un barcito de Recoleta y Flora escuchaba pacientemente todas las aventuras de la rockera con productores de disco y conductores de televisión. Su otra amiga del colegio era galerista y estaba ganando mucho dinero últimamente. A Flora apenas le alcanzaba para vivir. Con su madre compartían los trabajos y, luego de pagar todas las cuentas de la casa, dividían los honorarios por la mitad. A su amiga rockera no le importaba mucho la vida de Flora, pero a su amiga galerista sí. A veces cuando hablaban por teléfono le decía que se mudara a un departamento, sola, y que dejara a su madre, que así nunca iba a conocer a un hombre. Pero todas las veces, Flora evitaba contestarle y cambiaba de tema lo más rápido posible.
Esa noche Flora durmió profundamente, su madre se quedó leyendo a Robert Birnkmann hasta tarde y tratando de traducir mentalmente algunos versos. Flora soñó que el gobierno impedía salir a los porteños de Buenos Aires y ponía gendarmes para evitar que nadie cruzara la frontera que dividía a esa ciudad con el resto del país. Era una medida arbitraria por la que el presidente no daba ninguna explicación. No sólo nadie podía salir, nadie podía tampoco entrar ni tampoco podía comerciarse nada más. Rápidamente los bienes de consumo se agotaban y la gente empezaba a caer en la cuenta de que iban a morir pronto. Entonces saqueaban las tiendas de objetos de lujo o hacían fiestas de varias semanas en los multicines consumiendo las últimas barras de chocolate guardadas detrás del mostrador.
Luego del desayuno del día siguiente, la dueña del hotel ofreció un pequeño tour por el edificio. Flora se unió al grupo con entusiasmo, aunque su entusiasmo era indescifrable para los demás; permanecía constantemente absorta, con la mirada puesta siempre en otro lugar. Se trataba de un edificio de principios del siglo XX, de estilo francés, que había sido construido por los antepasados belgas de la propietaria. Pocos años luego de construido, la tormenta de arena lo había tapado por completo y los belgas habían regresado a su país. El hotel estuvo seis años cubierto, hasta que la familia decidió desenterrarlo y ponerlo de nuevo en funcionamiento. Había dos comedores con pisos brillantes de mosaicos y mesas pesadas de madera antigua. La estructura de algún modo le recordaba a Flora a un laberinto, pero no supo si esto era un hecho real o sólo una proyección de su mente; si el vértigo que sentía al caminar con todos esos desconocidos no le había hecho imaginar arquitecturas inexistentes. En una de las galerías había un esqueleto de ballena apoyado junto a unas macetas de crisantemos. La dueña contó una historia complicada de cómo esos huesos habían llegado allí, pero Flora había vuelto a pensar en el jean y no le prestó atención. La tormenta de arena tenía algo que ver con el esqueleto de ballena. Al parecer, la arena tenía que ver con casi todo en ese hotel.
Llegaron al tercer y último piso y la dueña advirtió que el próximo lugar que visitarían, el mirador, no era para gente que sufriera de vértigo, pues había que subir una escalera estrecha y empinada que no estaba en muy buenas condiciones. Algunas señoras mayores con zapatos incómodos se quedaron, y también algunos hombres con kilos de más que adujeron sufrir de asma o del corazón. Flora no podía perderse ese lugar misterioso. Subieron en fila india mientras la dueña les explicaba que se trataba del único lugar sin restaurar del hotel. Una vez arriba, una luz que era a la vez amarilla y fría los envolvió y los dejó sin palabras. Por varios minutos lo único que se escuchó fue el chirrido de la madera seca. El mirador era un espacio hexagonal rodeado de ventanas que daban al mar. Los cristales de las ventanas estaban sucios y rayados y la playa se veía como una calcomanía gastada.
Luego, se dispuso que habría un paseo al balneario cercano durante la mañana y que durante la tarde se participaría de una mesa redonda de literatura comparada. Flora pensó que sería una buena oportunidad para probarse el jean y eventualmente comprarlo. Aunque no tenía idea del precio. Pasó por su cuarto para buscar sus anteojos de sol y su billetera y vio que su madre estaba acostada leyendo.
—Una combi va a llevarnos a Pinamar, ¿no venís? –le preguntó.
—No, prefiero quedarme aquí y dar un paseo por la playa–. Luego agregó que prefería la naturaleza al consumismo, y al escuchar esto, Flora se preguntó si su madre consideraría “consumista” su deseo de comprar el jean. No se le había pasado por la cabeza que la crítica por parte de su madre pudiera estar basada en un concepto como ese. Si ella había temido contarle su deseo, era porque pensaba que Lila no tenía sensibilidad para apreciar la belleza de la ropa, y no porque tras su rechazo se escondiera un juicio moral. Flora recordó cómo de niña había odiado la ropa de su madre, le parecía que siempre se vestía igual: una pollera debajo de las rodillas sin forma (ni siquiera tenía una sola pollera con tablas) y una camisa de mangas cortas de color beige. Siempre, todo beige. No sabía dónde compraba la ropa su madre, en realidad no la había visto nunca volver con una de esas bolsas de bout...