Los zorros vienen de noche
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Los zorros vienen de noche

  1. 144 páginas
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Los zorros vienen de noche

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«Nooteboom escribe de un modo muy bello. Su prosa es limpia y concisa, sin dar la apariencia de ligereza, y consigue combinar claridad con un intenso lirismo.» GuardianAmbientados en ciudades e islas del Mediterráneo, y unidos por un nexo temático, los ocho relatos de Los zorros vienen de noche pueden leerse como una novela en la que se reflexiona sobre el recuerdo, la vida y la muerte. Sus protagonistas coleccionan y reconstruyen fragmentos de vidas muy intensas que han cristalizado en la memoria o en el detalle de una fotografía. En «Paula», el narrador evoca la breve y misteriosa vida de una mujer a la que amó; en «Paula II», la misma mujer es consciente de que aquel hombre sigue pensando en ella. Paula recuerda el tiempo que pasaron juntos y el miedo del hombre a la oscuridad de la noche, cuando vienen los zorros… Y sin embargo el tono de estos relatos está lejos de ser pesimista: la muerte no es algo a lo que se deba temer...Nooteboom es un soberbio estilista, que observa el mundo con una mezcla de melancolía y asombro. Sus relatos están cuajados de humor, pathos y un vasto conocimiento de las cosas, que hacen distinto a este prestigioso autor europeo. Este volumen, elogiado por el jurado por su «permanente elegancia», recibió el Premio Literario Gouden Uil (Búho de oro) en 2010.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2011
ISBN
9788498416329
Edición
1
Categoría
Literatura

Heinz

«What an empty episode!», said Eliza. «It seems to have no meaning.»
«It has none», said Sir Robert. «So we will not give it one. We will not pretend that something has happened when nothing has.»
Ivy Compton-Burnett, The Last and the First

1

Empezaremos por una ronda de engaños. Miro una fotografía de un grupo de gente entre la que me encuentro yo mismo. Ahora voy a fingir que no conozco a nadie de la foto, tampoco a mí. ¿Qué veo entonces? No, voy a redoblar el engaño. Cuando miro por la ventana desde el lugar donde estoy escribiendo, veo un prado y una estrecha carretera comarcal que dobla hacia la izquierda. El asfalto está mojado. Es invierno, pero no hay la nieve habitual en esta temporada del año. Los árboles de enfrente están pelados. Abedules, un pino muerto, un pequeño estanque. Al lado hay una tumba sin lápida. Al fondo, un segundo y un tercer prado. La tierra está encharcada, es cenagosa, lo sé por mis paseos. A lo lejos se extienden unos bosques como un parapeto negro.
Puede que parapeto no sea el término más apropiado en este caso, pero mantiene cierta relación con «engaño».
El idioma se hereda. Uno no es nunca del todo uno mismo cuando habla, lo cual también ayuda a sostener la mentira. Si hiciera buen tiempo, divisaría desde aquí los Alpes, con lo que la ficción sería más flagrante todavía, pues en la fotografía que tengo aquí sobre la mesa no hay ni rastro de montañas. Observo a las demás personas. Ellos –debo mantener el «ellos», el «nosotros» vendrá más adelante– se encuentran en un paisaje mediterráneo. Están muy lejos de aquí, tanto en el espacio como en el tiempo. Un grupo de gente vistiendo ropa de sport con el cabello al viento. Cinco hombres, dos mujeres y medio perro. Si la foto hubiera tenido un centímetro más por la derecha, se habría podido apreciar si la oreja izquierda del perro blanco era negra como la otra. Al fondo se ve una vieja carreta campesina. ¿Qué clase de juego es ese de fingir que no conozco a esta gente? ¿Acaso pretendo desvelar sus secretos? ¿Sólo con mirarlos? ¿O es que quiero convertirlos en extraños precisamente porque conozco sus secretos? Todos ellos han vivido unos cincuenta años, hasta ahí la cosa está clara. No es gente con problemas económicos, eso se ve. Pertenecen a la clase acomodada. Visten prendas deportivas.
Tal vez estén a punto de salir de caza o de ir a cuidar sus caballos. Si alguien encontrara esta foto, hoy o dentro de cincuenta años, ¿qué pensaría? Si lo hiciera hoy, ¿sentiría curiosidad? ¿Le apetecería a ella conocer a los hombres de la fotografía? ¿Le resultarían a él atractivas las mujeres? Dentro de cincuenta años las preguntas serán otras. Entonces todos los que aparecen en la fotografía se hallarán en el reino de los muertos o serán tan viejos que ya no parecerán de este mundo. Durante un breve segundo la contemplación de la foto se torna un ejercicio melancólico, pero sin grandes consecuencias. Los muertos gozan de pocos derechos. De modo que los dejo vivir y hago como que esa foto representa el presente, un presente en el que esos siete individuos miran a un fotógrafo, o fotógrafa, invisible. Sólo uno de ellos, el hombre de la gorra, ríe. Los demás esbozan una sonrisa, nada más. No sabemos si conocen al fotógrafo o fotógrafa, probablemente sí, pues ninguno de ellos posa para la foto. Simplemente están ahí de pie, en una fila más o menos fortuita, el rostro vuelto hacia la cámara. Dentro de un par de segundos la fila se deshará y ellos volverán a hablar entre sí. Bien, narrador, ¿hacia dónde quieres ir con todo eso? Sólo si padecieras alzhéimer, habrías olvidado quiénes son esas personas. Sí, me refiero a ti. Uno de los siete eres tú mismo, dos de los hombres no los conoces, de modo que quedan cuatro, y sobre uno de esos cuatro quisieras contar algo, porque es el único que ha muerto. ¿A qué viene tanto misterio? ¿Acaso pretendes hacer de esto algo más de lo que es? En la novela o el cine, el drama existe únicamente porque ha sido eliminada su extensión, porque es posible concentrarlo en una lectura de un par de noches o en una cinta de dos horas, pero ¿y luego qué? En la vida real existen episodios que podemos llamar dramáticos, sí, pero para transformarlos en arte es necesario comprimirlos y sintetizarlos. La extensión era una virtud en el siglo XIX: Stendhal, Trollope. Pero nosotros ya no la toleramos, la mente se nos distrae continuamente. Nuestro caos despoja a los relatos de su forma y los hace confusos. En una buena historia, el tiempo ha sido abolido y a la vez está presente. En las fotografías importa siempre quien no aparece en ellas, pero ¿cómo sabemos quién falta? Quiero decir que uno no puede saber quién falta si no conoce a la gente de la fotografía. Esa es la diferencia. Heinz está al lado de su mujer, pero su primera mujer no está. ¿Heinz? El cuarto por la izquierda y el cuarto por la derecha. Sin contar el perro, él se encuentra justo en el centro de la foto. Tiene un nombre alemán, pero no es alemán. El centro. De ese grupo y de esta historia. No he mantenido mucho rato la ficción del engaño, es obvio que conozco a todos los que están en la fotografía. ¿Por qué lo he intentado entonces? ¿Me permite explicárselo al final?

2

El arte de Liguria. Quien haya leído Ossi di seppia de Eugenio Montale sabe lo que eso significa. Huesos de sepia. Detrás de la costa devastada existe todavía un paisaje clásico. Cierra los ojos y verás pasar un ejército romano, camino de la Galia, dirigiéndose hacia nosotros. Las sepias son moluscos, con la peculiaridad de que cuando abandonan la vida no dejan atrás un caracol o una concha, sino sus huesos, un objeto extraño, un poco calcáreo, de color blanco y de forma oval, que no es duro sino poroso y que antaño solía verse en las jaulas de los canarios. No como alimento, creo yo, sino para mantener afilados los picos de los cantores. Al parecer, para Montale, esos huesos de sepia eran el símbolo de su tierra, no sin razón. Un residuo calcáreo de la vida, el suelo rocoso, la frágil arenisca donde crecen cipreses y encinas, cactus y limoneros. En el interior, cerca del mar, hay viejas granjas, como aquella frente a la que nos encontrábamos aquel día de no sé qué año; el tiempo es siempre lo primero que se me escapa. El hombre de la gorra era un vendedor, y era quien más reía. De poco le sirvió, pues nadie le compró nada. Era el único italiano del grupo, y Heinz y yo los únicos holandeses; los demás eran ingleses. Ninguno de nosotros vivía en la ciudad de la costa, sino que teníamos nuestras casas en los pueblos antiguos y en las colinas de los alrededores. Ahora ha llegado el momento de describir la foto. Pero antes una advertencia: ¿cuándo se convierte algo en drama? Tal vez debiera recurrir a la antigua definición de obra dramática como la camisa de fuerza de las unidades de tiempo, lugar y acción. Si alguien espera eso, saldrá desengañado. Drama hay de sobra en esta historia, pero sin camisa de fuerza, y por consiguiente, sin arte. No hay culminación ni desenlace. Los últimos tres actores de este drama fueron Heinz, una paloma y la muerte. Yo me limité a observar, como hago siempre, y Molly se escondió entre bastidores. Pero los actores se tomaron su tiempo, hacía ya mucho que habían abandonado el texto y la sala se había quedado vacía. Todo se prolongó más de la cuenta. Heinz se quedó solo con su obra, al igual que Philip y Andrea, en la foto a ambos extremos de la fila, sin contar con el vendedor. No es algo fortuito, no es casualidad. Ahora recorro la imagen de izquierda a derecha. El vendedor, ese del gorro y la risa. Él puede irse. Después de él vienen los personajes que verdaderamente cuentan. Non dramatis. El primero es Andrea. Empezando por abajo: zapatos blancos de excursionista, un pantalón negro ceñido, una camiseta blanca larga, un abrigo corto de lana de rizo, una especie de astracán blanco, si es que existe tal cosa. Tal vez fuera de imitación, quién sabe. Ella es una de esas mujeres en la que lo artificial parece auténtico. Tiene el porte de una amazona, aunque puede que yo lo vea así porque sé que lo era. Estuve un tiempo enamorado de ella, lo intentamos pero no funcionó. Se alimentaba del tabloide The Sun y por lo demás sólo existían los caballos en su vida. Andrea no se creía que fuera eso precisamente lo que me atraía de ella. In your secret heart you are an arrogant intellectual, you laugh about me. Su afirmación era absolutamente falsa, pero no había manera de demostrárselo. ¿Has visto alguna vez a una mujer cabalgando por unas colinas a la caída de la tarde? El atavismo siempre vence a la prensa sensacionalista. Nobleza eslovena, aunque de esas cosas no habla un inglés. Too ridiculous. El padre de Andrea, antisemita y gran aficionado a los caballos, huyó de Tito y se casó en Inglaterra con una mujer rica. Al lado de Andrea hay un vacío de dos metros, un par de sacos de trigo contra la pared y a continuación el navegante desconocido que estaba ahí casualmente aquel día. Tiene la expresión franca, amable. No lleva abrigo, está acostumbrado al frío del mar. Y luego Heinz, grande y orondo. Él es el motivo por el que he pretendido fingir que no conocía a ese grupo de gente. Quería comprobar si en esa imagen podía detectarse su futura destrucción, pero por mucho que miro, no hay nada que ver, ni ahora ni mucho menos dentro de cincuenta años. Ni siquiera me vale lo que ya sabía entonces. Un hombre grueso con un jersey negro de cuello vuelto, la chaqueta abierta, el pantalón astroso, zapatos inapropiados; todo lo contrario de su mujer Molly, que está, todavía, a su lado. Ella habla un inglés como el de Philip y Andrea, no el de Oxford, sino el relacionado con el mundo de los Jaguar, el críquet y los caballos y también con los tabloides de grandes titulares y carnes desnudas en la página tres. Pijos, nada de libros, con eso está todo dicho. Expatriados, aunque la patria no está a más de dos horas de vuelo y la lengua está en todas partes, al contrario que el fisco. Molly. Ella también lleva gafas de sol, de bordes blancos. Algunas mujeres inglesas no muestran nunca su verdadero rostro. Tous les Anglais sont fous par nature ou par ton, dijo Chateaubriand desde su tumba y eso vale también para las mujeres.
Un chal blanco suelto sobre los hombros, el cabello rubio dorado, un abrigo tres cuartos de paño escocés. La última vez que la vi era una anciana encorvada que caminaba por la carretera comarcal con un perrito. No me reconoció. Aquí en la foto estoy a su lado, una edición antigua de mi camaleónico yo. Para hacer la foto, mi mujer debió de subirse a la mesa alemana sobre la que estoy ahora acodado. De modo que era una fotógrafa, no un fotógrafo. Siguiendo la dirección de mi mirada gracias a las leyes de la perspectiva, puedo ver con exactitud dónde debieron de estar los pies de Andrea, en las rocas resbaladizas de color arenoso. Yo llevo una corbata, el nudo también suelto. Pese al tiempo transcurrido aún recuerdo cuál era, una verde a cuadritos escoceses. Durante nuestro viaje épico de la nada a la nada vamos dejando un rastro infinito de prendas de vestir. A veces las echo de menos, razón suficiente para no ponerme a mirar fotografías antiguas con demasiada frecuencia. A mi lado, Philip. Zapatos de ante, chaqueta guateada, el cabello blanco al viento, ya entonces. Tiene la voz de mando de su padre, quien en cierta ocasión me habló de todas las batallas que se perdió en la guerra. Montecassino, porque tras beber demasiada ginebra tropezó con una estaquilla de su tienda; El Alamein, porque sus orderly le despertaron demasiado tarde; en Jerusalén, porque le tocó el mando de un ejército femenino. Philip y Heinz se dedicaban juntos a la venta de terrenos y casas. Philip se divorció más adelante de Andrea por culpa de los caballos. Only time for those goddam horses. Out in the morning at six. Never at home.
Pero esta no es la historia de Philip y Andrea. Es la historia de Heinz.

3

Entre todos los puestos que asigna el Ministerio de Asuntos Exteriores, el de vicecónsul honorario debe de ser el de inferior categoría. Honorario quiere decir no retribuido y vice indica que probablemente exista alguien que no lleve vice antepuesto a su título. Pero en el caso de Heinz la cosa era diferente. No tenía a ningún superior encima de él, afortunadamente. Una ciudad portuaria en una zona turística con gran afluencia de holandeses debe tener un consulado. Los holandeses en el extranjero se mueren, son detenidos, sufren accidentes de tráfico, pierden su dinero o su pasaporte o ambos a la vez, y en tales casos el poderoso brazo de la autoridad nacional debe extenderse más allá de las fronteras para socorrer a los infortunados. A cambio de ello, al cónsul honorario, que por regla general es un hombre de negocios que apenas habla neerlandés, se le concede el derecho de exponer en la fachada de su casa el escudo de armas del reino, lo cual le confiere un gran prestigio en la comunidad local. Dos leones dorados, que se enseñan mutuamente las garras con las lenguas heráldicas asomando por las fauces abiertas, es algo bueno para el negocio, que suele ubicarse en el mismo inmueble. Je maintiendrai, reza el escudo largo y ovalado con letras también doradas, un lema que Heinz traducía como «Yo seguiré manteniendo», expresión esta que, junto con el conocimiento del francés, ha desaparecido del habla de las nuevas generaciones. Maîtresses, maintenees, vocablos todos ellos extinguidos, sustituidos por esa palabra devaluada «amiga». Eso no quiere decir que Heinz no tuviera una amante a la antigua usanza. Esa función la cumplía su secretaria Segismunda, una simpática mujer de cuarenta y ocho años, que en ocasiones se ponía a su disposición debajo de su mesa de despacho y cuya cabeza de caballo, según él la calificaba, le resultaba enternecedora. Heinz era un hombre de carácter alegre, rasgo este que no casaba en absoluto con su nombre compuesto, ni con el primero ni con el segundo. «Heinz Maximiliano, eso es lo que a uno le cae encima cuando tiene una madre austríaca», solía decir. «A punto estuvieron de ponerme Adolfo, me libré por los pelos.»
Vuelvo a la foto. Un carácter alegre. ¿Es eso cierto? ¿Y el Heinz melancólico? ¿Y el alcohólico?
Esa es precisamente la razón por la que todavía sigo pensando en él, esa combinación imposible de rasgos que configuraban su talante. Y a eso me refería cuando anuncié que esta historia carecería de desenlace. El desenlace está dado de antemano, puesto que no existe un nudo en el relato. Los alcohólicos beben hasta matarse. En el fondo del alma de Heinz habitaba la melan cholè, el fantasma de la bilis negra que le arrastraba irremediablemente hacia el fin. El milagro es que mantuviera su alegría.

4

Todo empezó hará unos treinta años. Yo estaba con mi novia de entonces sentado en una terraza frente al puerto. Barcos de vela engalanados, una procesión en el mar, el pescador que la presidía, rodeado de otros pescadores, sosteniendo una imagen de la Virgen María, cantos y bocinazos, un papista vestido de oro a quien bendecían con incienso. Rituales paganos que seguramente ya se celebraban en aquel lugar mucho antes de Cristo, porque el mar suscita temores que hay que exorcizar y eso no puede hacerse sin sacerdotes. Mi novia y yo debíamos de estar charlando, pues de repente asomó entre nosotros una cara gorda y colorada que dijo: «Entiendo todo lo que decís». Al oír algo así, uno se pregunta de inmediato si no se le habrá escapado alguna inconveniencia. Heinz no tenía desde luego un aspecto muy atractivo en aquel primer encuentro, olía a ginebra y no se había afeitado, y a mí no me apetecía nada hablar con él, pero antes de que yo pudiera abrir la boca, él ya había llamado al camarero para hacerle un pedido «en nombre de la patria». ¿Por qué volvimos a vernos una segunda vez? ¿Y por qué continuamos viéndonos innumerables veces hasta aquel último encuentro en su terraza, un día tormentoso de lluvia gris? La respuesta, creo yo, hay que volver a buscarla en una fotografía. No en esta, sino en una que me enseñó Molly en cierta ocasión. Heinz en el día de su boda, el rostro no deformado aún por la bebida, un pirata, un bucanero, Clark Gable, un hombre con aspecto de aventurero, un libertino capaz de conseguir diez mujeres en cada mano porque todo él irradiaba libertad. Ese era el hombre del que Molly se había enamorado. Recuerdo que estuve un buen rato observando la fotografía. La palabra «bribón» ya no suele usarse, y menos para calificar a...

Índice

  1. Cubierta
  2. Góndolas
  3. Tormenta
  4. Heinz
  5. Finales de septiembre
  6. La última tarde
  7. Paula
  8. Paula II
  9. El punto extremo
  10. Notas
  11. Créditos