Siete
El mes de julio fue cruel por el calor y por las noticias de la guerra. Los rumores de polio se filtraban en nuestras vidas y evocaban el horror. David pasaba la mayoría de los días estudiando el Talmud en una reducida clase especial organizada por la ieshivá. Yo leía mucho e iba a la colonia de vacaciones en Prospect Park. Mi madre había tomado un empleo de medio tiempo en la agencia donde había trabajado antes; aún ayudaba a los inmigrantes y refugiados de guerra. Mi nuevo padre trabajaba en un gran bufete en algún lugar del bajo Manhattan, cerca de Wall Street.
Los días transcurrían lentamente. Llovía poco y, de vez en cuando, yo regaba las flores plantadas en el patio trasero por el Sr. Helfman. A menudo pasaba las tardes leyendo bajo el follaje del sicomoro. El calor húmedo hacía las noches sofocantes. El calor se elevaba de las calles en relucientes olas. De regreso a casa de la colonia de vacaciones, veía los árboles y las bocas de incendio retorcerse.
Un viernes a mediados de julio, durante los zemirot, mi nuevo padre nos dijo:
–¿A alguien le interesan algunas semanas en Sea Gate? Creo que debería sacar a mi familia de este calor.
A menudo usaba esas palabras. Mi familia. Parecía gustarle cómo sonaban y las decía con orgullo.
–No lo sé, Ezra –dijo mi madre vacilante–. Sea Gate tiene demasiados recuerdos.
–No puedes huir de tus recuerdos, Channah –dijo mi nuevo padre–. Diles adiós si debes hacerlo, pero no huyas de ellos.
–Tendré que decirle a rabí Hammerstein que nos vamos –dijo David indeciso.
–Te lo perdonará –dijo mi nuevo padre–. No te va a negar unas semanitas al sol. Mi familia lo necesita.
–¿Qué pasará con las flores del Sr. Helfman?
Mi nuevo padre sonrió indulgente:
–Rezaremos para que llueva –dijo.
–¿Viviremos en la playa? –pregunté.
–Veré qué hay disponible. ¿Están todos interesados? ¿Sí? Bien. Entonces es un trato. Continuemos con los zemirot.
Encontró una casa en la playa. Un domingo, temprano por la mañana, cargamos el auto, nos subimos y él nos condujo en silencio por calles arboladas y pasando delante de elegantes casas. Mi madre iba muy quieta en el asiento delantero, contemplando por la ventana. Lucía un vestido veraniego de algodón amarillo pálido y estaba preciosa, sus ojos serenos, su largo cabello moviéndose en el cálido viento que soplaba por las ventanas abiertas del auto. Yo me senté con David en el asiento trasero. Todavía no me acostumbraba a todas estas novedades: un auto, un padre, un hermano.
En el auto entraron olores familiares: agua del océano, aire salado, obras de gas. Y de repente, allí estaba el brillo plateado del mar, el portón de seguridad, las calles enramadas y la marea de recuerdos como una inundación.
Entonces ese agosto vivimos en una cabaña en Sea Gate, a unas cuadras de la que mis padres acostumbraban alquilar. Todo parecía igual. Las dunas eran las mismas: unas colinas enanas detrás del porche vidriado, inclinándose suavemente hacia la playa y el mar. Y el océano era el mismo, aunque cerca de esta cabaña estaba más agitado, más ruidoso. Una escollera de piedra se adentraba en el agua a la derecha de la cabaña, y las olas rompían fuerte contra ella sin cesar.
Un día, llegué por la playa hasta la cabaña donde había vivido una vez. Ahora había otra familia allí. Me quedé parada en la playa y observé el porche vidriado. La cabaña estaba sumamente blanca bajo el caluroso sol y era la misma que había sido antes. Miré por la playa e imaginé a mis padres nadando juntos y a Jakob Daw en pantalones holgados y camisa arrugada, de pie en la arena contemplando los pájaros volar en círculos. Démonos un abrazo, mi amor, un océano de abrazos. Caminé hacia la piscina natural donde alguna vez había construido castillos a orillas del mar. Las olas iban y venían, dejaban espuma y rompían en la costa. El agua se movía hacia adelante y hacia atrás por la suave arena mojada. Les susurré adiós a la cabaña y a los castillos, y nunca más volví a esa parte de la playa.
La cabaña en la que vivimos ese agosto era una estructura grande de ladrillo rojizo con cuartos a lo largo de sus dos lados, separados por un espacioso living y una gran cocina abierta. Unas vigas expuestas abarcaban el largo del living, y el blanco techo abovedado terminaba en un panel de ventanas que daban al océano e iban del piso al techo, y por las que el sol brillaba toda la mañana. En esas ventanas había cortinas para protegernos del sol y de las miradas de los paseantes, pero casi nunca las usábamos durante el día. De alguna manera, en mi imaginación, ese verano el sol matinal estaba disminuido, cambiado. Pensé que cada amanecer estaba atenuado por lo que el sol había visto en su trayecto por la sangrienta Europa. El sol juntaba fuerzas a medida que trepaba en el cielo. Pero las mañanas parecían pálidas a medida que el sol debilitado se deslizaba en mi cuarto y me traía a la luz del día.
Yo me quedaba recostada en esa luz temprana y escuchaba a David. Estábamos separados por una delgada pared, y yo podía oír claramente su respiración, sus movimientos cuando se daba vuelta en la cama, sus pasos, su suave canto de las plegarias. Aún no era un bar mitzvá. No tenía que observar todos los mandamientos hasta que cumpliera sus trece años en el junio próximo. Hasta entonces, había ciertas cosas que no podía hacer: celebrar un oficio en la sinagoga, cantar la parte de la Torá para la congregación, agradecer después de las comidas. Sin embargo, era tan meticuloso como su padre en la realización de aquellos mandamientos que sí podía observar.
Ese agosto me contó que algún día quería ser un rosh ieshivá, director de una academia de enseñanza de la Torá. Me lo dijo en un momento de apertura entre nosotros: una noche, cuando nos sentamos juntos en el porche a m...