Entrevista a Víctor L. Urquidi por Thomas G. Weiss.
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Entrevista a Víctor L. Urquidi por Thomas G. Weiss.

Organización de las Naciones Unidas, Oslo, 18 y 19 de junio de 2000

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Entrevista a Víctor L. Urquidi por Thomas G. Weiss.

Organización de las Naciones Unidas, Oslo, 18 y 19 de junio de 2000

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A principios del siglo, Víctor L. Urquidi fue entrevistado en el marco de la Historia Intelectual de las Naciones Unidas, un proyecto basado en historias orales que se desenvolvió durante una década (1999-2010). Lo presidia el propósito de recoger las ideas matrices de un número selecto de intelectuales, investigadores y funcionarios internacionales (79 en total) que enriquecieron el bagaje del organismo mundial, con particular acento en el desarrollo económico y la equidad social. Por sus méritos personales y profesionales Víctor L. Urquidi fue escogido en este selecto grupo, al lado de figuras latinoamericanas. La entrevista de Urquidi tuvo lugar en Oslo, Noruega, en la tercera semana de junio de 2000. A pesar de su innegable importancia, no tuvo amplia difusión ni mereció la versión al castellano. Reparar estas omisiones es propósito del presente libro.

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Información

Año
2015
ISBN
9786076281130
Categoría
Histoire
ENTREVISTA[*] A VÍCTOR L. URQUIDI
Thomas G. Weiss: Entrevista a Víctor Urquidi en Oslo, la tarde del domingo 18 de junio del año 2000. Buenas tardes, Víctor. En primer lugar me gustaría preguntarle cuáles fueron sus orígenes familiares y cómo gravitaron en su formación personal y, particularmente, en sus ideas y en su trayectoria en las relaciones internacionales.
Víctor L. Urquidi: Primero, mi entorno familiar. Nací en París, seis meses después del armisticio en 1918. Así ocurrió porque mi padre, Juan Francisco Urquidi, había sido enviado a esta ciudad como tercer secretario de la Embajada de México, que fue reabierta bajo la dirección del embajador Alberto Pani,[1] destacado político en el periodo revolucionario, especialmente en los tiempos de Madero[2] y Carranza.[3] Pani había sido el mentor de mi padre en sus estudios de ingeniería. Mi padre cursó esta carrera en el Instituto de Tecnología de Massachusetts graduándose en 1906. Al retornar a México, trabajó en varios proyectos civiles dirigidos por Pani durante el régimen de Díaz.
Mis primeros cinco meses de vida transcurrieron a orillas del Sena, en un pueblo situado a 15 kilómetros de París llamado Chatou, un lugar fascinante (volví a visitarlo hace tres o cuatro años). Las condiciones en París eran difíciles a mediados de 1919; no había calefacción en las habitaciones y los alimentos básicos eran difíciles de conseguir. Pero en las afueras de la ciudad era factible conseguir lo que un niño pequeño necesitaba.
Mi padre fue enviado a Londres dos años más tarde para colaborar en la apertura de la Embajada mexicana en esta ciudad. Durante la primera Guerra, México no tenía relaciones diplomáticas con Francia ni con Inglaterra. Los franceses sospechaban —también los británicos— que el país había mantenido contactos con Alemania en los primeros años de la guerra. Sospechaban también que el gobierno alemán había intentado inducir al régimen de Carranza en México a tomar partido contra los Aliados.
Fuimos [entonces] a Londres. Y allí llegué a una edad en la que comencé a entender el inglés y a hablarlo. Ciertamente, aprendí el inglés antes que el español. Cuando retorné a México contando tres años debí aprender rápidamente el español pues todos se burlaban de mí. Menciono estas circunstancias porque mi padre trabajaba —como he dicho— en el Servicio Exterior de México en aquellos tiempos. Antes había sido ayudante de Francisco I. Madero, presidente mexicano que ayudó a derrocar a Porfirio Díaz,[4] asumiendo su cargo en 1911. Mi padre trabajó con él debido a que su hermano, mi tío Manuel, era el tesorero del Partido Anti-Reeleccionista cuyo líder fue Madero durante la Revolución mexicana.
Mientras crecía escuché mucho sobre la vida política en México. Mi abuelo —supe entonces— también había participado en la política durante el siglo XIX, muy cercano a Juárez,[5] cuando éste resistía la invasión francesa. Más tarde me enteré de que él había luchado en su juventud contra los norteamericanos cuando invadieron México en 1847, [tomando parte] en una batalla librada en el estado de Veracruz, en un lugar llamado Cerro Gordo, donde los agresores derrotaron por supuesto a las fuerzas mexicanas. [En aquellas circunstancias] mi joven abuelo participó con otras personas liberales en la redacción de una historia de la guerra entre México y Estados Unidos. Cuando aprendí más sobre este episodio, descubrí que el libro fue traducido al inglés por el coronel Ramsey, que servía en la infantería. Vio la luz en Nueva York en la editorial John Wiley en 1850 con el título The Other Side. Un texto admirable. Produjo una reacción de vigorosa simpatía hacia México.
No permanecimos mucho tiempo en México pues mi padre fue enviado a Colombia en 1923. Así, a la edad de cuatro o cinco años me encontré viajando por el río Magdalena, que era la única vía para llegar a Bogotá desde las zonas costeras ubicadas en el área de Santa Marta-Barranquilla. No recuerdo el trayecto excepto la última parte, donde debimos abandonar el barco en un lugar de nombre Girardot y allí abordamos un tren a Bogotá después de cinco o seis horas de viaje. Vivimos en esta ciudad cuatro años, y allí fui a la escuela.
En Colombia se conocían las tensiones entre la Iglesia católica y el gobierno de México.[6] Mi padre era una figura muy popular entre los diplomáticos y tenía muchos y buenos amigos en el gobierno colombiano, que se guiaba entonces por tendencias liberales. Sin embargo, la gente estimaba el poder de la Iglesia en Colombia. [Un día] estando en la escuela, los niños me rodearon —esto lo recuerdo muy bien— vociferando “¡masón, masón!”. No sabía entonces qué significaba masón, pero ellos suponían que cualquier persona que no fuera católica debía ser masón… Ciertamente, mi padre era miembro de la organización masónica, pero yo no lo sabía. Son impresiones que se asimilan en la juventud, y forman parte de uno.
Continuamos el deambular. Dejamos Colombia en 1928. Viajó primero mi madre conmigo y con mis dos hermanas a lo largo del Magdalena. Recuerdo muy bien aquel viaje. Embarcamos en Barranquilla con rumbo a Nueva York, donde vivimos hasta que mi padre, después de entregar la Embajada a su sucesor, se unió a nosotros. Pasé algún tiempo en Nueva York, una novedad para mí. Fui allí a la escuela durante algunos meses. Por cierto, me encapriché en no cantar el himno nacional estadounidense al abrirse diariamente las clases. El nacionalismo mexicano estaba dentro de mí.
Después retornamos a México por un año y medio. Mi padre fue designado embajador en El Salvador. Yo no fui. Me incorporaron a una escuela en ciudad de México durante algún tiempo. Mi madre se trasladó a ese país con mis hermanas, y mi padre retornó más tarde para recogerme. Viajamos por tierra —la única manera que había entonces para llegar a El Salvador. Tomamos un tren hasta la frontera en el Suchiate, cruzamos el puente y subimos a otro vagón con rumbo a la ciudad de Guatemala, y, más tarde, a un automóvil parecido a una furgoneta que por un accidentado camino nos llevó a San Salvador. Era el único medio de transporte entonces. [Apenas] despuntaba un servicio aéreo con pequeños aviones; mi madre voló alguna vez en ellos.
Mi estancia en El Salvador fue feliz. Aprendí mucho sobre Centroamérica. En la escuela nos relataron las rebeliones de Augusto Sandino[7] y los escritos que sobre él había publicado un costarricense de nombre Vicente Sáenz.[8] Solíamos guardar los fragmentos de prensa, leer sus artículos y discutirlos en el aula. Estaba aún en la escuela primaria. Frisaba los diez años. [En una ocasión] Sandino llegó a El Salvador. Desde México se le ordenó a mi padre encontrarse con él y con su comitiva junto con las autoridades salvadoreñas a fin de protegerlos contra cualquier cosa que pudiera sucederles. Sandino iba rumbo a México para entrevistarse con el Presidente. Tengo fotografías suyas. Una es amplia como el tamaño de estas páginas; allí aparecen Sandino y sus acompañantes: Farabundo Martí[9] —más tarde el movimiento revolucionario salvadoreño tendrá su nombre—, un haitiano, un mexicano, y los ministros de Defensa y de Relaciones Exteriores (este último era vecino nuestro), mi padre, mi madre y mis dos hermanas. Mi madre había decidido encontrarse con Sandino por justificadas razones. Había vivido en Nicaragua durante su infancia hasta la edad de dieciocho años. Conocía a Sandino y a su madre. Era una gran amiga de ella.
Así aprendimos mucho sobre Sandino en nuestro hogar. Posteriormente, un colaborador suyo también nos visitó en San Salvador. Llegó a la Embajada para solicitar protección durante su estancia en el país; nos mostró la bufanda que vestía, una bufanda de seda que contenía un mensaje escrito por Sandino con su puño y letra dirigido a un político mexicano. Debía entregárselo; lo tenía oculto en el cuello. En menos de un minuto mi madre le arrancó la bufanda, la colgó en una pared, y le tomó una fotografía. Antes había retratado la entrevista efectuada con Sandino en la estación del tren; tengo los originales de él y de su Estado Mayor. Ella tomó también la célebre foto de Sandino apoyado en el paragolpes de un automóvil, y con un amplio sombrero ranchero.
Estas peripecias fueron ilustrativas para mí porque, a edad temprana, me convertían en alguna medida en un ser politizado. No vivía en un ideal mundo infantil, yendo y viniendo de la escuela, como se acostumbra en otros países. Tomé conciencia de lo que ocurría políticamente en Centroamérica.
En otra oportunidad —en la que no estuve presente— Raúl Haya de la Torre,[10] el celebrado líder peruano que dirigía el partido aprista, sin disputa una persona non grata en Estados Unidos, que vivió asilado en muchos países incluyendo México, mi padre recibió instrucciones, cuando [Haya de la Torre] retornaba al Perú, de recibirlo en el barco en que llegaba [a El Salvador]. Cuando la nave ancló en un puerto del Pacífico llamado La Libertad, llegó en un automóvil a la Embajada mexicana que no estaba lejos. Supe [más tarde] que Haya de la Torre tocó el piano para deleite de mis hermanas. Permaneció allí veinticuatro horas; mi padre lo condujo al barco en el cual partió a Panamá. Ignoro si llegó a Perú. Posteriormente este hombre pasó dieciocho años bajo la protección del gobierno colombiano en la Embajada de Colombia en Lima.
Frank Tannenbaum,[11] profesor en la Universidad de Columbia, solía relatarme que el APRA, dirigido por Haya de la Torre, fue el único partido político efectivo en América Latina alrededor de 1928, pues tenía sus raíces en el movimiento laboral. No era una mera creación —como muchos partidos— que giraba en torno a una personalidad deseosa de revelar que tenía algún respaldo electoral.
Estas experiencias se repitieron constantemente en el entorno de mi infancia. Y continuaron. De El Salvador nos trasladamos a Uruguay. No sabía nada de este país. Estuvimos allí dos años. En el camino nos detuvimos en Brasil. Nunca viajé a Buenos Aires, pero escuchaba lo que allí acontecía. Hubo una revolución en 1930. Mis padres visitaron esta ciudad. Como diplomático, mi padre cultivó frecuentes contactos con el presidente del Uruguay y con los más altos funcionarios del gobierno.
Fui a un colegio británico en Uruguay. Los...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL
  3. ÍNDICE
  4. PRÓLOGO
  5. ENTREVISTA A VÍCTOR L. URQUIDI
  6. COLOFÓN
  7. CONTRAPORTADA