En Medellín tocábamos el cielo
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En Medellín tocábamos el cielo

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En Medellín tocábamos el cielo

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Visión subjetiva sobre Medellín, en cinco capítulos: La ciudad como objeto (en sentido filosófico); la ciudad ideal (imaginaria); la ciudad atolondrada (aproximación critica); la ciudad secreta y la ciudad real, . la primera sobre la miseria al margen de la opulencia al margen; la segunda según la percepción y aspiraciones del comentarista; la tercera es la mirada analítica; cuarta la aventura confidencial; y la ultima concluye en la ciudad real. El Conjunto es la obsesión del enamorado de la ciudad. Jaime Jaramillo Escobar

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LA CIUDAD REAL

En Medellín hay una total insensibilidad con el medio geográfico. […] Lo más delicioso que tienen las ciudades son sus ríos, sus quebradas y su pie de monte, pero aquí el urbanismo no los ha tenido en cuenta, porque es un urbanismo atropellador, especulativo, que quiere ganar hasta el mínimo centavo por metro cuadrado. Hoy, las ciudades están al servicio, no de la gente, sino de los comerciantes.
Rogelio Salmona [2006]
LAS ANTERIORES SON LAS MIRADAS IDÍLICAS DE LA MEDELLÍN que hemos vivido. Muy otra, patética, azarosa, es la ciudad que nos han construido sus administradores públicos.
Los alcaldes, llegados al cargo, se transforman en “señores feudales” que hacen de la metrópoli su señorío de antojos y negocios. Del primero que recuerdo, del que tengo memoria realmente, le dio por decretar e iniciar “El parque del café” en el cerro El Volador. Lo único que alcanzó a urdir del proyecto de beneficio común fue la consabida “autopista” cementosa para el porcentaje de las monedas en su billetera, porque en política lo único substancial para sus ejercitantes es el ícono rentable del cemento romano. Quienes nos criamos entre cafetales sabemos que las montañas de Antioquia y del Viejo Caldas aportaron a la economía y al desarrollo nacionales a través de los caminos de arriería, y no de las autopistas virtuales que se sueñan, delirantes, desde la turbiedad de sus despachos blindados, los funcionarios aldeanos. Un parque del café planeado así, con vías modernas, más que un exabrupto era un atropello a la recordación de la gesta agrícola del pueblo antioqueño. Después, el Cerro se volvió el pretexto para que las administraciones que le continuaron saquearan por ese camino la hacienda pública. Cada una se ha ideado, con su talante megalómano, el estilo de malversar fondos sin que nada útil, bueno y bello para el disfrute ambiental de los ciudadanos se haya hecho con esos breñales.
El zarzal todavía espera la misericordia que haga de su entorno un vergel para los habitantes locales, y no un inventario de delirios de alcaldes y ediles. El cerro tutelar de los indígenas aburraes se perpetúa como la bolsa de la zarigüeya de los alcabaleros de Medellín, que arrojan en ella, y entre los faldones del morro, los recursos que nunca, nadie, ve operar a favor de la ciudad verde que le piden sus hijos y los buenos turistas que le vienen a sus bullarangas.
A la singularidad de “señor feudal” de los burgomaestres adose usted la insolencia que caracteriza a este pueblo, y tiene en ella una población peligrosa. En la celebración de la Navidad es más dable ver el carácter lastimoso del paisa. Aprovechan la época para convertir la antigua marranada de los abuelos en feria de patíbulo, a la que se ven obligados a huirle los buenos ciudadanos, porque es horrenda la ciudad en aquellas jornadas. Es dizque tiempo de felicidad y descanso, pero sus calles las transforman en cadalsos para la patanería y el despliegue de la tosquedad. ¡Qué aturdimiento, por Dios!
El paseo del Río en esas tardes es el summun de la grosería. La única calzada que tiene la ciudad para comunicar el norte con el sur del país es un caminito estrecho que funge de autopista; en verdad, es un atajo real que sólo funciona ocho o nueve meses del año, porque a estos cristianos falsos les da por cerrarlo con el propósito de escenificar sobre su pavimento una fiesta de pobres, de mendicantes, de ladrones y malos olores, que llaman “el alumbrado navideño”. Una fanfarria luminosa que arman las autoridades a los lados del Río, y ahora sobre su espejo de agua, y que nunca se puede apreciar en su magnitud porque la turbación de los negocios estrangula cualquier intento de disfrutar la rambla improvisada.
El fin de la tramoya oficial es el de alebrestar a las comunas de la ciudad y a los montañeros que bajan de los pueblos, ilusionados con el alboroto de metrópoli moderna que dicen construir “sin reversa” sus gobernantes, pero fracasa el jolgorio por el atiborramiento de menesterosos ansiosos de lucro, alentados por el alcalde de turno, quien está pensando, a la sazón, en las próximas elecciones a cargos populares.
El espectáculo deprime, pero los regidores y sus trincapiñones lo justifican con el estribillo aparatoso de la “política de equidad”. La llenura de vendedores casi desheredados, y de minoristas de telas y alfandoques, que atestan y apestan el Río durante la Navidad, habla de una estética desatinada que no logra desasnar a los antioqueños, por mucho que repitan el circo impúdico de fritangas y rones. La estima del oficinista público pareciera que la da este desbarajuste urbano; ¡qué esperanzas!
En 2009, por ejemplo, anunciaron desde octubre que el alumbrado del Río “sería el mejor del mundo”. Hasta yo mismo le hice eco a esa algarada gubernativa en el heraldo de la universidad en donde trabajaba. Exagerados estos paisas. Salieron con un chorro de babas que no igualó en belleza, sobriedad y elegancia el encendido navideño que los bogotanos se construyeron aquel año en sus parques y en algunas de sus calles más concurridas. ¡Era un sueño ver la placita de Usaquén con sus luces magnificentes y su decorado primoroso de teatro! Limpia, además, donde el transeúnte podía gozar el solaz de estar entre sus calles con la calma y la felicidad de esos días capitalinos. El nuestro, en cambio, parecía un alumbrado de mayordomo.
En Medellín, el gerente paisa de la electrificadora que acolitó el despliegue mentiroso debió haber subido al altiplano para que aprendiera del buen gusto, la finura cachaca y la economía en las ostentaciones estatales. Porque eso es otra cosa: aquí nadie denuncia ni investiga los despilfarros en esas francachelas de nuevos ricos en que el alcalde del cuatrienio convierte las fiestas de diciembre. Tampoco nadie audita esos desvaríos con los que creen estar inventando los principios de la nueva estética universal. ¿Qué tal esos toldillos mosquiteros con los que cubrieron el Río aquel año? ¡Agua para el espejo mefítico del chorrito que corre por esa brecha cementada de la ciudad! Habrase visto. Qué despropósito. Es como si hubieran llevado la fuentecita del parque Bolívar, la primera iluminada de colores alegres que tuvo Medellín por allá en los años sesenta, y la repartieron a lo largo de la cañada agónica, casi tres kilómetros, para que nadie la viera, porque las fritangas podridas y los payasos y la ropita de los centros de la moda y los viciosos, junto con los buhoneros, los teloneros, los charangueros, los trujamanes y comisionistas de esa gran fiesta que es el alumbrado del Río en Navidad, se apoderaron de la “autopista” con la convocatoria y el apoyo de la Alcaldía, para hacer de esos dos meses de cerramiento forzoso un punto de encuentro de multitudes de la peor gracia que un educador se pueda soñar para el pobrerío de Medellín; generando, consecuencialmente, un caos vehicular espantoso que no se recomienda a ningún peregrino que esté en sus cabales. En esos momentos es cuando más se recuerda que esta villa es “una ciudad partida por un río”.
Ignoro desde cuándo se instauró en Medellín la dictadura populista de los alcaldes para cerrar ese bien común de sus habitantes: la carreterita que nos conecta con los mercados continentales. Con la que de paso, también se llevan por delante el decoro de su colectividad. Beneficiar, supuestamente, las finanzas de los menesterosos durante los días decembrinos, con ese baile de máscaras fétido, es una trampa. Las ganancias de lo que venden allí podrían dárseles mejor, mediante un subsidio municipal, si hacemos cuentas de los recursos públicos que malgastan en el banquetazo disparatado. Así, por lo menos, no alterarían, hasta la fatiga, la normalidad de los ciudadanos que son, por esencia, ajenos a la fritada general que amparan sin pena funcionarios y políticos; evitarían la mezcla imprudente de drogas y alcohol que circula durante esas noches por entre los tenderetes de avispados.
La ciudad vive de la impostura del discurso oficial sobre “el liderazgo paisa”. Por eso, los burócratas se gastan el presupuesto colosal de sus contribuyentes en las cosas más irrisorias: pintan cada mes, de amarillo pollito, los bordes de las aceras y los barandales de los puentes (tuve un jefe que barnizaba de azul turquí todo lo que encontraba diariamente en el campus universitario); financian verbenas de punkeros, raperos, trovadores, militantes y fanáticos de las organizaciones sociales –el nuevo modus vivendi de los profesionales desempleados y activistas políticos que copan el país–; fabrican montones de camisetas baratas con lemas de su alcaldía, para uniformar a los muchachos de las barriadas que repiten en coro sus muletillas de gobierno; construyen viaductos que desembocan en las terrazas y en los patios de las casas (prestidigitadores de la palabra, la escasez en la planeación la velan con extravagancias y chifladas: “el puente urbano más grande de Colombia”). Sin embargo, Medellín permanece incomunicada con el mundo, carente de troncales y circuitos camineros que agilicen el tráfico. Como sus mozos de poco juicio se creen el ombligo del universo, no se conectan con nadie. En invierno, los únicos que se movilizan son quienes tienen su helicóptero (los mafiosos, por supuesto), y aquellos con espíritu de aventura que se atreven a caminar en sus coches “todo terreno” o en las cuatrimotores de moda las trochas que dejan los derrumbes de sus montes heridos. El embuste los vuelve endogámicos: por eso hay tanto bobo. La sangre sin mezclar crea aberraciones, deforma la descendencia; en esto, Antioquia supera a cualquiera otra región nacional. La montaña encierra, abstrae del mundo, penetra, dentro de sí mismos, el espíritu y la carne de sus hombres rurales. Somos los campeones del incesto. Los antioqueños ilustres sólo fornican consigo mismos. Una caterva de tramposos y avaros que no dan al común o al extranjero ni siquiera su esperma. Son tan charlatanes que hacen del incesto una virtud.
Y no se crea que por debajo es distinto: por escasez de materia, un Tangarife tiene que follar, irremediablemente, con otro Tangarife, con un Bedoya o una Jiménez. La clase media es la única que casi se revuelve, por exceso o conveniencia. Y a veces, lo que resulta es peor; ya el narcotráfico inventarió, durante lo...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Portada
  4. Créditos
  5. Contenido
  6. La ciudad como objeto: la muerte a través de una foto
  7. La ciudad ideal
  8. Medellín: atolondrada
  9. La ciudad secreta
  10. La ciudad real
  11. Notas al pie
  12. Contracubierta