El Chinago
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El Chinago

  1. 19 páginas
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El Chinago

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Esta simpatía hacia lo no anglosajón se expresa en la figura de Ah Cho, un oriental acusado de un asesinato. Ha sido llevado a Haití junto con otros quinientos connacionales para trabajar por un sueldo miserable, una especie de "condena por ser frágiles y humanos". Ah Cho es callado y circunspecto. No habla francés, el idioma de quienes lo acusan. No importa que él no haya cometido el asesinato, será llevado a la guillotina, víctima de la parsimonia de su propia cultura y la injusticia y cerrazón de los franceses. Es uno de los mejores cuentos de London, uno donde la condición humana —vulnerable, atroz y dura— encuentra acomodo en una narración donde logra magnificar nuestra estimación por un ser en apariencia insignificante.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2021
ISBN
9786074570144
Categoría
Literature
Categoría
Classics

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Ah Cho no entendía el francés. Estaba sentado en la sala del juzgado, abarrotada de gente, muy cansado y aburrido, escuchando el explosivo e incesante francés que hablaban, ahora un oficial y luego otro. A Ah Cho le parecía un puro parloteo y se maravillaba de la estupidez de los franceses, que habían empleado tanto tiempo en buscar al asesino de Chung Ga y que, al final, no lo habían encontrado. Los quinientos coolies de la plantación sabían que era Ah San quien había cometido el asesinato, y allí se encontraba, sin siquiera estar arrestado. Era cierto que los coolies se habían puesto de acuerdo, en secreto, para no testificar los unos contra los otros, pero aquel caso era tan sencillo, que los franceses tenían que ser capaces de descubrir que Ah San era el asesino. Aquellos franceses eran muy estúpidos.
Ah Cho no había hecho nada por lo que tener miedo. No había colaborado en el asesinato. Era verdad que lo había presenciado y que Schemmer, el capataz de la plantación, había entrado en el barracón inmediatamente después y le había descubierto junto a los otros cuatro o cinco; pero, ¿y qué? Chung Ga fue apuñalado sólo dos veces. Era razón suficiente para pensar que cinco o seis hombres no podían infligir dos puñaladas. Como mucho, si un hombre le había clavado una, sólo dos hombres podían haberlo hecho.
Éste fue el razonamiento de Ah Cho cuando, junto con sus cuatro compañeros, mintió, bloqueó y ofuscó al tribunal con sus afirmaciones en lo concerniente a lo ocurrido. Habían oído los ruidos del asesinato y, como Schemmer, habían corrido al lugar del suceso. Llegaron allí antes que el capataz, eso fue todo. Era cierto, Schemmer había testificado que, atraído por el ruido de la disputa al pasar por allí, se quedó al menos cinco minutos fuera; cuando entró, ya encontró dentro a los prisioneros, que no habían entrado poco antes que él, porque se había esperado en la puerta, cerca de los barracones, y los hubiera visto entrar. Pero, ¿y qué? Ah Cho y sus cuatro compañeros de barracón testificaron que Schemmer se equivocaba. Al final, los soltarían. Confiaban en ello. No podían cortar la cabeza a cinco hombres por dos puñaladas. Además, ningún demonio extranjero había visto el asesinato. Pero aquellos franceses eran muy estúpidos.
En China, como bien sabía Ah Cho, los magistrados hubieran ordenado torturales para averiguar la verdad. Descubrir la verdad bajo tortura era fácil. Pero aquellos franceses no torturaban. ¡Eran los más tontos! Por eso nunca descubrirían quién había matado a Chung Ga.
Pero Ah Cho no lo entendía todo. La compañía inglesa dueña de la plantación había importado quinientos coolies a Tahití, pagando un gran precio. Los accionistas exigían dividendos y la compañía todavía no les había pagado ninguno; por lo tanto, la compañía inglesa no quería que sus costosos trabajadores contratados empezaran a asesinarse entre ellos. Por otra parte estaban los franceses, ansiosos por imponer sobre los chinagos las virtudes y las excelencias de las leyes francesas. No había nada como practicar, de vez en cuando, con el ejemplo; y, además, ¿de qué servía Nueva Caledonia sino para enviar allá a hombres que pasaran el resto de su vidas en la miseria y el dolor, como condena por ser frágiles y humanos?
Ah Cho no entendía todo eso. Estaba sentado en la sala del juzgado y esperaba la decisión del juez que le liberaría, a él y a sus compañeros, para volver a la plantación y trabajar d...

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