1. LITIGIOS, JUSTICIA Y ACTORES COLECTIVOS. COMPONENDAS A LA DESAMORTIZACIÓN EN EL ESTADO DE MÉXICO, 1856-1910
ROMANA FALCÓN VEGA
A finales de 1869 Francisco Islas, dirigente de una destacada rebelión agrarista en el estado de Hidalgo, explicó las causas de los insurrectos:
Considerando que hasta hoy los tribunales en donde han puesto sus quejas los desgraciados pueblos no se les han administrado justicia, porque el hacendado a virtud del dinero siempre ha triunfado.
Considerando que cualquier paso que un pueblo de por la vía establecida por la ley para la reclamación de sus derechos, el hacendado de cuantas maneras puede entorpecer y cohechar a la autoridad para que ésta obre de acuerdo con él, para aburrir a los pueblos y de esta manera queden frustradas sus justas reclamaciones (Powell 1974: 143).
El propósito de estas páginas es comprender las razones de estas palabras, dimensionar sus raíces históricas y analizar cómo afectaron a los pueblos comuneros los procesos institucionales que intentaron modificar tanto la estructura agraria como la de la justicia. Se busca apuntar las principales vías institucionales que se ofrecieron a pueblos y campesinos para resolver sus querellas, sopesar en qué medida y en qué momentos se utilizaron y destacar su utilidad y sus resultados. También se explora el punto de vista de quienes ocupaban las amplias y oscuras bases de la pirámide social —en la medida en que la documentación histórica permite conocerlas—, para calibrar en qué medida y en qué formas los grupos mayoritarios encontraron solución a sus conflictos por tierras, bosques y aguas dentro de los parámetros del estado liberal que se estaba construyendo.
Para dilucidar estas problemáticas de historia social y política, analizaré el cruce entre una vía institucional, los litigios y una instancia del poder ejecutivo, las jefaturas políticas en el Estado de México en la segunda mitad del vasto siglo XIX mexicano. Empezaré por señalar el significado que para los pueblos comuneros tuvieron los afanes de modernización de la tenencia de la tierra para consolidar un dominio unificado bajo la propiedad particular. Después señalaré las políticas que buscaron debilitar la cultura jurídica del “antiguo régimen” de numerosos actores colectivos, destacando las condiciones precarias y contradictorias en que fueron colocados. Por último, señalaré los intentos plebeyos por utilizar los resquicios institucionales y, en algunas de las ocasiones en que ello no era suficiente ni expedito, el empleo de otros recursos estratégicos que desbordaban las instancias formales y hacían uso de la violencia (desde las amenazas hasta la insurrección).
SIGNIFICADOS DE LA MODERNIZACIÓN DE LA TENENCIA Y LA JUSTICIA
El siglo XIX mexicano fue de desgarramientos, en buena medida por las profundas transformaciones que se buscaron introducir sobre los derechos a la tierra, los bosques y el agua así como en la cultura jurídica. Visto desde el grueso de las leyes y de los pronunciamientos públicos, un eje pareciera dar coherencia a los propósitos gubernamentales en la segunda mitad de esta centuria: fundar la nación mexicana en torno al individuo, es decir, el pequeño propietario, el contribuyente, el ciudadano. Tanto en las eras republicanas como en el breve segundo imperio se buscó unificar, aunque con altibajos, las diferentes formas de dominio de la propiedad privada para ayudar a la utilización “productiva” de los recursos naturales del país. Dentro de las contradicciones y los zigzagueos, se eligió la desamortización y la reducción de baldíos como algunos de los ejes principales por donde correrían esas políticas.
No obstante, estuvo lejos de ser dibujado en la realidad, pues antes debía pasar por el tamiz de las negociaciones de los diversos nódulos del tejido social que imprimían cambios en la legislación, en las costumbres y en la vida cotidiana. Como en tantos otros países al sur del río Bravo, ese proyecto tendría que darse dentro de la contradictoria coexistencia de estructuras coloniales y republicanas, donde el proyecto del nuevo estado, como ha recalcado Andrés Guerrero para el caso de Ecuador, pertenecía sobre todo a la población hispano parlante (Guerrero 2010: 23). A fin de cuentas, tanto en las leyes como en la vida real, algunos actores colectivos se las arreglaron para mantener una variedad de derechos divididos y colectivos sobre ciertos bienes raíces. Los resultados de los complejos procesos de desamortización de las corporaciones eran civiles —en especial, pueblos y comunidades indígenas—, se produjeron con resistencia y notables diferencias en los distintos espacios del territorio. Desde luego, no todo fue rechazo a la consolidación de la propiedad privada, ya que ésta existía desde la era colonial en numerosos pueblos y barrios. Sus habitantes no estaban cristalizados por la tradición; solían aceptar de buena gana algunos trozos de las políticas de su momento —por ejemplo, el amparo y la titulación de terrenos de común repartimiento—, los cuales se entrelazaban con fragmentos de lo antiguo, como eran ciertas formas de identidad y organización comunitaria. Sin embargo, con frecuencia los procesos de desamortización trastocaron las relaciones entre vecinos, estratos y familias dentro de los pueblos, y entre éstos y sus colindantes —ya fuesen propietarios particulares, barrios, rancherías u otros pueblos—. Aunque hubo disputas hasta cuando la desvinculación sólo concernía a terrenos de común repartimiento, que eran los más cercanos a la propiedad particular, por lo general, la desvinculación de los bienes del común fue más conflictiva, pues se opuso a todos aquellos “hijos del pueblo” que asumían sus obligaciones comunitarias —lo que no implicaba condiciones igualitarias ni libres de autoritarismo—. Esta forma de propiedad les daba derechos de acceso, tránsito, uso y posesión de bosques, montes, pastos y lagos donde cazaban, pescaban, llevaban a los animales a pastar, sacaban leña, piedras, plantas medicinales y otros usos de importancia; además, servían como reserva de tierras para las generaciones futuras.
Congost (2007) señala que la propiedad privada “perfecta” —una de carácter particular, individual, no dividida y que permite a sus dueños una libertad ilimitada para disponer de ella— es un concepto teórico, mas no histórico. La propiedad imperfecta, de la que en diferentes formas estaba lleno el campo mexicano, podría entonces concebirse como de dominios divididos o de usos colectivos. Desde la perspectiva siempre interesada de las leyes y los regímenes, se le ha considerado como propia de zonas “atrasadas” y, en Europa, como una supervivencia feudal. La concepción de la propiedad privada perfecta no se sostenía en los hechos, ya que la “gran obra de la propiedad” tenía que lidiar con construcciones sociales particulares, entre otros, con quienes se beneficiaban de dominios divididos. De ahí la necesidad de “desacralizar” el concepto de propiedad de la tierra, a fin de evitar caer en una historia lineal o una “sobrevaloración a menudo inconsciente” del fenómeno, del estado nacional y de la importancia de las leyes. De ahí fácilmente se deriva un juridicismo que subordina a la historia social (Congost 2007: 11-35, en especial 28-31). En general, el discurso y la historiografía modernos parten de una idea ahistórica y abstracta de la propiedad privada y del individualismo que tuvo como contraparte la destrucción de la propiedad colectiva (Narváez Hernández 2005: 503), una idea de la que yo misma he participado.
De 1850 a 1910 existieron numerosas tensiones en los distritos rurales, sobre todo por las políticas de desamortización y de baldíos, que cuando con matices y altibajos consolidaron la propiedad debidamente delimitada conocida por colindantes, que fue reconocida por las autoridades y, por ende, causante de impuestos vis a vis, la permanencia de actores colectivos con sus muchas otras formas de relación con tierras, bosques y aguas, como la posesión, el acceso, el usufructo, las servidumbres de tránsito, de paso y el uso de bienes colectivos, entre otros.
Ahora bien, “adjudicar en propiedad” los bienes amortizados fue un proceso complejo que siguió caminos enredados, contradictorios y truncos. La presión que acompañó al proceso llegó a rasgar el tejido social y dio pie a una serie de vaivenes en las políticas públicas y a la creación de vacíos legales e inconsistencias entre el marco institucional de la federación y el de los estados y las localidades. También surgieron contrapuntos entre las diversas ramas de gobierno y entre éstas y los habitantes del campo. Por otro lado, desde las reformas liberales de la segunda mitad del siglo XIX, tanto en México como en otros países de América Latina, hubo también una preocupación notable por contener y dar orden a la afición “pleitista” de los antiguos pueblos de indios, por transformar su cultura jurídica de viejo régimen que constituía una instancia de defensa profundamente asimilada por muchos donde no existía la separación moderna entre lo político y la justicia, entre el gobernante y el juez. Aun cuando ese proceso de modernización también experimentó contradicciones y caminos truncos, logró minar la manera en que pueblos e indios solían buscar protección y amparo (Castro 2011; Tau 1997; Falcón 2007 y 2015).
En el siglo XIX, los gobernantes y pensadores de casi todo el mundo tuvieron una enorme confianza en la expedición de leyes y en el arreglo de marcos formales de gobierno. Tanto los liberales de la generación de la reforma como los del ensayo monárquico, los de la “república restaurada” y los del régimen autoritario encabezado por Porfirio Díaz procuraron dar seguimiento, poner orden y solucionar los continuos litigios y pleitos entre los actores del campo mexicano. Regular quiénes, en qué condiciones y bajo qué criterios tendrían potestades sobre los recursos naturales estaba íntimamente ligado a normar quiénes y cómo dirimirán sus derechos en el aparato de justicia. La Ley Lerdo y el artículo 27 de la Constitución de 1857 asestaron un fuerte golpe a las corporaciones civiles, coartando su capacidad para ser dueños, administrar y litigar por bienes raíces, aun cuando este tema es amplio, sujeto a numerosas particularidades y un apasionado debate. En el mismo sentido obró la ley de noviembre de 1865 para determinar las diferencias sobre tierras y aguas entre los pueblos. En particular, en el Estado de México las leyes republicanas sobre jefaturas políticas acicatearon los procesos de desamortización y al mismo tiempo permitieron a pueblos, ayuntamientos y municipios litigar en ciertas condiciones.
Estos mandamientos también embonaban con un propósito característico de los estados modernos: pon...