Cantar y bailar son la misma cosa. Hay algunas tribus que no pueden concebir la música sin danza. No existe. Y la palabra griega chorós da origen a «coro» y a «coreografía», dijo el tipo. Las hemos separado, está bien, para nosotros son dos cosas distintas y eso puede pensarse como una riqueza, pero recordemos siempre que hay algo bailando dentro del que canta, que quien baila saca un canto fuera.
–Quiero que me mire.
–¿Por?
–No sé.
–Para que me vea.
Y actuar incluye las dos cosas, dijo el tipo. Es algo que se hace desde antes de aprender a hablar y luego se va dejando de lado, el escenario queda en una zona de sombra de la mente, todo se vuelve mecánico. Y luego dijo que los que estamos aquí somos los que no hemos dejado de ser actores, que la escuela es un lugar donde simplemente nos dan algunas herramientas para no dejar de serlo, algunas ideas, un poco de confianza o de fe para no traicionarnos demasiado.
–Quiero que hable más.
–Ten paciencia. Pareces idiota.
Parece que ser idiota es confundir lo real y lo imaginario, lo de dentro y lo de fuera: es perseguir fuera algo que sólo existe dentro. Pero yo creo que no, que son los que no confunden lo de dentro y lo de fuera los que son idiotas.
Tengo cinco o seis años y la profesora está explicando que la Tierra gira sobre sí misma, y por eso hay día y hay noche, y que también gira alrededor del Sol, y por eso hay invierno y verano. Eso se llama traslación, la interrumpo. Ella está sorprendida y contenta y yo noto algo que no había notado nunca. Es mi primer aplauso, o el primero que recuerdo.
Tengo catorce años y pienso que unos se dedican a explorar el ADN, otros el fondo del mar y yo me voy a dedicar a explorar lo que nos pasa cuando vivimos, cuando actuamos, cuando nos enamoramos. La vida, para mí, va a ser una investigación sobre la vida, decido, muy seria. El amor, una investigación sobre el amor.
–No sé por qué vas siempre tan rápido.
–No voy rápido. Voy lejos.
Tengo diecinueve años y me toca hacer mi primer ejercicio importante en la escuela. Viene de Stanislavski, dice la profesora, que a su vez lo aprendió de no sé quién. Tenéis que leer a Stanislavski. Es la Biblia de los actores modernos. Nos explica el ejercicio con paciencia y ternura y subo al escenario. Cuando se abra el telón, tienes que estar ahí sentada, sola, y limitarte a estar ahí sentada. ¿Entiendes? ¿Entendéis? No hay que hacer nada más, sólo estar ahí. Subo al escenario, me siento en una silla y se abre el telón. No sé limitarme a estar aquí sentada. Me doy cuenta de que para empezar estoy pensando cosas, y además estoy poniendo una cara. No puedo no pensar cosas ni no poner una cara. Y después me doy cuenta de algo más: noto que para empezar no estoy pensando cosas, sino poniendo una cara. Quiero decir que la conciencia de la cara que estoy poniendo va antes que la conciencia de las cosas que pienso. Entonces pienso que ésa es la diferencia entre el escenario y el suelo, que la profesora y Stanislavskifquieren mostrarnos que en el escenario la conciencia está orientada hacia otro lugar y hay que trabajar desde ahí. Y se me ocurre, ahí sentada en la silla, que en mi caso la conciencia siempre está orientada en primer lugar a la cara que estoy poniendo, que soy rara, que yo no necesito ese ejercicio porque estoy enferma, con una enfermedad leve y secreta pero que determina mi vida, y entonces tengo ganas de vomitar. No vomito, no vomitar, pero cuando se cierra el telón y me aplauden pienso que lo he hecho bien, me he limitado a estar ahí sentada, ésa era yo, la que está ahí sentada delante de todo el mundo pensando en que soy una mierda y a punto de vomitar.
En realidad no vivo ni me enamoro. Sólo actúo. Nunca me enamoro. Siempre es mentira. Siempre es un juego, una representación. O un sueño. Mi primer recuerdo es de una piscina. No estoy segura de si es un sueño o un recuerdo, pero tiene que ser mentira, porque me recuerdo nadando con un año. Sé que tenía un año porque mi madre estaba embarazada de mi hermano. Después recuerdo el deseo de casarme con un príncipe. Ahora eso me parece repugnante.
Tengo diecisiete años y me pongo a sangrar encima de un chico, en su casa, en verano. Sangro por la nariz y caen gotas sobre su pecho, los pelitos de su pecho, pero no paramos. Son pocas gotas. Hace mucho calor. Los dos estamos actuando. Empezar a sangrar por la nariz en un momento así convierte la cama, la habitación y todo el barrio en un escenario estruendoso e iluminado. Me pregunto si, en el caso de que tenga hijos, voy a gritar histérica como gritaba mi madre. Yo siempre pensaba que lo que ella gritaba histérica en esos momentos era la verdad, aunque luego, ya tranquila, pidiera perdón y tratara de justificarse.
–¿La verdad es lo que se grita histéricamente?
–No. Eso parece la verdad porque es lo que no se puede decir.
En la puerta de la escuela hay dos máscaras. Siempre que entro las miro. Me dan un poco de miedo. Es un miedo raro, que no conocía: la sensación de que si las hubiera visto de niña, me habrían dado miedo.
Mi infancia fue muy triste, o por lo menos tengo la posibilidad de recordarla como algo muy triste. Quería ser pequeña y tenía miedo, sobre todo a vomitar. No quería crecer. Obligaba a mis padres a celebrar siempre mis tres años. Tres velitas siempre, aunque cumpliera seis, cuando cumplí siete, hasta los diez. A los diez ya empezamos con dos velitas; ahí se terminó la representación. Mi manera de recibir amor era ser pequeña. Hablaba como una niña pequeña, sobre todo por la voz. Siempre caigo ahí, todavía, con mis amigas y con los chicos. Uno tiene que hacerse amigo de la melancolía de crecer, dijo el tipo. Eso lo entendí muy bien. Yo sentía eso muy fuerte. Lo sigo sintiendo, siempre, es algo que me acompaña todo el tiempo. Soy actriz porque me resulta muy fácil llorar. Yo pequeña y mis padres cerca; me acuerdo de eso y lloro.
Alguien finge y alguien mira. Eso es el teatro, dijo el tipo. Yo quiero que me miren. Soy cuando me miran.
–También cuando no te miran.
–No, porque entonces no finjo.
Me miran cuando hago algo, pero me parece que mi padre me mira cuando no hago nada. Se abre e...