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¿Música, para qué? El lugar de la educación musical escolar para la sociedad y la economía del conocimiento
JOSÉ LUIS ARÓSTEGUI PLAZA
Universidad de Granada
GABRIEL RUSINEK MILNER
Universidad Complutense
La música forma parte de la escolarización obligatoria desde los inicios de la Escuela Moderna, en el siglo XIX. El sistema educativo ha cambiado mucho desde entonces, aunque las funciones para la que se creó siguen estando vigentes: la transmisión de un sistema cultural a las nuevas generaciones, a la vez que se las forma para el ámbito laboral y para su desarrollo como ciudadanos. Sin embargo, no es lo mismo educar para una economía basada en la producción de bienes industriales como la que había en aquel momento que para una economía basada en la producción y distribución del conocimiento, tal como sucede en la actualidad. Tampoco es igual educar dentro de un contexto de Estados nación que en un mundo globalizado en donde esos Estados se diluyen en macroestructuras que las engloban y en donde ser ciudadano nacional coexiste con una ciudadanía global de carácter digital y cosmopolita.
Los cambios en la creación y consumo de la música también han sido considerables desde aquel entonces. El más importante es sin duda que la música académica occidental ha dejado de ser preeminente con respecto a las demás. El concepto beethoveniano de música culta como «arte por amor al arte», es decir, entendida como espiritual, abstracta e independiente de su tiempo (Baricco, 1999) ha desaparecido en gran parte a consecuencia de las fronteras difusas que ahora existen entre lo lúdico y lo artístico (Frith, 1996).
Ante este panorama cambiante en lo socioeconómico, educativo y musical, cabe preguntarse qué ha sucedido con la educación musical escolar en general, y en España en particular. Partiendo de la base, fundada en datos empíricos (Kratus, 2007; Pérez-Moreno y Carrillo, 2019), de que los cambios acaecidos en la música, en la sociedad y en la escuela no han supuesto aún un cambio radical en la enseñanza musical en los centros escolares de régimen ordinario, en este libro presentamos estudios de caso de proyectos educativos ejemplares que podrían iluminar a los profesionales de la educación y a las administraciones educativas acerca de cuál podría ser el lugar de la música en la escuela en esta primera mitad del siglo XXI que dé respuesta a las cambiantes demandas educativas, sociales, económicas y culturales de nuestra época y de un futuro del que poco es posible predecir en estos tiempos inciertos. No en vano, algunos autores opinan que la época de la globalización ha terminado para dar paso a una hipotética «era del desorden» (Schweller, 2011; Reid et al., 2020) ante la cual necesitamos «un gran reinicio» (Schawb y Mallert, 2020) como consecuencia de la «reversión demográfica» (Goodhart y Pradhan, 2020) que está transformando el mundo tal como lo conocemos. Como a lo largo de la historia de la humanidad, el mundo está en permanente cambio, pero si la globalización ya nos deparó cambios sustanciales con respecto a la época anterior, las incertidumbres actuales son todavía mayores de las que ya de por sí teníamos y están provocando alteraciones sociales que la pandemia de la COVID-19 no ha hecho sino acelerar.
Sin embargo, y aunque la producción investigadora internacional en educación musical es bastante profusa, de buena parte de ella podría decirse que se estudia per se, es decir, como si los problemas de nuestro mundo actual no tuvieran relación con la enseñanza musical. Solo así cabe explicarse que una corriente muy amplia de esta disciplina se dedique a justificar desde una perspectiva teórica (vale decir, filosófica) su inclusión dentro del currículo escolar o a defender su inclusión sobre la base de beneficios extramusicales (como el manido efecto Mozart del desarrollo de las capacidades cognitivas) en donde la música se convierte, así, es una herramienta subsidiaria para conseguir objetivos que en principio le son ajenos. Que la música tenga una función educativa que vaya más allá de lo musical no tiene por qué ser negativo, al contrario; lo que a nuestro juicio sí lo tiene es centrarnos en aspectos colaterales o en la música como fin en sí misma aislada del resto del currículo cuando la educación musical y artística en general debería dedicarse a su esencia: lo estético, artístico y creativo o, como diría Liora Bresler, «aprender a entregarnos e interactuar con [el arte] tanto como podamos» (Guerrero, 2013, 60), como principal contribución que la música escolar puede hacer para ofrecer para dar respuesta a las demandas sociales y económicas que recaen sobre la escuela.
Llama, entonces, la atención esta permanente defensa de la música dentro del currículo: primero, porque esto no sucede con las demás materias de los currículos escolares y, segundo, porque esta estrategia de justificación sin base empírica está muy extendida. La primera de las cuatro etapas de la investigación en educación musical que Bresler (2003) identifica, desde inicios del siglo XIX hasta finales de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, ya estuvo dedicada a justificar por qué la música debía estar dentro del currículo de enseñanzas obligatorias. En nuestros días, y aunque haya otros focos de atención, la justificación de por qué hay que enseñar música en nuestras escuelas sigue siendo un tema candente como lo demuestra, por ejemplo, el monográfico que, coordinado por Lindeman (2005), dedicó a esta cuestión la International Journal of Music Education o el «equipamiento justificativo» (advocacy kit) que presentó en 2014 la Alianza Mundial por la Educación Artística entre otras muchas instituciones que defienden este enfoque.
Tal vez esta permanente preocupación por justificar la inclusión de la música como materia escolar obedezca a la falta de acuerdo sobre el papel que debe jugar la música dentro del sistema escolar. El corpus de conocimiento que tenemos proveniente de la investigación no parece tener mucha repercusión en el desarrollo del currículo, donde las llamadas metodologías musicales activas, construidas a partir de los principios educativos de la Escuela Nueva de finales del siglo XIX y principios del XX, se desarrollan a partir del hecho musical y desde la intuición de buenos músicos preocupados por la formación musical, perspectiva esta que sigue conformando el currículo actual en educación musical. Esta educación musical desde las metodologías musicales activas probablemente está tan extendida porque dichas intuiciones funcionaron y funcionan bien en una escuela siempre que dicha educación musical, en paralelo al modelo artístico musical que defiende, siga siendo espiritual, abstracta y, en definitiva, desconectada de su contexto social. Pero la educación en el siglo XXI no puede seguir basándose en ocurrencias bienintencionadas, sino que ha de fundamentarse en evidencias, es decir, en datos provenientes de investigación, afirmación que, por supuesto, incluye la educación musical, y que tampoco puede estar desconectada del resto de la escuela y del mundo que lo rodea. La idea de «el arte por amor al arte», que parece seguir gozando de una aparente buena salud en la educación musical escolar española, languidece en el panorama musical y artístico contemporáneo.
No obstante, la realidad es tozuda y no deja de llamar a nuestra puerta. En el informe de la OCDE (Winner, Goldstein y Vincent-Lancrin, 2013) dedicado al impacto de la educación artística en las nuevas generaciones se parte de la base de que las artes deberían contribuir a la innovación, entendida como capacidades creativas, cognitivas y de trabajo en equipo. Los estudios cuantitativos revisados en dicho informe sugieren que las artes claramente influyen en el desarrollo las capacidades generales del individuo, como el coeficiente de inteligencia y la memoria, pero sus resultados son «inconcluyentes» sobre su influencia en la creatividad de los estudiantes y sobre la promoción del pensamiento reflexivo. Esto no significa que ese impacto ni exista ni deje de existir, sino que tal falta de conclusión obedece a la «cantidad insuficiente de investigación experimental y también por la dificultad de medir adecuadamente estas capacidades» (p. 256). De ello se constata, por un lado, que las herramientas de medición determinan lo que es relevante o no como parte del currículo y, lo que es más importante para el propósito de este libro y capítulo, que si la música y el arte en general van a formar parte del currículo no será porque lo dijera Aristóteles o porque la música formara parte del quadrivium que configuraba la educación de la Edad Media junto con el trivium. La racionalidad económica en educación es, sin duda, una de las causantes del declive de la educación musical escolar (véanse Burnard, 2010; Aróstegui, 2016; Woodford, 2018; Ángel-Alvarado et al., 2020), aunque, si permite que dejemos de ignorar las demandas socioeconómicas que se espera resuelva la escuela, puede ser al mismo tiempo el acicate que necesitamos para salir de nuestro ensimismamiento.
1. Escuelas musicales excelentes
Este libro quiere contribuir a mirar hacia delante. Así, para dar respuesta a la cuestión del papel de la educación musical escolar en el siglo XXI partimos de los datos del presente, de lo que se está haciendo en algunas de nuestras escuelas e institutos y de lo que demanda la sociedad y la economía actuales, partiendo de datos de investigación cualitativos. Para ello, hemos estudiado en profundidad diferentes centros escolares de nuestro país a nivel de Educación Primaria y Secundaria que por un motivo u otro pueden considerarse ejemplos de «buenas prácticas docentes» a tenor de datos empíricos que muestran un «impacto» de la educación musical en los jóvenes.
Ponemos entre comillas estos dos conceptos porque sus substratos teóricos son muy diferentes y acarrean implicaciones muy distintas. Así, por un lado, las «buenas prácticas docentes» tienen una larga tradición en investigación educativa que comienza en los años ochenta (Shulman, 1986) y que continúa en vigor porque el concepto supone para la pedagogía pasar de ser deductiva y normativa a inductiva y situada (Zabalza, 2012), si bien tiene el riesgo de que los estudios se conviertan en reportes laudatorios de las experiencias a las que se refieren, de lo que hemos procurado huir.
Al mismo tiempo, en las últimas dos décadas también ha venido hablándose de «impacto» en educación, a consecuencia de trasladar la lógica económica a cualquier ámbito social, pues esta es la racionalidad última que tiene este concepto. No en balde, «impacto» se define en economía como «la medida de los efectos tangibles e intangibles (consecuencias) de la acción o influencia de una cosa o entidad sobre otra». Así, cuando hablamos de impacto en educación estamos hablando de aquellos efectos que son susceptibles de medirse, es decir, cuantificarse, lo que tiene enormes consecuencias para la educación musical, al fijarnos solo en aquellos aspectos cuantitativos, que son los menos importantes en música (Aróstegui...