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Mont Saint Michel, enero de 1437
Bajo la luz tenue del alba, la figura de un monje a caballo, seguida por una mula cargada, sale de la abadía que se alza en lo alto del islote escarpado. Cruzando la puerta fortificada, se interna en el sendero que atraviesa la bahía a pie seco durante la marea baja.
Mientras cruza la marisma camino del continente, atribulan su mente emociones encontradas. Se siente frustrado por tener que abandonar su retiro de estudio y contemplación, pero la misión que le han encomendado supone un encargo imposible de eludir.
A medio trayecto, gira la cabeza y mira atrás, a la figura del antiguo monasterio que, pese a amenazar ruina, aún se alza imponente sobre el islote que se yergue en medio del arenal. Entonces recuerda los relámpagos que azotaban el campanario durante la noche en que llegó la misiva.
El hombre trata de ahuyentar los malos augurios, se coloca la espada que oculta entre las ropas y obliga a su caballo a apretar el paso. La marea está subiendo y hay que llegar enseguida al final de la senda de arena.
Cuando su montura comienza a ascender por la cuesta que lo llevará tierra adentro, con la luz anaranjada del amanecer, distingue las primeras chimeneas humeantes entre los campos labrados. El viajero respira profundamente mientras cierra los ojos. No parece tan mal futuro el encargo bajo esta aurora esperanzadora. Sí, sonríe.
Volvemos a los caminos. Volvemos al mar.
Parte primera
El pequeño bastardo
1430 – 1437
I
Los días pasan despacio en Portosanto.
Unos muchachos recogen leña, otros llevan las vacas a pastar. Hay mujeres que lavan en el riachuelo, niñas que llenan cántaros en la fuente, y hay también hombres que salen al mar en lanchas pesqueras.
En la parte baja de la aldea, en la ribera, hay un pequeño puerto. Apenas un abrigo de suelo arenoso donde varan las barcas de colores. Río arriba está el camino de la villa, que entre fresnos y sauces lleva en menos de media legua a Pontevedra, atravesando el puente viejo. Allí comienza la ría, que pasa por debajo siendo río de agua dulce y que se abre al mar por la parte de poniente, con la isla de Tambo en medio y la de Ons justo en la bocana.
Este confín del mundo pertenece al antiguo reino de Galicia, bajo el dominio de la Corona de Castilla. Aquí, en las tierras que hacen frontera con Portugal, el señor de Soutomaior gobierna a su antojo, lejos de los conflictos que asolan el viejo continente.
Este es el lugar, y este el tiempo, que le tocó vivir a Pedro. El niño que nació condenado al exilio por su propia familia. El hidalgo bastardo que nació atado a un curioso destino.
Extender la luz.
Cambiar el mundo para siempre.
II
—Constanza, ¿dónde está Pedro? —preguntó el tío Cristovo.
—No lo sé —respondió, sin darle más importancia, la madre del niño.
El pequeño Pedro de Zúñiga se crio en la calle, a medias entre los vecinos y su tío abuelo Cristovo de Avellaneda. Fue creciendo entre las veredas y el fondeadero de Portosanto en sus primeros años de vida, pasando los días entre lanchas varadas y mareantes de piel dorada.
En cuanto aprendió a andar, Pedriño salió de aquella casona hidalga, vacía de gente y llena de silencio. La melancolía de los que allí se encontraban prisioneros nunca le gustó.
Constanza de Zúñiga, su madre, provenía de una familia noble de la villa. Esta niña nos va a dar problemas, pensaba su madre cada vez que la muchacha se pasaba la tarde jugando con las pescantinas de los bajos fondos. Tal cual su tío Cristovo, que mal rayo lo parta, rumiaba su padre, frustrado por contar entre sus familiares con aquel individuo, su cuñado, que en tantos problemas los había metido.
Al final, los presagios se cumplieron: la niña, de diecisiete años, quedó encinta, y, de padre desconocido, nació el pequeño Pedro. Ante tal vergüenza, los señores de Zúñiga recluyeron a su hija en la casa familiar de la aldea de Portosanto. Aquella casa en la que vivía, sin más ocupación que beber una jarra de vino tras otra, el viejo Cristovo. Antaño orgullo y ahora oprobio de su estirpe.
La casa, conocida por los vecinos como «la casa de la Cruz», era la más rica de la aldea.
Ante la indiferencia de su madre, Pedro solía pasar el rato con su tío. A veces, paseaban por la Moureira, el barrio de los pescadores de la villa, lleno de casitas apiñadas junto a la ría con los aparejos amontonados ante las fachadas. Allí estaban los astilleros, donde el tío contemplaba el trabajo de los carpinteros de ribera que construían navíos. No se trataba de lanchas de xeito ni de dornas de escarva, sino de carracas y naos que, cargadas de vino, atravesaban el golfo de Vizcaya, o llevaban sal a los puertos del Mediterráneo. Los mejores constructores del muelle de Santa María eran los de la casa da Coxa. A Pedro le gustaba jugar entre los barcos a medio construir, fantaseando que era un gran capitán. Al menos, hasta que algún carpintero lo echaba de allí a cajas destempladas.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo lo pasaba en Portosanto. La aldea era pequeña, apenas diez casas rodeadas de campos en los que pastaban ovejas y vacas. Casas de familias que vivían de labrar las tierras y de criar animales.
Y de ir al mar, algunos. Eran los llamados «mareantes». Los que poseían una barca pequeña con la que salían a pescar.
Entre las casitas de Portosanto, los campos surcados de riachuelos que las rodeaban y el puerto crecía Pedriño. Jugando con los otros muchachos, hablando con las mujeres que lavaban la ropa y acompañando a los hombres en su trabajo. Los vecinos se reían con las ocurrencias de aquel niño de familia rica que veía pasar los días en la calle.
Fueron jornadas de levantarse temprano para ir a ver cómo partían los botes al amanecer, de echar la mañana ayudando a los vecinos en las fincas y las tardes de charla con los lobos de mar recién retornados de la última marea.
Una vida sencilla que pronto se iba a ver interrumpida.
III
Unas tres leguas al sur de Pontevedra, sobre una colina, se alzaba la fortaleza de Soutomaior. Dos torres unidas por una muralla que cerraba un patio de armas y que dominaban una tierra ondulada de bosques densos y regatos transparentes.
Aquel era el castillo del gran señor del sur de Galicia, Fernán Eannes. Propietario de lugares, aldeas y mo...